Pánico – Jeff Abbott

–Haremos una visita a su padre, Thomas -propuso Evan.

–Éste es el mejor momento -dijo Pettigrew todavía con la boca llena.

–No hay que ponerlo sobre aviso entrando violentamente -dijo Pettigrew mientras aparcaba a un bloque de distancia de Libros Khan y colocaba un permiso de aparcamiento para residentes del distrito. Evan supuso que la policía británica se lo había dado a la CIA por cortesía profesional-. Sugiero que Evan vaya solo.

–¿Tú qué crees? – le preguntó Evan a Carrie.

–Khan puede huir -dijo Carrie-. Creo que debería estar preparada para seguirlo. – Señaló a la esquina de enfrente-. Puedo ponerme allí. Pettigrew, usted puede seguirlo de cerca si viene por este lado.

Pettigrew frunció el ceño.

–Deberíamos haber venido con un equipo de vigilancia. El Albañil no dijo nada de que esto se convertiría en una operación de campo. Tendría que haber alertado a Los Primos -dijo utilizando el término que solían emplear los servicios de inteligencia británico y estadounidense para referirse el uno al otro-. No podemos empezar a seguir a un tío en suelo británico sin permiso.

–Cálmese -le pidió Carrie-. Sólo quiero estar preparada.

–No me siento demasiado cómodo -dijo Pettigrew.

–Si hay algún problema, El Albañil se ocupará de él. No se acalore -dijo Carrie. Pettigrew asintió.

–Vale. Si Khan sale corriendo, usted lo sigue a pie y yo en coche.

–Ándese con ojo.

Carrie salió del coche, se puso unas gafas de sol y fue caminando hasta la esquina opuesta a la librería, fingiendo que hablaba por el móvil con un amigo.

–Tenga cuidado -le dijo Pettigrew a Evan.

–Lo tendré.

Evan salió del coche y pasó junto a una amalgama de tiendas de antigüedades, restaurantes de lujo y boutiques. La campanilla de la tienda de Libros Khan sonó al entrar. Era la última hora de la tarde y entre semana, y los únicos clientes del establecimiento eran una pareja francesa que exploraba una exposición de las primeras ediciones de Patricia Highsmith y Eric Ambler en gran variedad de idiomas. Evan se dio cuenta de que estaba fijándose en las puertas de salida y en las cámaras de vigilancia colocadas en cada esquina de la habitación.

«He cambiado. Siento como si tuviese que estar preparado para cualquier cosa en cualquier momento.»

Un hombre enjuto pero fuerte, bajo, elegantemente vestido con un traje hecho a medida y con el cabello gris ceniza vino hacia él. Sus zapatos brillaban como el azabache. Un pañuelo de seda azul asomaba por un bolsillo formando un triángulo impecable.

–Buenas tardes. ¿En qué puedo ayudarle?

Tenía la voz tranquila, pero fuerte.

–¿Es usted el señor Thomas Khan?

–Sí, soy yo.

Evan sonrió. No quería ser perspicaz.

–Estoy interesado en las primeras ediciones publicadas por Criterios, especialmente en la traducción de Anna Karenina y en la literatura de disidentes publicada en los años setenta.

–Estaré encantado de ayudarle.

–Creo entender que el propietario de Criterios, Alexander Bast, era un buen amigo suyo.

La sonrisa de Thomas Khan siguió resplandeciente.

–Sólo un conocido.

–Soy amigo de un amigo del señor Bast.

–El señor Bast murió hace mucho tiempo y apenas lo conocía.

Thomas Khan sonreía de manera bondadosa, pero parecía confundido.

Evan decidió correr el riesgo y lanzó otro nombre al extraño círculo que unía todas esas vidas.

–El amigo que me recomendó su tienda es el señor Jargo.

Thomas Khan se encogió de hombros y dijo rápidamente:

–Uno conoce a tanta gente… Ese nombre no me dice nada. Un momento, por favor, consultaré mis archivos. Creo que tengo varias copias de la edición de Karenina.

Y desapareció hacia la parte de atrás.

«Este hombre debe de haber mantenido un secreto durante décadas; que llegues tú y empieces a soltarle nombres no lo asustará. Pero si eres el primero que se lo suelta en muchos años… quizá lo pongas nervioso.» Evan se quedó en el sitio, observando a la pareja francesa. La mujer estaba ligeramente apoyada en el hombre mientras rebuscaban en las estanterías.

Esperó. No le gustaba que Khan estuviese fuera de su campo de visión; quizás estuviese escapando por la puerta de atrás. El nombre de Jargo podía ser como ácido sobre la piel. Evan pasó detrás del mostrador y giró en la esquina, ocupada por un escritorio antiguo sobre el que descansaban un ordenador, un refrigerador de agua y montones de libros, y siguió buscando a Thomas Khan.

Pettigrew observaba cómo Carrie fingía hablar por teléfono con la mirada fija en la entrada de la librería. Evan entró. Pasó un minuto; Pettigrew contó cada segundo. Sacó un maletín del asiento trasero de su sedán, salió del coche y se dirigió a la entrada de la librería.

Vio a Carrie mirándolo y levantó la mano haciendo una señal rápida y disimulada con la palma que significaba «espera». Ella se quedó quieta mientras Pettigrew se dirigía hacia la librería.

El laberinto de oficinas de la parte de atrás de la librería no llevaba a ningún sitio.

–¿Señor Khan? – dijo Evan en voz baja al entrar en la trastienda.

Estaba vacía. Thomas Khan no tenía ayudantes, ni secretarias ni aprendices de vendedor en su conejera. Evan oyó un leve sonido, dos pitidos agudos; quizás era una alarma anunciando que una puerta se había abierto y cerrado. Evan encontró la salida trasera; empujó la puerta y ésta se abrió. Daba a un pequeño camino de ladrillos y vio a Thomas Khan corriendo hacia la calle y mirando por encima del hombro.

–¡Deténgase!

Evan corrió tras él.

Pettigrew trabajaba mejor si recibía órdenes específicas. Ésa era la esencia de su vida: recibir órdenes en el colegio, en su familia, en la cama con su mujer. Entró en la librería, cerró la puerta y echó el cerrojo. Le dio la vuelta al cartel escrito a mano que decía «Cerrado». Nadie había salido ni entrado en la tienda después de Evan. Vio a éste meterse en la trastienda preguntando en voz baja: «¿Señor Khan?».

Una pareja hurgaba entre libros colocados sobre una mesa. La mujer murmuraba en francés al hombre señalando con consternación el precio de un volumen. Pettigrew sacó su pistola de servicio y con una sola mano temblorosa les disparó a los dos en la parte de atrás de la cabeza. El silenciador se escuchó dos veces. Cayeron al suelo y la sangre y sus sesos se esparcieron sobre una pirámide de libros. Habían pasado diez segundos.

Pettigrew colocó el maletín. Jargo había dicho que tenía un plazo de dos minutos una vez colocase la combinación de la cerradura en la posición correcta de detonación. Tiempo suficiente para salir, ir a la esquina de la calle, dispararle a Carrie en la cabeza y escapar en medio de la confusión. Introdujo el último número de la cerradura. Jargo había mentido.

Capítulo 32

La explosión arrancó de cuajo la fachada de Libros Khan, creando un infierno naranja que lanzaba cristales y llamas hacia Kensington Church. Carrie gritó cuando el calor y la onda expansiva la alcanzaron. Un coche que pasaba por delante de la librería salió volando y se estrelló contra un restaurante situado al otro lado de la calle. La gente escapaba, varias personas sangraban y otros corrían a ciegas invadidos por el pánico. Había dos personas ensangrentadas en el suelo con la ropa hecha jirones.

En la calle llovieron escombros, trozos destrozados de ladrillo, cristales y una nube de carbón y de humo. Carrie se inclinó hacia atrás para refugiarse en la esquina del edificio, delante de una tienda de vestidos con sus maniquíes difusos tras el cristal roto.

Evan.

Carrie se puso de pie con dificultad, corrió hacia el infierno y se detuvo en medio de la calle. El calor le golpeaba la cara. Montones de páginas ardiendo caían al suelo formando una lluvia de fuego. Una de ellas aterrizó en su pelo; se la sacudió y se quemó la mano.

–¡Evan! – gritó-. ¡Evan!

Pero la única respuesta que obtuvo fue el violento estruendo que producían los cientos de libros y la estructura del edificio consumiéndose en el fuego.

Desaparecido. Había desaparecido. Escuchó el aullido cada vez más cercano de las sirenas de la policía y de los servicios de emergencia. Bajó corriendo la calle hacia el coche de la CIA. La puerta estaba abierta y las llaves todavía dentro. Se metió en el automóvil y encendió el motor.

Estaba temblando, y dio unos cuantos golpes de volante a derecha e izquierda para evitar los atascos; al final paró cerca de Holland Park. Deseaba que sus dedos dejasen de temblar para llamar a Bedford. Cuando él contestó sólo fue capaz de identificarse.

–¿Carrie? – dijo él.

–En la tienda de Khan. Hubo una explosión. ¡Mierda!

Había desaparecido. No podía haber desaparecido.

–Cálmate, Carrie. – La voz de Bedford sonaba como el acero-. Cálmate y dime exactamente lo que ha ocurrido.

Carrie odiaba la histeria de su voz, pero había perdido el control sobre sí misma. Sus padres muertos, su año de engaño continuo, preocupándose de si Jargo la descubría en cualquier momento; encontrar a Evan y perderlo de nuevo… Se inclinó sobre el volante.

–¡Carrie, informa ahora mismo!

–Evan… entró en la tienda de libros de Khan. Pettigrew lo siguió un minuto más tarde, pero me hizo señas de que todo iba bien. Luego, unos treinta segundos más tarde, hubo una explosión. La tienda ha desaparecido por completo. Una bomba. – Tranquilizó su tono de voz-. Necesito que venga un equipo. Hay que encontrar a Evan. Quizás aún esté dentro, herido, pero todo está ardiendo.

Se calló. «Se ha ido. Se ha ido.»

–¿Viste salir a Evan o a Pettigrew?

–No.

–¿Hay otra entrada u otra salida?

–No lo sé… no en la calle, que yo viese.

–Vale -dijo Bedford-. Da por hecho que estás bajo vigilancia. Obviamente Khan era un objetivo de Los Deeps.

–Consigúeme un equipo. El MI5 o la CIA. Ahora. Lo necesito aquí ahora.

–Carrie, no puedo. No podemos dejar translucir nuestra implicación, no en una bomba en Londres.

–Evan…

–Puedo estar en Londres en unas pocas horas. Sólo necesito que te escondas. Es una orden directa.

–Evan está muerto, Pettigrew está muerto, y eso es malísimo, ¿no? Dejaste que se implicase y lo hiciste porque te facilitaba la búsqueda.

–Carrie. Contrólate. Ahora mismo quiero que te pongas a salvo y que te protejas. Retírate. Busca un lugar para esconderte, una biblioteca, una cafetería, un hotel. No estás autorizada para hablar con nadie más, ni siquiera con el superior de Pettigrew, hasta que yo llegue y hagamos un informe. Es una orden directa. Te volveré a llamar cuando vuelva a estar en territorio del Reino Unido.

–Entendido.

La palabra le supo a sangre en la boca.

–Lo siento. Sé que Evan te importaba.

No podía responderle. Se suponía que no tenía que perder a todo el mundo a quien amaba. No podía haberse ido.

–Adiós -dijo ella.

Y colgó. Se tranquilizó e intentó controlar el temblor que amenazaba con apoderarse de sus manos.

No iba a esconderse en un hotel. Todavía no.

Salió del BMW. Los coches y los peatones que escapaban de la zona de la explosión colapsaban la calle. Paró en una tienda de material de oficina cerca del colegio Reina Elizabeth y pidió que le prestasen la guía de teléfonos. En el listín encontró a Thomas Khan.

–¿Dónde está esto, por favor? – preguntó al dependiente señalando la dirección.

–En Shepherd’s Bush. No muy lejos, al oeste de Holland Park. – El dependiente la miró amablemente con preocupación. Las noticias sobre la explosión en la calle Kensington Church ya habían salido en la radio y en la tele; inmediatamente se había sospechado que era un ataque terrorista, y Carrie estaba llena de suciedad y temblando-. ¿Necesita ayuda, señorita?

–No, gracias.

Escribió la dirección de Khan. Podía entrar en su casa y averiguar si tenía alguna conexión con Jargo o con la CIA. Tenía que actuar. Evan se había ido. No podía quedarse de brazos cruzados.

–¿Está segura de que está bien? – gritó el dependiente mientras Carrie salía corriendo por la puerta.

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