Comunidad, etcétera.
—Qué gratificante es saber que estás prestando atención —el marqués afinó sus labios—. ¿Quizás, entonces, tú puedas sugerirle algo al concejo?
Por primera vez, Kit miró a su alrededor, a todos aquellos rostros que se fijaban sobre él, curtidos, pálidos y con ojos ávidos.
—¿Acerca del asunto de tu prometida? —instigó el padre, con suavidad.
Kit abrió su boca para hablar. Pero justo en ese momento el bosque entró en erupción; la joven niña salió velozmente de entre los árboles en un aleteo de faldas y una cascada de alocados cabellos, su rostro sonrojado, tallando un ángulo agudo a través de un césped perfectamente podado.
Kit se puso de pie y todos los hombres se volvieron.
—Qué… oh… es…
—La niña de los Hawthorne —dijo George. La Mediana. Clara, Clareta…
—Clarissa —corrigió Kit en un instante de inspiración—. Y Mel —agregó secamente, mientras las otras cuatro aparecían pisándole los talones, tomando ventaja.
—Ah. —El marqués tomó asiento una vez más con la espalda hacia la ventana—. Medianos. Bueno, entonces, no importa. Señores, ¿continuamos?
Sin embargo, Kit permaneció de pie mientras observaba cómo corría la muchacha.
***
Avanzó por la cocina de la choza de puntillas, pero, como siempre, no fue lo suficientemente escurridiza como para engañar a su madre.
—¿Clarissa? ¿Eres tú?
—Sí, mamá.
Tendría que haber sabido que no podía deslizarse y esconderse; los sentidos de su madre eran demasiado agudos. O quizás había sido la corriente de aire de la puerta trasera lo que la despertó. De cualquier modo, la había descubierto.
—¿Qué haces, niña?
—Estoy lavándome.
Sumergió las manos en la astillada palangana que se encontraba sobre la mesa. Al frotarse, vio cómo el agua se tornaba rosada por la sangre. Buscó el paño de cocina y lo coocó sobre su rostro para quitarse la suciedad y la sangre.
—Mamá, ¿deseas una taza de té?
—Sí, querida. Sería encantador.
Dejó que el agua del hervidor bullera y con una cuchara volvió a colocar en la tetera las hojas de té del desayuno de esa mañana, aún húmedas. Arrojó el agua con la que se había lavado sobre los escalones de la puerta trasera, pero primero echó una mirada rápida y nerviosa alrededor del jardín, luego volvió a llenar la palangana en el aljibe.
El hervidor comenzó a echar vapor.
Junto a la maceta de geranios que se encontraba sobre el alféizar de la ventana estaba el espejo oval de hojalata pulida que le había regalado a su madre para Navidad, colgado de un lazo amarillo. Reflejaba la cocina en un oscuro gris y siempre alargaba su rostro, una graciosa figura que le recordaba un pez. Sin embargo, era un espejo mucho mejor que el cristal de la ventana.
Clarissa miró su reflejo en el espejo críticamente: su cabello estaba enredado; la pechera blanca desgarrada a la altura del cuello. Había suciedad en sus hombros y tres gotas de sangre sobre el canesú. El labio inferior le latía y estaba magullado.
—Clarissa, creo que el agua está lista.
—Sí, mamá.
No había tiempo para cambiarse de vestido. Se peinó lo mejor que pudo, recogió el cabello y lo enroscó en un moño casual. Vertió el agua caliente en la tetera, la colocó en una bandeja junto con las tazas, la miel y la crema, y luego, el pan con lo último que quedaba de mantequilla.
Una última mirada en el espejo de hojalata. Un poco mejor, pero no del todo. Abrió los ojos para que lucieran inocentes y practicó una sonrisa haciendo una mueca de dolor con su labio. Luego, levantó la bandeja y la llevó al cuarto de su madre.
Antonia Hawthorne estaba sentada en la cama; su cabello gris, trenzado; sus manos, entrecruzadas sobre la falda. Era uno de sus mejores días; Clarissa casi no oía su respiración. Su rostro estaba demacrado pero tenía los ojos brillantes, como siempre cuando examinaba a su hija. La boca con expresión de dolor.
Con gran cuidado, Clarissa colocó la bandeja sobre la mesilla de noche sin poder despegar la vista de la porción de mantequilla.
—Dime —dijo la madre con un tono de voz suave y dulce. Esperó mientras Clarissa jugueteaba con las cucharas, con el rostro todavía hacia abajo. Luego, dijo con mayor firmeza:
—Clarissa Rué.
—Un accidente. Tropecé con la raíz de un árbol.
—¿En serio?
Clarissa intentó hacer su ensayada mirada de ojos amplios a la tetera, mientras servía.
—Sí. Fui una torpe. Tropecé y luego rodé por una colina. Ya sabes, aquella pasando justo Blackstone Fell. Es muy pronunciada.
—Sí. Sé que lo es.
Clarissa le alcanzó la taza y sus miradas se cruzaron.
—Y eso es lo que sucedió.
Antonia bebió un sorbo de té.
—¿Estaba la señorita Melanie allí?
—No.
—¿Y tampoco las otras niñas?
—No.
Clarissa comenzó a untar meticulosamente el pan con la mantequilla.
—Debes mantenerte alejada de ellas. Te lo he dicho antes. No serán amables contigo.
El pan en la mano de Clarissa comenzó a temblar; cerro los ojos con fuerza y sintió que una lágrima se deslizaba por el costado de su nariz.
—No es tu culpa —dijo Antonia.
Otra lágrima cayó.
—Es mía —concluyó la madre, todavía con dulzura.
Clarissa dejó caer el pan sobre la bandeja, mientras se secaba los ojos con dedos grasosos.
—Ven aquí, mi dulce niña —dijo Antonia. Clarissa suspiró y gateó sobre las mantas, con las sandalias puestas y el vestido sucio, para acurrucarse en brazos de su madre.
Su madre olía a medicinas y lilas. El latido de su corazón era un agitado tamborileo contra la oreja de Clarissa.
Sintió que su madre levantaba la mano y desataba el descuidado rodete que se había hecho en el cabello. Clarissa giró la cabeza y habló contra las almohadas; su voz semejaba un murmullo lastimero.
—¿Nunca me querrán, mamá?
—No, querida. Nunca lo harán.
—Pero yo intento ser como ellas…
—Tú eres más bella, más maravillosa que todas esas niñas salvajes juntas. Tú eres el regalo más precioso de mi vida. Estoy tan orgullosa de ti, y tu padre también lo habría estado. Pero… —Los dedos de Antonia hicieron una pausa; parecía buscar las palabras adecuadas—. Cuando la Comunidad te observa, todo lo que ven es a él. Y él no fue uno de nosotros.
—Uno de vosotros, querrás decir —musitó Clarissa.
—Uno de nosotros. Mitad de tu sangre es mi sangre, la sangre de la Comunidad. Esa es tu herencia. Nadie puede negarlo.
Sentía el volado fruncido de la bata de su madre, fino y gastado, arrugado debajo de su mejilla. Se secó otra lágrima.
—Quédate sola si debes hacerlo, mantente distante —murmuró Antonia acariciando el oscuro cabello de su hija—. Algún día crecerás y serás una mujer espléndida y joven, y encontrarás un hombre que te amará por quien realmente eres, como me sucedió a mí. Pero sabes, querida mía, no importa lo que el futuro nos depare, siempre tendrás un lugar aquí, con la Comunidad.
Ella sabía quién quería que la amara. Sabía quién quería que la rescatara, que pronunciara su nombre y riera con ella, y que la defendiera del mundo con su simpática y encantadora sonrisa.
Christoff. El niño dorado, el adorable Christoff con sus manos elocuentes y sus adormecidos ojos verdes que parecían llenar su alma cada vez que tenía la oportunidad de verlo. Que no era a menudo, debía admitirlo. Ningún muchacho del
Condado podía compararse con él. Eso era lo que pensaba Clarissa. Y eso es lo que Melanie, Liza y todas las demás pensaban también. Clarissa lo sabía porque aunque sólo tenía doce años y por sus venas no corría la sangre pura de la Comunidad, sí poseía una sola e ingeniosa habilidad: la cautela.
Era muy buena en eso. O, mejor dicho, lo había sido. Hasta esa tarde.
Yacía despierta en su lecho mientras contaba las estrellas a través de la ventana y contemplaba el brillo de las constelaciones de Cefeo y Casiopea en los cielos. Amaba la noche. Era el momento de soñar, de imaginar lo que podría suceder. Esa noche, el ruiseñor cantaba en su nido ubicado en el laurel del jardín, afligido, con notas melancólicas que perduraban un largo instante para luego gorgojear con rapidez, como agua sobre el lecho de un río. La cortina a cuadros de algodón enmarcaba las copas de los árboles que se encontraban hacia el este de la huerta. La cabaña había sido construida por su abuelo junto a los antiguos y grandes árboles de manzanas romanas. Cada primavera, el aire olía como el paraíso.
Sin embargo, era verano, no primavera, y Clarissa se sentía encerrada en su camisón de lanilla y su gorro. Se quitó las mantas pero no ayudó; Cefeo todavía brillaba y el pequeño pájaro todavía cantaba. Clarissa se sentó y fue hacia la ventana. Una fresca brisa rozó su cuello, tentándola.
Cuando giró la cabeza, pudo oír la respiración de su madre desde la otra habitación, lenta y constante. En general, Antonia dormía profundamente debido a la medicina, o a su enfermedad, o a ambas.
Clarissa se cambió con rapidez, buscó su vestido más oscuro y se quitó el molesto gorro. La ventana ya estaba abierta; trepó con gran familiaridad, descalza, y descendió con suavidad sobre el césped que yacía debajo.
El ruiseñor dejó de cantar y Clarissa no se movió, esperando, escuchando igual que el pajarillo. Pero después de un minuto su canción se oyó nuevamente. Clarissa tomó la falda con sus manos y se perdió en la noche.
Libertad. La estremecía; corría en línea recta hacia el centro del huerto; manzanas, cerezas y peras reflejaban la luz de la luna en los árboles. Si corría a toda velocidad sentía como si pudiese volar. Dio algunos brincos, preguntándose qué sentiría si pudiese mantener sus pies despegados del suelo. La trenza le golpeaba la espalda con cada salto.
No había nadie que la juzgara en ese momento, nadie que se burlara de ella, nadie que la persiguiera. Allí fuera, en el campo abierto, era única y especial y más fuerte que cualquier integrante de la Comunidad. Era una princesa, una reina, y todos los demás la envidiaban porque era la más poderosa. Y Christoff…
***
Él la amaba. La adoraba. Volaban juntos, solos los dos, a través de la tierra.
Por momentos, la carrera se volvía trote, y luego caminata. El césped debajo de sus pies era de terciopelo; la tierra, suave como la arcilla. La brisa murmuraba entre los antiguos árboles. Clarissa encontró una pera y la arrancó de la rama.
Acercó la piel hacia su nariz, inhalando la calidez y madurez del verano.
Su labio ardió con el jugo. Sin embargo, ni eso podía estropear el momento iluminado por la luna. Comió la pera y toleró el dolor de tener que arrojar el carozo entre las hojas caídas cuando la terminó.
Desde la cima de Blackstone Hill pudo observar cómo asomaba Venus. Tenía un escondite secreto allí, una pequeña depresión detrás del helecho y la maleza que también utilizaban los venados. Había esperado con impaciencia pero no había visto venados en la colina desde junio. Esa noche, todavía vacío, era sólo para ella.
Clarissa halló su lugar, se acurrucó, las rodillas le tocaban el pecho. El brazo era como una almohada donde apoyaba su mejilla. Desde allí podía observar casi todo el valle, los oscuros bosques, el cielo salpicado de estrellas. La luna pendía redonda y perfecta sobre su cabeza; tendida sobre la espalda, la miraba adormecida, buscando los rostros conocidos en sus sombras, el hombre en la luna… que le sonreía.
Estaba soñando. Soñaba con la brisa, pero ya se había transformado en viento ahora, una apresurada y profunda presión contra el cielo. La esencia del humo, y luego la risa, rápida y silenciosa. Oyó que alguien le hablaba. Era Christoff que decía aquellas cosas maravillosas en su cuello, sus labios…
Clarissa abrió sus ojos. La luna había desaparecido y también su sueño. Rodó para poder sentarse. Suspiró y se quitó el musgo que había quedado en su manga. Y luego, claro como el día, Christoff habló una vez más.
—Pero no puedo quedarme más tiempo.
Clarissa se sacudió en su lugar, parpadeando.
—Ay, no, no tan deprisa —dijo una nueva voz, intentado persuadirlo—. Todavía tenemos algunas horas más, cariño.
Clarissa se encogió de hombros y se colocó las manos sobre la boca. ¡Melanie! ¡Christoff y Melanie, aquí en Blackstone Hill! En la oscuridad. No estaba sola.
Gracias a Dios, estaba ubicada a favor del viento.
—Quizás tú tienes algunas horas más —dijo Christoff, entretenido—. Me esperan al amanecer. Otro de los pequeños desayunos familiares de mi padre.
Más allá de los arbustos, eran una pareja iluminada por la luz de las estrellas, entrelazados sobre el césped y lo que quedaba de sus ropas. El cabello de Melanie estaba esparcido por debajo de ella; una bella mata rojiza y dorada caía sobre su piel. Y Christoff, más bronceado que ella, recostado y sin camisa, jugaba con un mechón de cabello, llevándolo hacia los senos desnudos de Melanie y alejándolo de ellos. A pesar de sus palabras, no parecía que tuviera demasiada prisa por irse. Clarissa cerró los ojos y dejó caer su rostro entre sus manos. Una rama se enredó en su trenza, tirando con fuerza de su nuca.