El ladrón de humo (Drákon #1) – Shana Abe

Fuera, los árboles estaban repletos de hojas; al menos habían limpiado las ventanas. Estaba saliendo de la biblioteca, a punto de terminar el recorrido por la casa de su niñez, cuando lo sintió por primera vez.

Una sensación de advertencia en el cuello, una sensación familiar. Humo. Nubes. Giró con cuidado hacia la ventana más cercana, apoyando una de sus manos en la cortina. Sus sentidos entraron en erupción.

Uno de ellos. Uno de la Comunidad, muy cerca. El fugitivo.

Permaneció en las sombras, esperando, buscando al hombre… Si pudiera capturarlo ese día, si pudiera capturarlo allí, tan pronto…

Pero no había ningún fugitivo, al menos en el frondoso y verde descampado. Sólo había una dama con sombrilla y su hijo enfermizo que pasaban lentamente junto a la casa.

—¡Ah, mamá! ¿No es grandioso?

El niño tiró de la mano de su madre con excitación, señalando, más allá de la muchedumbre, hacia el pedestal que sostenía el diamante de Langford; una tenue luz color púrpura entre almohadillas y cristal.

—Aquí estamos, muchachito. ¡Arriba!

El padre levantó al niño de las caderas, obteniendo como resultado miradas de descontento por parte de los visitantes del museo.

Pocas veces el Museo Stewart había tenido tanta cantidad de visitantes. La noticia sobre el diamante de Langford era suficiente para que todo Londres estuviese allí: había campesinos, criados y aristócratas; todos hombro con hombro, con la excitación de ver la piedra preciosa. Mucho se había escrito sobre el único diamante de color— ¡más grande que el cetro del rey! ¡más pesado que una bola de criquet!— pero ningún ser humano fuera de la familia Langford lo había visto realmente. Hasta ese momento.

El administrador del museo permanecía de pie junto al pedestal con una mirada de horror en el rostro; estrujaba las manos y le rogaba a la multitud que mantuviera una distancia prudencial.

Los guardias contratados para la ocasión fueron más eficientes y menos educados. Desenfundaron sus armas y sonreían de modo diabólico a cualquiera que los mirara a los ojos. Hasta un grupo de marineros prefirió alejarse de ellos. Rue contemplaba el desarrollo del espectáculo desde el amplio balcón acalorado del atrio; desde allí, podía observar hacia arriba una cúpula de vidrio de color y hacia abajo, un mar de cabezas oscilantes. El diamante de Langford provocaba un atractivo resplandor desde allí, pero nada más. Podría haber sido una buena imitación ya que nadie desde esas alturas se hubiera dado cuenta.

Excepto ella. Mantenía la respiración constante y las manos sobre la baranda que estaba delante de ella, pero el seductor diamante la atraía. Lo sentía en su sangre, en su pulso, como lo sentía toda la Comunidad. Conectarse con las piedras preciosas estaba en su naturaleza. Y ese diamante (noventa y ocho quilates, tallado con la forma de una lágrima, recitaba en su mente) había sido protegido por los drakones desde el comienzo de los tiempos. Incluso tenía un nombre: Herte. El corazón de la Comunidad.

Por eso, ellos estarían allí para contemplarlo. No se encontrarían demasiado lejos.

Era una trampa y una muy astuta. Sabía que vendrían por ella tarde o temprano; había deseado con fervor que fuera más tarde.

***

Pero Rue no estaba preparada aún.

Una gota de sudor se deslizó por su cuello y le provocó un cosquilleo al llegar al pañuelo de gasa del corsé. Hacía más calor allí arriba que en pleno julio.

—Maldición, no puedo ver nada —le murmuró a su compañero el hombre que la aprisionaba a su derecha—. Malditos turistas. Vayámonos de aquí.

Cuando se fueron, Rue se acercó unos centímetros más a la baranda. Sus pies estaban entre los postes esculpidos en madera, su falda de un verde mar tenía los aros del miriñaque aplastados formando un tren de seda detrás de ella. Desde la entrada principal llegaba una corriente de aire ascendente; cálida, pero compasiva. Inhaló profundamente, sintiendo que los rizos de su peluca se despegaban de su frente.

—Es magnífico —remarcó una señora que se detuvojunto a ella, abanicándose sin prisa—. Vale la pena pagar la entrada. Pero no existe mercado para un objeto como ese.

Rue movió la cabeza asintiendo, sin dejar de mirar la piedra. No se sorprendió al encontrar a Mim allí; había aprendido, en los últimos nueve años, que nada mostraba mejor el bajo mundo que una exhibición.

—Demasiado excepcional —dijo Mim con tranquilidad, también mirando hacia delante—. Un diamante violeta.

Incluso si se cortara de nuevo, llamaría la atención.

—Tienes razón.

—Y el museo está muy bien custodiado. Yo misma lo he constatado.

—Una vez más, estoy de acuerdo contigo.

El movimiento del abanico disminuyó.

—Y, por supuesto, está el tema del marqués. ¿Está aquí?

Los dedos de Rue se tensaron en la baranda; se vio obligada a dejar de mirarlo.

—Cielos, ¿cómo podría saberlo?

—Simplemente sigue con la mirada la fila de damas que se desmayan —sugirió Mim irónicamente—. Lo vi una vez en Drury Lane. Por primera vez, los rumores son ciertos. Su dorada melena de poeta parece azotada por el viento; tiene helados ojos verdes que te hacen vibrar por dentro. Te juro que cada vello de mi cuerpo se erizó cuando pasó a mi lado. Es magnífico.

—Y cruel —dijo Rue, antes de que pudiera detenerse.

—Ese era mi otro punto. No querrás poner nervioso a alguien que asesinó a tres hombres en duelos y envió a otros dos a la horca simplemente por intentar quitarle una moneda de su bolsillo.

—No —respondió Rué—. Realmente, no.

—El rostro más bello y el corazón más maléfico.

¿Quién dijo eso acerca de él, lo recuerdas? Lo tengo en la punta de la lengua… —el abanico hacía movimientos más pausados, luego se cerró—. ¡Ah! La Baronesa Von Zonnenburg, creo. Justo después de que él terminara con la relación que había entre ellos.

Rue no dijo nada. Finalmente, Min la miró.

—Me pregunto qué es lo que haces aquí, amiga mía.

—Admirando una bella piedra. Eso es todo.

—Bueno, querida, si decides hacer algo más que sólo admirarla, te sugiero que lo pienses dos veces. Nos vemos.

—Hasta luego.

Mim desapareció en la multitud con naturalidad.

Abajo, el pequeño niño y sus padres habían perdido la codiciada posición que tenían delante del diamante. Por un instante, la luz color lavanda afectó la vista de Rue, pero en un santiamén fue bloqueada por un nuevo espectador.

Rue llevó una mano hacia su rostro y se frotó los ojos para volver a ver sin ese destello de luz que le había afectado la visión, luego bajó el rostro nuevamente. Comenzó otra vez a escudriñar la gran cantidad de gente en busca de los miembros de su Comunidad.

***

Estaba allí.

Cristoff sintió la presencia del ladrón como una gran presión en el aire, la clara excitación de energía que se produce antes de que un rayo fragmente el cielo, un aparente calor que abarcaba todo y nada al mismo tiempo.

Había sentido la misma presión en la mansión cuatro días antes. La sensación era diferente a la que le producían el resto de los drakones que conocía, más fuerte, más refinada. El hombre debía tener poderes increíbles; Kit lo sabía desde el instante en que el fugitivo había entrado en el museo.

El problema era identificarlo.

Había diseminado a sus guardias por todo el edificio y deambulaban solos o de dos en dos. Estaban apretujados entre los espectadores, con los ojos abiertos de par en par y los sentidos alerta, escuchando, esperando. Todos sabían lo que estaba en juego. Con sus inexpertos instintos, también habían percibido el estremecimiento del ladrón.

Kit se desplazaba con menos esfuerzo a través de la gente, se detenía para saludar a aquellos que lo reconocían sin esconderse—. Era conocido en esos círculos y hubiera parecido un tonto de permanecer de incógnito. Dejo a los demás que caminaran sin rumbo y controlaran el lugar. George y Rufus y todo el concejo merodeaban por la planta baja. Kit también era el señuelo, al igual que el diamante. Y así como disfrutaba de la cacería, esperaba, con ansiedad, que su presa atacara en cualquier momento.

Esperaba con ansia la pelea.

Desde el rabillo de un ojo, Christoff vio de repente un destello de un guante blanco que provenía de arriba. Una señora estaba de pie en el balcón con una mano sobre su rostro, falda festoneada del color de la espuma del mar y una generosa cascada de lazos que caía de su manga. Pensó que podía caerse, vacilaba allí y Kit ya estaba dirigiéndose hacia las escaleras cuando se recuperó. La mano de la mujer se relajó a un costado.

Tenía un sombrero de ala ancha con una larga pluma que enmascaraba sus ojos y que se encorvaba rozándole la mejilla. Podía ver sus labios de un tono rosado oscuro contra la piel pálida, y su peluca, con ingeniosos rizos. Su rostro hacia el otro lado.

A diferencia del resto de la gente a su alrededor, no miraba el diamante. En cambio, estaba mirando las puertas del museo.

Christoff miró la entrada por encima de su hombro. Sir George estaba holgazaneando por allí; tenía un fino escudo bordado en la chaqueta y botones de bronce que le quedaban demasiado tirantes en la costura. Estaba jugando con un talonario de entradas en las manos, pero dejó de hacerlo en cuanto notó la mirada de Kit sobre él. Dio un paso adelante con una señal de duda en el rostro. Kit volvió a mirar a la mujer. Y ahora ella lo miraba a él.

Oscuros ojos líquidos, delicadas cejas negras, esas facciones, esos labios. La nívea curva de la pluma acariciando su mentón: Afrodita esculpida en alabastro y mármol negro.

Se miraron el uno al otro y, una vez más, Christoff sintió, extrañamente, esa excitación que lo traspasaba.

El aire se quebró entre ellos.

¡Por Dios! Era ella.

El fugitivo era una mujer.

Mientras lo pensaba, ella giró y se alejó de la baranda, sin prisa, pasando junto a un hombre y luego a otro; una graciosa figura en un verde mar que desaparecía de su vista.

Kit comenzó a dar empujones en medio de la multitud, su mente zumbaba. Una mujer, era una mujer, después de todo no era un ladrón porque una mujer no podía lograr la conversión, pero sí era un miembro de la Comunidad. Una mujer allí, en Londres. ¿Cómo diablos podría haber sucedido? ¿Cómo no se había enterado el concejo?

La gente le hablaba, le tocaba el hombro, pero los esquivaba y seguía adelante —con cortesía, con cortesía, no provoques una escena— mientras miraba detrás de sí a George, que intentaba seguirlo.

Las escaleras fueron más fáciles de atravesar; la mayoría de los espectadores estaban contra la baranda. Christoff se movió velozmente entre ellos, concentrándose en la energía de la mujer otra vez, buscándola, encontrándola.

Allí. Se dirigía al hueco de la escalera del personal, la angosta y cerrada puerta cerca del tapiz de Flemish que él mismo se había asegurado de que estuviese cerrada y atrancada antes del evento.

Personas boquiabiertas se conglomeraban entre ellos. La perdió; la encontró de nuevo.

En el espacio entre dos estandartes colorados la vio con la mano sobre el picaporte.

¡Maldición! Había demasiada gente allí arriba. Kit comenzó a empujar con más ímpetu para pasar entre la muchedumbre, manteniendo a la vista el penacho verde del sombrero.

—¡Caramba! Compañero…

—Ah, eres tú, Langford. Cuidado con el escalón…

—¡Bueno! ¡Qué hombre rudo! ¿Lo viste, Winifred? vino directamente encima de mí.

Había soltado el picaporte aún estaba cerrado, gracias a Dios— y caminaba de nuevo, en círculos, en busca de otra salida. No había otra; Kit había memorizando el lugar. No tenía escapatoria…

El último grupo de mujeres que se encontraba entre ellos se dispersó. Kit estaba detrás de la fugitiva, su sangre cantaba, su aliento pasaba entre sus dientes. Ella comenzó a caminar en dirección a él.

Christoff estiró el brazo y la cogió de la muñeca. ¡Ah! Sintió una descarga, una conexión instantánea entre ellos, y si le quedaba alguna duda, ésta se disipó en ese instante al sentir los delicados huesos de su muñeca en su mano y toda la fuerza y poder que emergían dentro de él.

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