Pánico – Jeff Abbott

Atacó el aparador con un martillo, con un destornillador y luego con una palanca. Se sentía mareado por no haber comido, por el cansancio y por el spray de pimienta, pero sabía que estaba cerca de encontrar lo que buscaba. Muy cerca.

La puerta se abrió con la palanca. Estaba vacía.

No, no podía ser. No era posible. Khan necesitaba archivos con información, necesitaría acceder a nuevas cuentas y borrar las viejas. Tenía que haber un ordenador en la casa, aparte de la PDA, a menos que el muy cabrón lo guardase todo en la cabeza. Si era así, Evan estaría de nuevo en el punto de partida.

Buscó por la habitación. El pequeño armario contenía artículos de oficina, trajes viejos y una gabardina. Entró en los dormitorios de invitados, casi vacíos, y en las habitaciones de la planta de abajo. Buscó con cuidado, consciente de que no era un profesional, y se recordó a sí mismo que tenía que ser disciplinado y minucioso. Pero no encontró nada, y se dio cuenta de que la posibilidad de echarle las manos al cuello a Jargo empezaba a desvanecerse.

El estudio estaba a oscuras y se arriesgó a encender una luz de lectura. La estantería. Khan había guardado su pistola detrás de los libros.

Buscó en el resto de la estantería. Hasta el último centímetro estaba cubierto de buenos libros que provenían de saldos de la tienda de Khan. ¿Cómo podía tener tan buen gusto literario un cabrón psicópata como aquél? Pero no había nada más oculto tras los libros. Revolvió los cajones de los muebles de la cocina y de la despensa. Vació botes de sal y de harina en el suelo. El congelador estaba lleno de paquetes de comida congelada; los abrió y los vació en el fregadero esperando encontrar en su interior un disquete o un CD. De repente, le entró hambre y metió en el microondas un plato preparado de pollo con fideos; comerse la comida de un hombre muerto le producía náuseas. Decidió superarlo.

Se sentó en el suelo y se obligó a calmarse mientras comía. La comida no sabía a nada, pero al menos llenaba, y sintió cómo se le asentaba el estómago. El desfase horario junto con el descenso de adrenalina hicieron su efecto en él, y se resistió a la necesidad de tumbarse en el suelo, cerrar los ojos y dormir. Quizá no hubiese nada más que encontrar.

El sótano era la única habitación en la que no había buscado. Bajó los escalones a oscuras. Pasó junto a los cuerpos cubiertos con la sábana. El sótano era pequeño y cuadrado, con una lavadora-secadora en un lado y una estantería metálica enel otro. En la estantería había trastos viejos y más libros en cajas. Buscó en todas ellas. Un aparato de televisión con la pantalla rota. Una caja de herramientas de jardín sin restos de tierra y que probablemente nunca se habían usado. Un par de cajas de sopa enlatada, verduras y carne, por si Khan quería ocultar a otro agente.

Dirigió la mirada de nuevo al televisor con la pantalla rota. ¿Por qué guardar un televisor averiado? Ahora las teles eran baratas: si tenías que reparar la pantalla era mejor comprar otra. Quizá Khan era de los que pensaba que quien no malgasta, no pasa necesidades. Pero Khan había tenido una vida acomodada, así que un televisor estropeado no significaba nada para él.

Evan bajó la tele de la estantería, cogió un destornillador y le quitó la parte de atrás.

Habían destripado la tele por dentro y en su interior había un pequeño ordenador portátil y un cargador. Evan lo encendió; apareció un cuadro de diálogo pidiéndole una contraseña.

Tecleó DEEPS. Incorrecta.

Tecleó JARGO. Incorrecta.

Tecleó HADLEY. Incorrecta.

La CIA podía entrar, pero él no. Aunque lograra descubrir la contraseña, podía ser que Khan hubiese codificado y puesto contraseñas a los archivos del sistema. Sería tonto si no hubiese tomado esa precaución.

Evan se quedó mirando la pantalla. Quizá debería llevarse el ordenador y ya está, e ir a Lagley, al cuartel general de la CIA. Convertirse en…

… y no salvar a su padre.

La cara de su padre flotaba ante él en el sótano oscuro, y se quedó mirando a los cuerpos de ambos Khan, padre e hijo. Si hacía caso de los acontecimientos ocurridos en los últimos días, su padre era un asesino profesional que pisoteaba vidas como quien aplasta hormigas. Pero ése no era el padre que él conocía. No podía ser; la verdad no podía ser tan dura ni tan sencilla. Tenía que recuperar la información para rescatar a su padre.

O, pensó, tenía que crear la ilusión de que disponía de la información.

El portátil. No necesitaba la información, sólo necesitaba el portátil para intercambiarlo por su padre. Podía ser que contuviese los mismos archivos que su madre había robado. Por lo menos era un arma de negociación: siempre podía amenazar con darle el portátil a la CIA si no soltaban a su padre. Jargo no podría saber con seguridad si los archivos estaban o no en el ordenador de Khan. Aunque no tuviese la lista de clientes, podía tener suficiente información financiera, logística o personal para destruir a Los Deeps.

Puede que su madre hubiese robado los archivos de este mismo portátil. Intentó imaginar cómo lo había hecho. Había tomado fotografías en Dover, había robado información militar. Le había entregado la mercancía a Khan, pero probablemente no aquí, no en esta casa de seguridad. Lo más seguro era que le hubiera entregado la información robada y las fotos en un CD en un parque, en un teatro o en un café. Pero quizá siguió a Khan hasta aquí después de despedirse. Y luego… ¿qué? Khan descargó en el ordenador la información que ella había robado para enviársela a jargo y se marchó. Ella entró en la casa y encontró el portátil. Debía de tener algún programa para saltarse las contraseñas, algo necesario si robaba información habitualmente.

Si ella lo había hecho entonces podía hacerse. Él podía robar los mismos archivos.

Intentó entrar en el portátil una vez más.

Ahora tecleó BAST. Nada.

OHIO, por el orfanato. No.

GOINSVILLE. Rechazado.

Encontró las llaves del coche de Khan en la encimera de la cocina y puso el portátil y el dinero en el maletero. Volvió adentro y se metió la PDA de Khan, la pistola y el teléfono en el bolsillo de la chaqueta. Quería dormir y quería creer que el escondite de Khan podía ser el suyo. Pero no era seguro quedarse allí. Fort Lauderdale. Su madre le había mencionado Florida a Gabriel. Era su mejor apuesta.

Entró en el Jaguar prestado. Se dio cuenta de que nunca había utilizado un coche diseñado para conducir por la izquierda de la carretera y, por primera vez en días, se rió de verdad. Eso sería una aventura.

Con los nervios a flor de piel, Evan se internó en la oscuridad. Empezó a caer una lluvia fría. Tenía que concentrarse por completo en entrenar de nuevo sus reflejos de conducción. De vuelta en Londres, avanzaba lentamente, como un conductor novato, y encontró un hotel decente en Lewisham. Se permitió el lujo de darse una verdadera cena en un pequeño pub: un filete con patatas fritas y una pinta de cerveza; observaba a una pareja y a su hijo adulto sonriendo entre cervezas rubias. Pagó, volvió al hotel y se tumbó en la cama.

Volvió a encender el teléfono móvil de Khan y sonó un mensaje nuevo. No sabía la contraseña de Khan para su buzón de voz, pero encontró un registro de llamadas perdidas recientes.

Abrió la PDA y activó la aplicación de nota de voz. Luego marcó el número en el nuevo registro de llamadas.

No podía negociar si todos pensaban que estaba muerto. Respondieron al primer tono.

–¿Sí?

Conocía aquella voz, con su ronroneo delicado y psicótico. Era Dezz.

–Déjame hablar con Jar go.

Evan sostenía la PDA lo suficientemente cerca como para grabar cada palabra.

–Aquí no hay nadie con ese nombre.

–Cállate Dezz. Déjame hablar con Jargo. ¡Ya!

Un momento de silencio.

–Nos hemos vuelto a encontrar, ¿verdad?

–Dile a tu padre que tengo todos los archivos relacionados con Los Deeps del señor Khan. Todos. Me gustaría negociar un cambio por mi padre.

–¿Cómo está Carrie? ¿Ha volado por los aires? Siento no estar en Londres para ayudarte a recoger los pedazos -dijo Dezz conteniendo la risa.

–Si me dices una sola palabra más, monstruo, envío por correo electrónico la lista de clientes a la CIA, a Scotland Yard y al FBI. Tú no tienes la última palabra; la tengo yo.

Se produjo el silencio durante un momento y Dezz dijo fríamente y con educación:

–Espera, por favor.

Se imaginaba a Dezz y a Jargo viendo el número de Khan en la pantalla de un móvil, enterándose de lo de la explosión y sopesando si Evan estaba diciendo la verdad o no.

–¿Sí? ¿Evan? ¿Estás bien? – preguntó Jargo con voz de preocupación.

–Estoy bien. Tengo que hacerte una propuesta.

–Tu padre está preocupadísimo por ti. ¿Dónde estás?

–En el fondo de la madriguera del conejo, y tengo el portátil de Thomas Khan. Hablo desde su escondite en Bromley.

Una larga pausa.

–Felicidades. A mí, personalmente, las hojas de cálculo me parecen muy aburridas.

–Devuélveme a mi padre y te daré su portátil; luego nuestros caminos se separarán.

–Pero los archivos pueden copiarse. No sé si puedo confiar en ti.

–No cabe cuestionarse mi integridad, Jargo. Sé todo lo de Goinsville, lo de Alexander Bast y sé que creaste la red original de Los Deeps. – Era todo un farol; no estaba seguro de cómo encajaban todas estas piezas, pero tenía que fingir que lo sabía-. Tengo el portátil de Khan y te lo daré a ti, no a la policía. Lo tomas o lo dejas. Puedo cargarme a Los Deeps en cinco minutos con lo que tengo.

–¿Puedo hablar con el señor Khan? – preguntó Jargo.

–No, no puedes.

–¿Está vivo?

–No.

–Bien. ¿Lo mataste tú o la CIA?

–No voy a jugar a las preguntas contigo. ¿Hacemos el trato o voy a la CIA?

–Evan. Comprendo que estés enfadado, pero no quería que Khan muriese. – Pausa-. Si tienes acceso a internet me gustaría enseñarte una grabación, para probar mi punto de vista.

–¿Una grabación?

–Khan tenía una cámara digital en su tienda. Enviaba imágenes constantemente a un servidor remoto. Tomamos muchas precauciones en nuestra línea de trabajo, ¿entiendes? Puedo probarte que fue un agente de la CIA el que hizo estallar la bomba. Su nombre era Marcus Pettigrew. Sospecho que la CIA encontró una manera de librarse de ti y de Khan al mismo tiempo y sin ensuciarse las manos.

Evan recordó haber visto un conjunto de pequeñas cámaras instaladas en las esquinas, cerca del techo de la librería. Dijo lo que pensaba que Jargo esperaría que dijese:

–¿Y qué? Así que no puedo confiar en la CIA. Eso no significa que pueda confiar en ti.

–Mira la grabación -dijo Jargo- antes de tomar una decisión.

–Espera.

Evan bajó las escaleras con el teléfono desde su habitación hasta el centro de negocios del hotel. Estaba vacío. Encendió un ordenador y abrió una cuenta en Yahoo con un nombre inventado, y le dio a Jargo su nueva dirección de correo. Después de un minuto recibió en la bandeja de entrada un archivo de vídeo adjunto. Evan lo abrió. Se vio a sí mismo enfocado desde la parte superior izquierda, entrando y hablando con Khan. Primero Khan y luego Evan desaparecieron de la imagen, y entonces surgió Pettigrew. Giró el cartel, que ahora decía «Cerrado». Mató a dos personas. Se inclinó para tocar su maletín y luego nada más.

–No es mi estilo destripar a mi propia red -afirmó Jargo-. Sin embargo, podría ser el estilo de la CIA.

–Podrías haber amañado esa cinta.

–Evan, por favor. Primero Gabriel, luego Pettigrew. Tu amigo el Albañil te ha llevado directamente a una trampa mortal. Matar dos pájaros de un tiro, tú y Khan. No soy tu enemigo, Evan, ni mucho menos. Has dado con la gente equivocada, por no decir algo peor, y estoy intentando salvarte el pellejo.

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