Pánico – Jeff Abbott

De todas formas no creía a Gabriel. Había sido imposible localizar a su padre ayer, pero la policía ya lo habría encontrado a estas alturas, donde quiera que estuviese en Sidney.

–Estás más seguro si no lo sabes.

–Ahora mismo no me importa estar más seguro.

–Maldita sea, ¡qué terco eres!

Gabriel bajó el arma y apartó la vista de Evan.

–Sé que arriesgaste mucho para salvarme de Jargo. Lo sé y te doy las gracias. Sin embargo, difícilmente puedo escapar si no sé de quién huyo. Así que te cambiaré la contraseña por información sobre Jargo. ¿De acuerdo?

Tras diez largos segundos, Gabriel asintió.

–De acuerdo.

–Háblame de Jargo.

–Es… un agente de información. Un espía independiente.

–Un espía. ¿Me estás diciendo que a mi madre la mató un espía?

–Un espía independiente -le corrigió Gabriel.

–Los espías trabajan para los gobiernos.

–Jargo no. Compra y vende datos a quien le pague. Empresas, gobiernos. Otros espías. Es muy peligroso. – Gabriel se pasó la lengua por los labios-. Sospecho que lo que Jargo quiere son datos de la CIA.

Evan frunció el ceño.

–¿Me estás sugiriendo en serio que mi madre robó archivos de la CIA? Eso es imposible.

–O quizá fue tu padre y se los dio a tu madre. Y yo no he dicho que esos archivos pertenezcan a la CIA. Puede que simplemente la CIA quiera la información, al igual que Jargo.

Parecía como si le costara admitir esta posibilidad. La cara de Gabriel ardía de furia.

–La CIA. – Era una locura-. ¿Cómo iba a tener algo que ver mi madre con ese Jargo?

–Creo que ella trabajaba para Jargo.

–¿Mi madre trabajaba para un espía independiente? – repetía Evan-. No puede ser. Estás equivocado.

–Una fotógrafa de viajes. Puede ir a cualquier sitio con su cámara y no levantar sospechas. Vives en una casa preciosa. Tus padres tenían dinero. ¿Crees que un simple fotógrafo aficionado puede ganar tanto dinero?

–Esto no puede ser cierto.

–Ella está muerta y tú esposado a una cama. ¿Tan equivocado crees que estoy?

Evan decidió seguir aquella fantasiosa historia.

–¿Así que mi madre le robó esos archivos a Jargo, o a otra persona?

–Escucha. Querías saber cosas sobre Jargo, y yo te las he dicho. Trabaja de manera independiente. Cuando la gente necesita información robada o matar a alguien que le está dando el coñazo, y el trabajo tiene que ser pagado en negro, él se encarga de ello. Los archivos tienen información sobre negocios de Jargo, así que los quiere recuperar. La CIA también, imagino, porque les gustaría saber lo que él sabe. Ahí tienes: sabes más sobre Jargo que cualquier persona viva. Abre el sistema.

–No puedo a menos que me liberes.

Hizo sonar las esposas.

–No. Escribe.

–¿Adónde voy a ir, Gabriel? Tienes una pistola apuntándome. Tienes que liberarme antes o después si me vas a sacar del país. Las esposas no pasan el detector de metales.

–Todavía no. Escríbelo con una mano. – Puso la pistola contra la mejilla de Evan-. Llevo años aguardando esto, Evan, no voy a esperar ni un maldito minuto más.

Evan escribió la contraseña.

Capítulo 9

–Está vacío -dijo Evan.

Tras aceptar la contraseña, el icono del disco duro apareció en la pantalla. Evan buscó en el sistema. Excepto los archivos básicos, el resto del disco se había borrado. Su material de vídeo, los programas de software que tenía instalados, todo había desaparecido. El sistema parecía haber sido devuelto a una configuración por defecto. Abrió la papelera de reciclaje: vacía.

–Ha desaparecido todo.

«Todo borrado», había dicho la voz en la cocina mientras la pistola se clavaba en su nuca.

–No. – Gabriel dejó la pistola, agarró a Evan por el cuello y lo empujó contra el cabecero de la cama-. No, no, no. No pudo darles tiempo.

–No sé cuánto tiempo estuve inconsciente.

–Esto no puede ser. Tengo que conseguir esos archivos. – La voz de Gabriel se elevó-. Esos cabrones los borraron.

Se dio la vuelta y se inclinó sobre el ordenador.

Evan se retorció alejándose de él, hacia la lámpara. «Puede que no se vuelva a acercar tanto a ti. Hazle creer que quieres ayudarle.»

–Puede que un programa de recuperación restaure la información.

Gabriel no contestó, escribía en el teclado buscando los archivos. Miraba la pantalla vacía como si fuese todo lo que le quedaba en su vida. Mantenía la pistola a su lado, apuntando ligeramente. Evan se puso de cuclillas contra el cabecero, con la mano izquierda todavía esposada. La lámpara estaba cerca de la mano derecha y el cable perfectamente enrollado en el suelo.

Evan agarró la lámpara de hierro fundido con la mano que tenía libre. Era un objeto pesado, pero la levantó y la balanceó con un extraño giro.

La base de la lámpara golpeó el brazo de Gabriel. Cayó hacia delante y Evan lo inmovilizó agarrándolo con una pierna por la cintura. Le dio con la lámpara en la cara. La sangre manaba, el borde de la base le hizo un corte a Gabriel en la boca y en la barbilla. Aullaba de furia.

Evan intentó darle con la lámpara de nuevo, pero Gabriel la desvió con el brazo y lanzó un puñetazo que conectó con la mandíbula de Evan. Éste dejó caer la lámpara, pasó el brazo alrededor del cuello de Gabriel y lo envolvió por la cintura con las dos piernas. Su mano izquierda, esposada a la cama, se retorcía como si estuviese rota mientras luchaba con Gabriel.

La pistola. Gabriel tenía la pistola. ¿Dónde estaba?

–¡Suéltame gilipollas! – dijo Gabriel.

–Te la arrancaré de un bocado si no te estás quieto.

Evan cerró la boca alrededor de la oreja izquierda de Gabriel.

–¡No! – Gabriel dio un grito sofocado.

Evan le mordió de nuevo hasta hacer rechinar los dientes. La sangre le escurría por la boca.

–¡Para! – vociferó Gabriel, y se quedó quieto.

Evan vio la pistola. Estaba justo fuera del alcance de ambos, enredada en las sábanas blancas donde las colchas se habían arrugado durante su pelea. No podía alcanzarla, pero si soltaba un poco a Gabriel éste podría cogerla. Gabriel la vio también; sus músculos se estiraron con una súbita determinación, intentando liberarse.

Evan le mordió la oreja otra vez y le metió los dedos en los ojos. Gabriel chilló de dolor. Se giró para esquivar a Evan, pero las piernas de éste seguían bloqueándolo en el sitio.

Gabriel se retorció hacia la pistola llevándose el cuerpo de Evan con él. Las esposas le estaban desgarrando la muñeca.

«Sacrificará la oreja para coger la pistola. Arráncasela.»

Pero en lugar de eso, Gabriel cogió el cable de la lámpara y la trajo hacia él. Agarró el cuerpo de la lámpara, lo echó hacia atrás en dirección a Evan y lo golpeó con la base en la parte superior de la cabeza; mareado del dolor, Evan soltó la oreja. Un trozo de piel se quedó atrás, en su boca.

Gabriel soltó la lámpara y se tambaleó hacia delante. Agarró el cañón de la pistola con la punta de los dedos. Evan mantenía el otro brazo de Gabriel inmovilizado, girado; su brazo se retorcía como si estuviese a un centímetro de romperse. Agarró la empuñadura de la pistola mientras Gabriel tiraba de él hacia delante. Evan le arrancó la pistola y le puso el cañón del arma en la sien.

Gabriel se quedó paralizado.

–¿Dónde está la llave?

–Abajo, en la cocina. Hijo de puta, me has arrancado la oreja.

–No, sigue ahí.

–Escucha, un trato nuevo -dijo Gabriel-; trabajaremos juntos para atrapar a Jargo. Haremos…

–No.

Evan golpeó a Gabriel en la sien con la pistola una vez, dos veces, tres, cuatro. A la quinta, Gabriel se quedó sin fuerzas; tenía la sien cortada y magullada. Evan golpeó de nuevo a Gabriel en la cabeza y esperó. Contó hasta cien. Gabriel estaba fuera de combate.

Conteniendo el aliento, Evan dejó la pistola. Gabriel no se movía. Metió la mano en el bolsillo izquierdo de su pantalón, hurgó entre las monedas y adivinó la forma de las llaves.

–Mentiroso -le dijo a Gabriel, quien seguía inconsciente.

Tiró de un aro del que colgaba una llave pequeña y otra más grande, la de la puerta de la habitación. Evan apartó al hombre de una patada e introdujo la llave pequeña en la cerradura de las esposas.

Las esposas se abrieron. Evan rodó sobre la cama, el brazo le ardía de dolor. Lo sostenía contra el cuerpo, sin estar seguro de si estaba roto o dislocado. No: tenerlo roto sería una agonía. Le dolía, pero estaba ileso. Arrastró a Gabriel hasta el cabecero de la cama y esposó su mano a él. Le comprobó el pulso en el cuello. Sintió bajo los dedos un latido estable.

Con manos temblorosas, apuntó con la pistola hacia la puerta. Esperó. Se preparó para disparar si alguien lo atacaba para rescatar a Gabriel. Se dijo a sí mismo que podía hacerlo, tenía que hacerlo. Sabía disparar, su padre le había enseñado siendo un adolescente. Pero no había disparado una pistola en cinco años. Y nunca a un ser humano.

Pasó un minuto. Otro. No se escuchaban sonidos en la casa.

Divisó una pequeña tarjeta sobre la cama, cerca del pasaporte sudafricano. Debió de caérsele a Gabriel del bolsillo de la camisa o del pantalón durante la pelea. Era un carné emitido por el gobierno, desgastado por el tiempo y por el uso. Gabriel parecía quince años más joven.

Joaquín Montoya Gabriel. Agencia Central de Inteligencia. Ese loco gilipollas estaba diciendo la verdad. O al menos en parte. Pero si era de la CIA, ¿por qué estaba trabajando solo?

Respiró profundamente. Se metió el pasaporte y el carné en el bolsillo de atrás. Salió por la puerta del dormitorio y luego se detuvo en el oscuro pasillo. «Tranquilízate, tranquilízate, hazlo por tu madre.» Le dolían muchísimo el brazo y la mano, y también la cabeza. Una vez terminada la pelea, en la casa a oscuras, por unos instantes el miedo volvió a invadirlo.

Una luz tenue brillaba desde la zona abierta del piso de abajo; Evan estaba en un segundo piso de lo que parecía ser una casa espaciosa. Una alfombra tupida y gruesa cubría el pasillo; más arte de lujo en las paredes. El aire acondicionado emitía un ronroneo. Abajo se escuchaba el leve susurro de la televisión.

Se puso de cuclillas, apuntando con la pistola hacia delante y escuchando. Cogió fuerzas, respirando dos veces profundamente, y bajó con sigilo las escaleras. «¿Qué debo hacer ahora? Sigue luchando. Es lo que has elegido.»

Pero ahora no tenía nada con lo que pactar para salvar su vida. Jargo, si es que éste era uno de los hombres de la casa, había robado o destruido los datos. Los archivos, si alguna vez existieron, habían desaparecido.

Evan llegó a la última escalera cuando pensó: «Tonto del culo, deberías haber amordazado a Gabriel. Se despertará y pedirá ayuda a gritos mientras tú te acercas a algún compinche en el piso de abajo».

Pero ya había ido demasiado lejos para volver atrás. Sabía que su corazón ya no dudaría y que podría disparar a cualquiera que intentase detenerlo. Esperaba acordarse de apuntar a las piernas, a menos que el otro tío tuviese un arma, si era así apuntaría al pecho. Es amplio, sería fácil acertar. «Recuerda tomarte un segundo para apuntar, apretar y prepararte para la patada.» Esperó disponer de aquel segundo. El objetivo de prácticas de tiro nunca le había devuelto el disparo.

Evan entró en el estudio con la pistola preparada para disparar. En la esquina había un televisor de pantalla ancha, junto a una vistosa chimenea de piedra. Un espacio publicitario anunciaba el último producto farmacéutico sin el que no podías vivir, siempre y cuando te arriesgases a sufrir por lo menos diez efectos secundarios. Luego sonó la melodía de la CNN y el presentador principal comenzó a contar una historia sobre un bombardeo en Israel.

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