El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Aún esperaba. La había observado de esta manera infinidad de veces con anterioridad, sabía cómo mantenerse despierto en las horas frías adormecedoras. Curvaba los dedos de los pies dentro de las botas, uno a uno, sentía el roce del cuero contra las uñas. Hacía caras, se ponía bizco, abría la mandíbula, arrugaba la frente. Hacía sonar el cuello y luego los nudillos, dos, tres, cuatro, cinco, estirando los brazos hacia afuera.

El hedor del moho era una presión creciente detrás de sus ojos. Zane parpadeaba para aclarar la imagen borrosa de su visión y miraba fijamente las ventanas negras de la mansión. Nada se movía. Había estado allí durante dos horas y el patio de la caballeriza y el jardín de la cocina permanecían tan inertes como la casa.

Bastante bien.

Salió con lentitud de la caballeriza, bordeó el patio hasta la cerca y luego los árboles, deslizándose por el costado angosto de la casa hacia el frente, donde una vez más se detuvo, alerta, ante cualquier tipo de tránsito que pudiera pasar.

La calle estaba vacía. Un lugar con columnas blancas tres puertas más allá tenía luz en el segundo piso, pero eso era todo. Todos los demás hogares tenían las ventanas bien cerradas.

Según la experiencia de Zane, había sólo dos clases de personas: las que se iban de juerga toda la noche como gatos desenfrenados y los que se echaban en sus camas temprano como pequeñitos quisquillosos.

Apostaba que el marqués de Langford era del tipo de los gatos. Tenía ese brillo animal en los ojos.

El mismo Zane no bebía ni dormía; estaba completamente sobrio y despierto. Se apresuró hacia la ventana de la sala de Langford y presionó la palma de su mano sobre el punto débil del marco.

Nada.

Presionó con más fuerza mientras miraba a su alrededor y luego arriesgó un salto rápido para ver si podía descubrir qué andaba mal. Saltó dos veces antes de verlo, un palo de madera hacía presión contra la cerradura.

Maldijo en voz baja al descender. Nunca debió haberle contado a ella cómo se las había arreglado antes. Le había aclarado que no quería saber de él hasta que ella le buscase, pero las cosas estaban graves. Tenía que hablarle, y lejos de ese maldito marqués que se cernía sobre ella como un maldito guardia cuidando las malditas Joyas de la Corona.

Se había retirado al costado de la casa, pero ya sabía que las otras ventanas estaban bien cerradas. Ya las había probado todas con anterioridad. Se pasó una mano por los labios y pensó qué hacer.

La neblina vagaba muy gris por encima de él. La luna lo miraba con ferocidad.

Zane volvió a caminar hacia la puerta de la cocina y sacudió el picaporte. Metal lustrado, bastante nuevo, un ojo de cerradura hermético; sacó las herramientas de su bolsillo. Era mejor que romper una ventana, pero no mucho mejor. Había estado así de expuesto por largos minutos, con la luna que cubría de escarcha su sombra por los pasos del porche y la luz plateada sobre toda su espalda. Cualquiera que mirara por la ventana podría verlo. Grosvenor Square no era como Cheapside, o St. Giles. Allí, la guardia nocturna vendría con rapidez al primer grito.

A pesar del frío, comenzó a sudar. A Clem el Sucio lo atraparon de esa manera, al irrumpir en una casa en Mayfair. Pensaba que era el mejor maldito ladrón, solía presumir de sus dedos y sus oportunidades —nunca serás bueno, maldito pilluelo— y ahora se pudría en Lud Gate y Zane, su antiguo discípulo, era el que tenía las oportunidades. A diferencia de Clem, iba a hacer uso de ellas otra vez, de cualquier modo. No con la gangrena devorándole los dedos…

Ya está. La cerradura se soltó. La puerta se abrió de un suspiro. Entró, la cerró con rapidez detrás de sí con ambas manos.

Sacó el cuchillo del cinturón. La cocina estaba muy, muy fría.

Ahora sabía qué camino tomar, por la sala lateral, la escalera principal, se detenía al más mínimo crujido… una tabla del suelo… un lejano ruido seco de madera… ¿el ático?… contenía la respiración para lograr un silencio total.

Sin embargo, la alcoba del marqués estaba vacía. Y así lo estaban las demás, incluso la que tenía las cosas de ella. Reconoció de inmediato la maleta con tiras de color durazno y azul, la corta hilera de botas de hombre y zapatos de mujer, todos del talle de ella, formaban una línea ordenada en el interior del armario.

La casa estaba desierta. Había tenido razón acerca de Langford. Gato.

Zane volvió a la alcoba de ella, pasó una mano sobre el cobertor de la cama, levantó una almohada y la llevó hacia el rostro. Olía a ella, casi de manera imperceptible. Había vuelto.

Echó un vistazo a la habitación y eligió la chaise longue que estaba atrás en un rincón, con almohadones cubiertos en un satén brillante y grueso que lo hacían resbalar. No era muy cómodo, lo cual era bueno. Apoyó la cabeza sobre el relleno y observó la vista de la ventana hasta que la luz de la luna comenzó a arder. Sus párpados se cerraron.

***

Dejaron la mascarada de la misma manera en que habían llegado, escabullándose entre las sombras. Rué con los pies en medias y una mano que sujetaba su corsé desgarrado; Christoff se preocupaba sólo por su camisa y sus calzones, todo lo demás estaba abultado en sus brazos.

Habían salido por la ventana de la biblioteca. Él ni siquiera se lo consultó; sólo abrió bien la ventana y arrojó el traje y los zapatos de los dos a la gravilla que estaba debajo con un sonido hueco crujiente que hizo eco de manera alarmante. Dado que ella permanecía detrás del biombo, volvió a cruzar por ella y la llevó hacia la ventana abierta sin palabras, sólo con un rápido beso ferviente que le envió una vibración a todos los dolores de su cuerpo.

Una línea de luz irrumpió por la entrada; las bisagras cedían al abrirse con la nueva corriente de aire. Alguien reía entre dientes, muy cerca.

Christoff se convirtió, se deslizó sobre el alféizar y bajó hasta el suelo, protegido por los setos de bojes en macetas que crecían entre la mansión Marlbroke y la que estaba a una acera de distancia. El humo tomó forma de hombre. Levantó su rostro hacia ella y esperó.

Rué colocó una mano sobre el alféizar. No deseaba convertirse. No deseaba perder el abrigo de su vestido, tan exiguo como fuese. Se sentía magullada, tímida y un poco aturdida. No obstante, la puerta de la biblioteca se abría más. Había un par de hombres detenidos justo del lado de afuera que hablaban sobre carreras de caballos.

Kit se convirtió otra vez, el humo se elevó para rodear su cuerpo, sus manos, sus brazos y su cabello. Nunca había sentido algo así, nunca había imaginado cómo sería tocar a otro drakon de esa manera. Estaba frío y deslumbrante; contuvo la respiración contra él.

Los hombres se volvieron más serios en su discusión. Sus sombras caían por el felpudo de la entrada.

—Ya voy —le murmuró a Kit y sacó sus piernas por el alféizar, dándose la vuelta con cuidado. Las alas de tela dorada quedaron atrapadas en la madera y perdió algunas de las cuentas color azabache. Las oyó rebotar por el suelo. Se deslizó hacia abajo hasta que los pies estuvieron apoyados contra la pared de piedra caliza y se mantenía sólo colgada de las manos. Se dejó llevar. No era lejos y Kit estaba allí para cogerla, para retenerla a la perfección contra su pecho.

—Demonios.—Se quejó él mientras la ponía de pie. Miró su estómago: un arañazo reciente fluía color carmesí por su piel y continuaba hacia las alas—. Esas cosas son una maldita amenaza.

—¡No te pedí que me sujetaras!

—Eres tan encantadora cuando eres irracional. Por supuesto que te voy a sujetar. —Deslizó una mano detrás de su nuca y la besó una vez más—. Es lo que hago.

Y pese a ella misma, se inclinó hacia él ofreciéndose con la garganta arqueada y el corazón como un tambor que golpeaba fuerte y cercano a su esternón. Kit dio un paso más cerca, respiró contra sus labios y extendió los dedos por su cabello.

—Clarissa Rué —murmuró haciendo de su nombre una súplica en voz baja—. Ven a casa conmigo. Vamos a casa.

Lo siguió por el borde de bojes porque cuando le hablaba de esa manera, Dios la ayude, perdía toda lógica y razón firme. Pensaba que podría seguirlo para siempre.

Sin embargo, los bojes se terminaron en el callejón y Kit aún no se había vestido. En lugar de hacerlo, se inclinó y empujó la chaqueta y los zapatos al otro lado de las ramas de la última maceta, luego, se quitó la camisa y los calzones e hizo lo mismo con ellos.

—Recogeremos todo mañana —la miró—. ¿Qué sucede?

No quería contarle la verdad, que se sentía como una extraña, que era tan hermoso, que el vestido era su último resguardo.

—Estás afiebrado y cojeas. ¿Te sientes bien?

—Teniendo en cuenta que en este momento sólo estoy a pasos de un baile alegremente encendido… Sí, muy bien.

—Tal vez sería mejor no volar. Tal vez deberíamos tomar un coche.

La cabeza de él se inclinó mientras la tomaba. Su cabello se desplazaba por su rostro mientras el viento silbaba por las alcantarillas de piedra y los adoquines del callejón.

—Ratoncita —dijo él, y sonrió—. Me quitas la respiración. Pero temo llamar a un coche ya que ahora tú podrías presentar una dificultad. Luces completamente encantadora, mi amor.

Sus mejillas comenzaron a arder. La sonrisa de él se oscureció; pasó un dedo por el borde desgarrado del corsé, arrastraba fuego con su tacto.

—Juro que me atrae bastante todo esto. Tendré que ver qué puedo hacer para que sigas luciendo así.

El viento cambió, muy frío contra el rostro de ella. Bajó la mirada y se convirtió dejando caer el vestido, el corsé y las medias. El los levantó con rapidez, los apretujó dentro de la maceta siguiente y desparramó hojas sobre las alas brillantes. Luego, se convirtió también y juntos ascendieron por el cielo brumoso.

Grosvenor Square estaba bastante cerca. Ella pensaba que irían allí, pero para su sorpresa, Christoff continuó subiendo, un velo transparente a través de la niebla más densa, prismado con la luz de la luna. Le siguió el rastro, curiosa, mientras él se abría paso por las capas de condensación y se convertía en dragón, alzándose en la noche.

Con seguridad su sombra podría ser visible desde abajo. Con seguridad la luna lo mostraba. Sin embargo, si lo sabía, no le importaba porque ya ni siquiera volaba en dirección recta sino en círculos. Bajaba y dibujaba círculos amplios y abiertos alrededor de ella, un rayo verde plateado e índigo, y ojos brillantes de color escarlata.

Ella vagó por un momento más entre la niebla, desplegándose con poco grosor con la luna blanca como un hueso arriba y la tierra echando chispas abajo, incontables llamas amarillas que provenían de las velas y los faroles suavizadas a través de la atmósfera. Kit la rodeó una vez más. De repente, se convirtió en un humo que daba vueltas a su alrededor y la llevaba hacia arriba; luego, se transformó en dragón y se elevó aún más en el cielo. Al final de la espiral, ella se convirtió y saltó detrás de él. Sus alas se sacudían, su mundo era una combinación encantada de luz cálida y fría, su cuerpo casi no tenía peso con el viento.

Tal vez podían verlos. Por alguna razón, no les importaba; ella sentía el regreso de esa libertad vertiginosa. Estaban tan alto, eran dos criaturas lejanas que pasaban por delante de la luna. Podrían ser pájaros, o nubes, o una imaginación fugaz. Nadie tenía por qué saberlo.

Se arqueó hacia ella como una espada viviente que cortaba el aire subiendo para volar junto a ella. Se acercó más y más. Después, se hundió bajo sus alas para rozar su mandíbula contra la de ella, una caricia rápida y dulce antes de interrumpir para bajar en picado y luego ascender, directamente arriba. Torció el cuello para volver a mirarlo pero él estaba demasiado cerca, por lo que giró hacia la izquierda, cerrando las alas para la zambullida. Christoff la imitó, armonizaba con ella movimiento por movimiento incluso cuando sinceraba más a su espalda. Ella utilizaba la velocidad para lanzarse hacia arriba con las alas completamente abiertas, cogiendo una ráfaga de viento que la hizo girar en una caída lenta; él estaba ahí con ella, una presencia por detrás, un peso. Sus garras encontraron sus hombros y caderas. La tomó con suavidad, tiró de ella hacia él. Por algunos minutos maravillosos, mientras el viento los acunaba, fueron una sola criatura, cuatro alas, dos colas, la cabeza de él junto a la de ella, sus mejillas se tocaban.

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