El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Existía sólo una piedra que no estaba incrustada en los muros. La guardaban en una bóveda, abandonada allí desde los comienzos cuando la primera camada de drakones huyó de aquellas tierras. Ninguno de los Zaharen podía tocarla, aunque todos conocían su poder. Cantaba incluso desde las profundidades del castillo.

Este diamante se conocía como Drautnr. Demasiado poderoso para ser destruido; demasiado peligroso para mirarlo porque mirarlo significaba sufrir por él… Era el único fragmento conocido sobre la faz de la tierra con el potencial de eclipsar a toda la familia.

Los Zaharen eran, sobre todas las cosas, estrategas. Sabían que el secreto de ese diamante era el secreto de su destrucción. Estaba incluso prohibido nombrarlo.

***

Por lo general, las grandes riquezas inspiran grandes resentimientos y los Zaharen se encontraban entre las familias más ricas del mundo civilizado. Se creía que sus tesoros se equiparaban con los de Roma y que el papa sintió tanta envidia en la única visita que hizo al castillo que no se fue sin llevarse un puñado de helados e inmaculados diamantes entregados por la doncella más joven de la familia.

Se trataba de una princesa, encantadora, brutalmente protegida. Era considerada la piedra preciosa viviente de la montaña; se recitaban poemas en su nombre, las flores crecían a sus pies. Los valientes hombres mortales ansiaban que pasara el invierno para poder vislumbrarla; cuando el papa la tocó con Su mano desnuda aquella mañana, haciendo una reverencia sobre su montura, se dice que lloró de alegría.

Comprometida desde su nacimiento, al cumplir los quince años debía casarse con un primo aristócrata. Pero en la noche de su boda fue raptada del castillo. La llevaron debajo de las laderas y con ella, el único objeto del mundo que podía evitar que escapara de su secuestrador, que su familia no pudiera buscarla: Draumr.

Los Zaharen cayeron en la ruina.

La pérdida de la princesa fue un golpe amargo; el no haber podido recuperarla, fue aún peor. El hombre que se la había llevado se había casado con ella. Tuvieron hijos. La sangre estaba contaminada.

Sin embargo, cuando los Zaharen intentaron recuperarla, asesinar al mortal que se había animado a desafiarlos, se desvanecieron por completo, uno por uno.

Ninguno de los Otros pudo comprender cómo sucedió.

Aquel hombre no era nadie. Era un campesino, un labrador. Pero tenía a la princesa y tenía el Draumr y era todo lo que necesitaba. Contra caballeros y asesinos, contra temibles bestias, el campesino comenzó a destruir a la familia más poderosa conocida sobre la faz de la tierra.

Sin las órdenes de los drakones líderes, las tropas se disolvieron en corrupción y desorden. Las ciudades prósperas comenzaron a quedar vacías, sin gente.

Los príncipes extranjeros comenzaron a sentir la debilidad; nuevas tropas invadieron el lugar. Las fronteras humanas comenzaron a acercarse más y más a Zaharen Yce. Para cuando la familia se dio cuenta de que no podía defender más el castillo ni sus vidas, sólo quedaban alrededor de una decena de ellos.

Y por debajo de las laderas de la montaña, los hijos con sangre mezclada estaban estupefactos bajo el hechizo del diamante de ensueño.

Fue la princesa quien finalmente rompió el hechizo. Fue la princesa quien se dio cuenta de que su vida valía menos que la de su raza, la de sus hijos y, entonces, una noche clavó una daga en el corazón del campesino y tomó el diamante que la había esclavizado del cuerpo de él.

Durante años, el Draumr cantó dentro de su mente como una sinfonía. Le había prometido el paraíso, dulces sueños por siempre, y a pesar de su decisión, no pudo destruirlo. En cambio, avanzó a rastras lejos, bien lejos y con el diamante en su puño, se internó en las húmedas entrañas de la tierra.

Los Montes Cárpatos estaban inundados de minas. Cobre, oro, hierro; sus túneles serpenteaban entre lechos de rocas y tierra.

Escogió el más profundo de los pozos. Se aseguró de que nadie pudiera encontrarlo.

***

Ni ella ni nadie se dio cuenta de que las verdaderas raíces de los drakones habían sido divididas siglos antes, cuando los primeros integrantes de su pueblo abandonaron el castillo. Ella no supo que cuando saboreó el último y pausado aliento, que cuando cerró los ojos y dio ese lento e inclinado paso hacia delante, hacia una oscuridad total, fue un simple pasaje en la canción de su raza, no la nota final.

Porque aunque los Zaharen habían sido pocos y habían crecido con la sangre mezclada; la otra mitad de los drakones estaban en verdes tierras y a océanos de distancia: floreciendo, secreta y salvajemente.

Y su historia acababa de empezar.

Capítulo 1

CHASEN MANOR

Darkfrith, Inglaterra

El honorable Christoff Rene Ellery Langford, conde de Chasen, estaba aburrido.

Para demostrarlo, había decidido sentarse de forma desgarbada en la silla, con las piernas extendidas y su cabeza rubia cayendo ociosamente en dirección opuesta a todos los que estaban en el estudio de su padre. Una de sus mejillas, bronceada por el sol, estaba lánguidamente apoyada sobre su puño; sus ojos verdes, enmascarados por sus pestañas marrones. Mientras escuchaba hablar a su padre, mantenía esa actitud arrogante y pensativa tan común en los jóvenes o en los poderosos.

Kit, como era de suponer, era ambas cosas. Tenía dieciséis años y como era el único heredero de la Comunidad padecía estas reuniones como una obligación. No hablaba. No se preocupaba de mirar a los ojos a ninguno de los hombres presentes. Cuando levantaba la mirada de sus botas era para contemplar las vistas desde la ventana estilo Tudor: los exuberantes montes veraniegos y los oscuros y frondosos árboles. Los atrayentes bosques.

Siempre que se reunía el concejo oía la misma discusión. Podía casi predecir, palabra por palabra, quién diría qué cosa.

—La seguridad de la Comunidad es lo más importante. Debemos asegurar nuestra supervivencia —dijo Parrish Grady una vez más.

El hombre nunca se daba por vencido. Era el miembro más antiguo del concejo; tenía ojos azules y dientes afilados. Kit había comenzado a considerarlo como su castigo personal; era la única razón por la que esas reuniones se extendían durante horas.

Fuera, en una colina lejana, apareció un grupo de niñas. De la edad de Kit, con faldas blancas, delantales decorados y sombreros de paja con lazos que flotaban en el viento. Algunas llevaban ramos de flores. Kit las observaba mientras se acercaban.

—Naturalmente, Parrish, nuestra supervivencia es vital —afirmó el padre de Kit, el marqués—. Nadie discute eso.

—¡Necesitamos una mujer de sangre pura!

—Yo diría que hemos intentado todo en ese aspecto —replicó Rufus Booke, insolente y recién casado—. Aunque quizás desee revisar nuestros aposentos todas las noches.

Kit rio resoplando. Sintió que la mirada de su padre se posaba en él y luego se retiraba.

—Sí, necesitamos una mujer —asintió el marqués de Langford—. Pero al parecer, no tenemos ninguna… aún. Hay algunas mujeres de la Comunidad a punto de renacer. Esperemos que alguna de ellas complete la Conversión.

—Esperemos —repitió Grady, con sarcasmo—. ¡Ya han pasado cuatro generaciones y ninguna mujer ha podido completar la Conversión! ¿Qué nos sucederá, a todos nosotros, cuando resulte imposible para los hombres también?

Un profundo silencio recibió esta pregunta. Era el gran miedo gestado hacía tiempo entre los miembros de la Comunidad, que perdieran los Dones. Que sus poderes se desvanecieran.

—No podemos forzar nuestro destino —dijo el marqués, con más dureza ahora—. Todos lo sabemos. Somos lo últimos. Nuestra preocupación más inmediata es el perímetro del bosque. Se han encontrado signos de disturbios recientes y no de nuestra parte. Hay extranjeros rondando nuestras tierras. Christoff dijo haber visto huellas de caballos en Hawkshead Point.

—¿En Hawkshead? ¡Pero si ni siquiera nos pertenece! ¿Qué diablos está haciendo el muchacho ahí? ¡Tenemos reglas! ¡Cruzó la frontera!

Una vez más, la mirada punzante característica de su padre. Kit se permitió hacer una mueca débil con los labios.

—Centrémonos en lo que nos concierne —dijo el marqués lentamente—. Hawkshead está cerca de nuestras fronteras. Si alguien se ha aventurado a ir tan lejos…

Las niñas se habían detenido en un apacible valle entre las colinas, aferrándose a sus sombreros mientras la brisa se tornaba más enérgica. La luz del sol mostraba suaves rizos dorados, pelirrojos y rojizos como la frutilla flotando en el aire. Cuatro niñas sonreían y parloteaban en el verde. Una de ellas soltó las flores y el viento de agosto las hizo volar en una brillante confusión.

Parrish Grady golpeó su puño sobre el brazo de su silla.

—El niño es demasiado salvaje, incluso para nuestra raza. Debemos ponerle límites. Usted lo sabe, milord.

Kit miró a las niñas con mayor interés; sus ojos se estrecharon.

—Gracias, Sr. Grady, pero asumo la responsabilidad de criar a mi hijo como yo quiera.

—Si debe ser un Alfa…

—No cabe duda —dijo entre dientes el marqués, poniéndose de pie—. Hará bien en entender esto ahora mismo.

El silencio cubrió una vez más el estudio. Uno de sus hombres tosió, nervioso, pero no dijo nada.

Fuera, las niñas de las flores estaban inmóviles. La niña de cabello rojizo volvió su rostro hacia la brisa y las otras tres hicieron lo mismo. Kit las reconoció en ese instante: Fanny y Suzanne, hijas del herrero; Liza, del molino, y Melanie, la líder. Melanie, con mejillas como manzanas y labios como suaves pétalos. Kít se movió en su silla y se inclinó sobre su codo para ver lo que ellas veían.

Cielo, plantas, bosque… y una sombra en los árboles.

Otra niña.

—Está el asunto de los mensajeros —dijo voluntariosamente una nueva voz, George Winston.

—Sí, los mensajeros —repetía el murmullo en la habitación, mientras el marqués tomaba asiento una vez más.

La niña del bosque se dio cuenta de que la habían descubierto. Permaneció paralizada, más pequeña que las otras cuatro, aprisionada contra el tronco del árbol. Kit sólo pudo divisar una pálida mano contra la corteza, los dedos extendidos. Él tampoco pudo verle el rostro.

Muy, muy despacio, comenzó a retroceder.

Melanie se había vuelto para mirar a las demás niñas. Estaba hablando. Se estaba quitando el sombrero.

—…es como dije. No podemos arriesgarnos a tener más incidentes con extranjeros. Fuimos muy afortunados al poder capturar al muchacho de los Willam antes de que hubiera ido demasiado lejos, pero la próxima vez puede ser que él, o algún otro tonto joven impulsivo, logre esquivarnos. Me da miedo el sólo pensar qué hubiera sucedido de haber logrado cruzar el Condado. Necesito hablar con sus padres otra vez. Y luego con los guardabosques, creo…

La niña del bosque se las había ingeniado para dar un paso. Quizás pensó que las otras niñas estaban disimulando; Kit, sin embargo, conocía a Melanie más que a nadie. Con enorme cuidado, la niña retrocedió un paso más y entonces Kit pudo ver su perfil. Era esa muchacha, la escuálida niña que siempre huía de las multitudes y espiaba desde las sombras… ¿Cuál era su nombre? Frunció el ceño mientras buscaba en su mente e intentaba ubicarla en las intrincadas ramas del árbol genealógico de las familias de la Comunidad. La había visto la mayoría de las veces cerca de la aldea, con cabello castaño, piel blanca. Tímida. Como un ratoncito incluso, si esa palabra podía aplicarse a cualquier miembro de sus descendientes.

El grupo de Melanie comenzó a caminar hacia ella y el ratoncito del bosque se inmovilizó una vez más, luego se volvió, nerviosa. Siguió retrocediendo. Era todo lo que necesitaba Melanie.

Las cuatro niñas comenzaron a correr a toda velocidad.

Kit se incorporó en la silla, olvidándose de la reunión de su padre. Cuatro contra una no era demasiado justo, en especial porque la presa era mucho más joven que las cazadoras. El ratoncito desapareció de su vista, seguida con rapidez por las demás. Kit sólo vislumbró delantales que relampagueaban entre los árboles y luego, nada.

La calma retornó al bosque, intacta, silenciosa como la nieve de invierno.

Kit descruzó los tobillos mientras pensaba. Ahora que lo meditaba, últimamente había visto con demasiada frecuencia al pequeño ratoncito. Siempre tranquila, siempre sola.

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