El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Eso sería interesante. Su tono de voz era tranquilo, su cuerpo, deliberadamente relajado.

—Ciertamente. Oí que hay una recompensa también.

—Alrededor de sesenta libras esterlinas, por ahora.

—Espléndido. Compraré una nueva peluca.

—¿Es por eso por lo que lo haces, Clarissa? ¿Por el dinero o por la emoción que provoca?

Ahora ella le sonrió, su labio se elevó y dibujó una sensual curva rosácea.

—Me temo que estás totalmente equivocado. Clarissa Hawthorne está muerta. De hecho, tengo una copia de su obituario. Fue muy triste.

Kit bajó la mirada. A pesar de que Rué intentaba demostrar calma, respiraba aceleradamente. Por encima del lazo la enagua, un dulce y atractivo rubor comenzó a entibiar su tersa piel blanca.

Tenía un adorno donde se ataba el lazo, un detalle de satén turquesa ubicado justo entre los senos. La enagua, sujeta por el corsé, era tan fina que Kit podía ver a través de ella el oscuro indicio de sus pezones tensos contra la tela…

Kit, con la espada contra el pecho, sintió que la oscura criatura dentro de él se despertaba una vez más, ansiosa por ese momento, ansiosa por ella.

—Clarissa…

—Todo lo que tengo que hacer es gritar —murmuró, puro veneno y fuego—. Tendré tres buenas almas aquí en un santiamén dispuestas a defender mi honor. ¿Qué harás entonces, Kit Langford?

—Exactamente esto —dijo y se convirtió; entonces la espada atravesó su camisa y el aire vacío.

La puerta principal se cerró con fuerza. Maldito, maldito, ay, Dios… Había dejado que su temperamento y su miedo se apoderaran de ella… Había intentado razonar con él, negociar.

Kit sabía dónde vivía.

Rué miró alrededor de la habitación, su cama desordenada, la mesilla de noche de palisandro y el pequeño aguafuerte renacentista de una niña pastora que colgaba de la pared. La espada era un peso muerto en su mano.

La arrojó sobre la cama. Bajó las escaleras deprisa y se convirtió en la puerta para perseguirlo por el cielo.

Las palomas estallaron de pánico. Remontó vuelo junto con ellas, a través de ellas y más allá de ellas, mientras chillaban y volaban del poste. Jassamine Lañe se transformó en un sendero con casas de juguete, gente en miniatura que en ningún momento levantó la vista. El día comenzaba a brillar con el amanecer y Kit estaba visiblemente delante de ella; la habilidad y la gracia humeante que había admirado durante años cuando era una niña rozaban el bajo vientre de las nubes.

Kit se movía con rapidez. Ella también.

Y de pronto, él desapareció. Rué encontró la espiral de vapor que le indicaba que Kit había ascendido aún más, a través de las nubes y entonces ella hizo lo mismo; perforó las densas capas, se mezcló con la helada y sucia bruma, se elevó más y más…

Ella era libre en el límpido cielo azul, aire liviano, y él también estaba allí, todavía era humo… Luego se convirtió una vez más y se transformó en un drakon.

Un débil resplandor de escamas color esmeralda y azul; Kit se volvió para mirarla sólo una vez, casi cegado por la luz del sol, hizo un giro fluido sobre la tierra. Las alas de Kit eran de un color escarlata oscuro y lo mantenían en lo alto con un poderoso aleteo. Giró la cabeza en otra dirección y bajó en picado una vez más.

***

¿Era un desafío o un engaño? No tenía tiempo para decidir cuál de los dos podía ser. Sería aún más veloz de ese modo. No podría seguirlo y era demasiado tarde para dar un paso atrás; había demasiado en juego. Entonces, Rué hizo algo que no había hecho nunca en su vida delante de ningún miembro de la Comunidad —y que apenas se animaba a hacer en el cielo, completamente sola— y se convirtió en drakon también.

¡Ah! Sintió que su primera respiración fue como si inhalara nieve, ferozmente helada, que le enviaba luz y energía a todo su ser. Por un instante, intentó recobrar el aliento; se heló en el lugar donde se encontraba. Luego volvió a sentir su ser; tenía forma. Levantó la cabeza e inhaló por segunda vez, mientras circunscribía el firmamento, una criatura fantasmal que se combinaba con el sol y aquellas nubes puras: su cuerpo blanco como la perla, escamas con borde de oro.

Los drakones eran más lisos y brillantes que los retratos que habían sobrevivido en tapices medievales y en los textos: no tenían abdómenes voluminosos ni se movían pesadamente; pero sí poseían esa llama viviente, y la velocidad y las alas doradas que dominaban el viento. No era extraño que los Otros los hubiesen considerado tan torpes en sus fábulas; en la vida real, su brillo era casi incomprensible, esquirlas del cielo, tan fatales y gloriosos como una ovación de flechas envueltas en llamas.

Y Christoff, el más poderoso de ellos, estaba todavía lejos.

Rué se estiró para poder seguirlo. Con las alas desplegadas, iba hacia arriba para luego descender en un largo aleteo raso que desgarraba los picos de las nubes formando remolinos rayados.

Lo estaba alcanzando. Kit la miró de nuevo y dio un giro inteligente y retorcido frente a ella. Luego, ascendió más y más.

Ella ascendió con él.

El aire era cada vez más escaso. Nunca había estado en esas alturas, pero él no se detuvo. El azul que los rodeaba fue tornándose más oscuro, casi índigo, y la manta de nubes debajo de ellos se suavizaba en una inmensa curva de marfil. Era cada vez más difícil poder respirar. Al fin, él también comenzó a disminuir la velocidad, las alas color escarlata se agitaban con menos velocidad; sin la atmósfera que los soportara, volar era cada vez más difícil. Sin embargo, ella se acercaba más, tenía menos peso que él, estaba más desesperada, casi allí… y de golpe, Kit se volvió para enfrentarla de un modo tan abrupto que ella no pudo detenerse a tiempo. Mientras intentaba cambiar el rumbo, Kit brincó hacia delante y la cogió de la garganta mientras plegaba las alas. Juntos giraron en espiral y cayeron como piedras en dirección a la tierra.

Ella se arqueó hacia atrás para no darle ventaja. La tomaba con firmeza, muy fuerte, y no la soltaba. Rué vio nubes y cielo e incluso el pinchazo débil de las estrellas; ella desplegó las alas y volcaron hacia un costado, pero Christoff se volvió, la aferró contra su cuerpo y con su peso, llevó las alas de Rué por detrás de la espalda de ella.

El viento la desgarró. Las nubes pasaban como una horrible masa. Ella intentó convertirse pero no pudo, estaban muy alto, descendían demasiado rápido y el aliento de Kit era caliente en su cuello y su cuerpo era una espiral inflexible alrededor de ella. Kit intentaba matarlos, a ambos; si ella no lograba convertirse y no podía volar, se encontrarían con la muerte como dos cometas…

***

Sir George permaneció con los hombros caídos y las manos en los bolsillos mientras contemplaba la simetría de las losas del suelo. Los hombres caminaban a su alrededor, con pasos que resonaban en la alta y vacía habitación. El tenebroso depósito estaba sucio; era poco confortable para su gusto. El aire llevaba el inconfundible hedor a lana de oveja mezclada con roedores y fango del río.

El marqués y su prisionera se retrasaban. Ya había amanecido y la mayoría de la gente que caminaba por las calles que rodeaban ese edificio eran aguateros y mercaderes.

George hizo una mueca con el labio y raspó el taco de su bota ociosamente contra el suelo. Christoff había fracasado. Era casi imposible que cumpliera lo que había prometido, que la buscara por toda la ciudad con el simple recuerdo de su aroma, que la capturara sin ayuda… incluso para él…

Sentía lo mismo que los demás; todos esperaban en sus lugares. Sobre ellos comenzó a arder la inconfundible presencia de los drakones. Todos miraron hacia el cielo, conmocionados.

—Dios Santo —exclamó George—. Aquí vienen.

Se golpearon contra las nubes; una súbita bofeteada gris en la piel de Rué; luego, se liberaron de ellas también y comenzaron a caer en picado hacia la línea del horizonte londinense, momentos antes de acabar contra el enorme planeta tierra.

La serpiente plateada y cristalina del Támesis. Barcos. Muelles. Gran cantidad de edificios que se aproximaban hacia ellos.

Kit abrió las alas. Las estiró, las bajó lentamente, pero antes de que Rué pudiera reaccionar, chocaron contra un enorme tejado —y fue doloroso, su espalda y sus hombros se estremecían del dolor; las tejas de madera volaban a su alrededor— y luego, contra el suelo, donde aterrizaron y rodaron con un duro golpe, todavía juntos, para colisionar contra una pared que tembló, pero no llegó a derrumbarse.

Rué yacía allí, conmocionada. No podía moverse. Las estrellas que veía a través de sus ojos brillaban en azul y púrpura. Apenas sintió cuando Christoff giró. Apenas sintió cuando él volvió a cogerla por la garganta —con más delicadeza esta vez— y la arrastró a través del suelo abierto, a través de una puerta, a un lugar más pequeño y menos iluminado que el anterior. La recostó allí con cuidado sobre su espalda.

Rué tragó saliva. Parpadeó para aclarar su visión. Luego Christoff se transformó en hombre otra vez, hermosamente desnudo, en cuclillas delante de ella con sus dedos sobre la brillante melena de seda que cubría el cuello de Rué.

—Clarissa —dijo.

Sacudió la cabeza, se puso de pie de un salto y Kit retrocedió sólo un paso, mirándola, con el rostro inescrutable.

Rué se convirtió en humo. Pero la puerta por la cual él la había arrastrado estaba ahora cerrada, lisa y sin picaporte, sin la más mínima abertura por la que pudiera deslizarse. La habitación era de ladrillo y cemento y no tenía ventanas. El suelo de granito no tenía grietas.

Estaba atrapada.

Rué tomó su forma humana, se fundió en una esquina con su cabello desordenado sobre su cuerpo y las manos abiertas apoyadas contra la pared. Christoff Langford vio cómo sucedía, sin hacer ningún movimiento hacia ella, permaneció erguido y solo en medio del suelo árido. Había una única vela encendida en un soporte junto a la puerta.

—¿De verdad creías que fuiste la primera en escapar a la ciudad? —Preguntó con seriedad mientras levantaba uno de sus brazos—. Mira. Mi padre construyó este lugar especialmente para nuestra raza.

Lo miraba fijo mientras trataba de recobrar el aliento. Después, llevó una mano a su cuello y presionó donde sentía dolor. Cuando la quitó, la palma de la mano tenía sangre.

La voz de Rué era áspera.

—¿Qué has hecho?

—Es una celda. Lo siento. —Miró en otra dirección, finalmente, con las pestañas casi cerradas. La luz de la vela fundió su boca en una línea finamente cincelada—. De algún modo tenía que traerte hasta aquí.

Parecía no comprenderlo: la habitación sellada, las negras sombras, la llama solitaria. El marqués de Langford, con su remota serenidad y sus verdes ojos encapuchados, sin pudor humano, sin vergüenza. Él era un drakon y Rué se dio cuenta de que nunca antes lo había visto tan claro en nadie hasta ese momento: no era mortal, no era débil sino algo antiguo y formidable; apenas amarrado a la fuerza y la gracia del cuerpo de un hombre desnudo.

Un tono colorado cubría su bíceps izquierdo y oscurecía la musculosa curva. Una herida. Ella había hecho eso con su espada, de por vida.

—Clarissa Hawthorne —dijo formalmente, inmóvil—. Por la ley de la Comunidad, quedas bajo mi custodia. ¿Te rindes ante mí y te sometes a la voluntad del concejo?

Palabras de rigor y el comienzo del final. Ella las reconoció como lo habría hecho cualquier niño de Darkfrith, palabras sagradas, transmitidas en un murmullo, terribles palabras para los criminales, para aquellos pocos temerarios que intentaban buscar la libertad. El marqués las pronunció con suavidad, casi con ternura, pero cuando levantó la vista para mirarla, ella vio la dura determinación en la mirada de Kit.

—Quedas bajo mi custodia —dijo una vez más—. ¿Te rindes ante mí?

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