Pánico – Jeff Abbott

Evan movía los pies hacia atrás, empujando a Carrie y pensando: «Si Dezz nos apunta, se acabó».

–¡Ayúdenos! – gritó hacia la pasarela.

El hombre del teléfono móvil le indicó a Evan con gestos que nadase hacia la derecha.

Había un tronco entre ellos y la pasarela, pero un terror repentino, aunque ya conocido, le subió por la espalda al comprobar que no era un tronco. Era un caimán, mirando en otra dirección y apenas sumergido, ajeno al jaleo que había detrás de él.

Evan empujó a Carrie hacia un lado y golpeó el agua con la mano para alejar al caimán de ella. Carrie caminó torpemente hacia la pasarela. Evan oyó un silbido tras él. Uno de los caimanes de la orilla abrió de nuevo la boca, enfrentándose a Dezz, y éste retrocedió, volviendo a poner una pierna en la valla. Parecía furioso y asustado.

«Se mueven más rápido en el agua -pensó Evan. Su lógica se puso en funcionamiento-. Carrie está sangrando, ¿les atrae la sangre como a los tiburones?» Carrie llegó a los soportes de madera, el hombre del móvil le ofreció la mano mientras otro hombre lo agarraba a él, y ambos subieron a la chica a la pasarela.

Evan se alejó del rastro que Carrie había dejado en el agua. El caimán giró hacia Evan. Evan nadaba con dificultades y esperaba el tirón que le arrancaría la pierna. Se acercó torpemente hasta la pasarela y levantó un brazo. Los hombres tiraron de él y lo subieron. Unos cien metros detrás de él, el caimán abrió sus fauces con bravuconería, luego se calmó y miró a Evan con una mirada indefinida. Evan estaba empapado y lleno de suciedad, y se tumbó sobre la madera. Uno de los rescatadores le arrebató la pistola de la mano.

–¡Por favor! – dijo Evan-. ¡La necesito!

–De ninguna manera, gilipollas. – El hombre del móvil le puso a Evan la mano en el pecho, empujándolo contra la valla-. He llamado a la policía, te quedas aquí.

Evan se giró y miró la orilla. Dezz se había ido, había sido engullido de nuevo por el bambú. No había rastro de Jargo.

–Le han disparado de verdad -afirmó el otro hombre-, Dios mío.

Evan agarró la mano a Carrie y apartó al tipo del móvil de un empujón antes de que ambos empezaran a correr. El hombre les gritaba que se detuviesen. En la plataforma había mecedoras típicas de Luisiana, en las que estaban sentadas dos señoras mayores que se quedaron heladas del miedo, agarrando los bolsos mientras Evan y Carrie pasaban corriendo. Al final de la pasarela había una tienda de regalos y justo después de la puerta una verja, la cual saltaron. El siguiente camino llevaba hasta un vivero de plantas, construido para parecer una choza vieja, con pequeños botes atracados en una laguna situada enfrente. Más vallas, cubiertas de hiedra y bambú formaban una cortina que tapaba un camino de servicio.

Evan levantó a Carrie para que pudiese pasar al otro lado. Tenía el hombro cubierto de sangre y jadeaba mientras subía. Tropezó con la hiedra y cayó de cabeza sobre el matorral de bambú que estaba al otro lado de la verja. Se subió a la valla y vio a Jargo acercándosele por la derecha y a Dezz por la izquierda.

–Déjalo, Evan -gritó Jargo-, déjalo ya.

–Quédate ahí o esa cinta emitirá vuestra cara en todos los informativos de la noche.

La cara de Jargo mostraba indecisión:

–Si te vas, no volverás a ver a tu padre.

Evan se subió a la valla. Una bala le pasó a un centímetro de la mano mientras se dejaba caer en el mitad de la maleza.

Carrie lo agarró y ambos corrieron, escuchando el sonido de las balas al impactar en los bambúes. Luego el ruido cesó. Evan estaba seguro de que los dos hombres sólo se habían detenido para saltar la valla y perseguirles. Corrieron hacia un camino asfaltado que se usaba para el tranvía. Los empleados se alejaban de ellos en un carro de golf, gritando por el walkie-talkie. Saltaron otra valla y llegaron a trompicones a un tramo de aparcamiento y la pradera situada en el límite del zoo. Miró hacia atrás. Ni rastro de Dezz ni de Jargo; no habían saltado la valla.

Corrieron alrededor del zoo, escuchando cómo se aproximaban los silbidos de las sirenas.

–¿Te duele? – preguntó.

Era la pregunta más estúpida que jamás había hecho.

–Podré seguir. ¿Tú estás bien? ¿Te han dado?

–No, estoy bien. ¿Cómo…?

«¿Cómo conseguiste escapar? ¿Cómo pudiste salvarme?» La miró como si no la conociese.

–Saldremos de aquí, maldita sea -dijo.

Más allá del aparcamiento veían el brillo de las luces de los coches de policía situados cerca de la entrada principal.

–Ven aquí. – La sujetó-. Te conseguiré un médico.

–Nada de médicos. Evan, tienes que hacer lo que yo te diga. Llevo protegiéndote desde el primer día. Siento haber tenido que mentirte. – Su voz se hizo más débil, hasta convertirse en un simple susurro-. Trabajo con El Albañil.

Evan se paró en seco.

–¿Qué?

Carrie estiró la mano hacia él, llena de sangre de taponar el hombro.

–Se suponía que yo… yo tenía que protegerte. Lo siento.

–¿Protegerme? ¿Desde cuándo?

Lo llevó hasta un camino que atravesaba una franja de hierba verde.

–Jargo pensaba que trabajaba para él. Pensaba que te iba a matar hoy. Pero nunca te haría daño. Nunca.

Esto no era lo que él esperaba. La llevó corriendo hasta la camioneta que había robado en Bandera. Las sirenas sonaban más fuerte.

«Confía en mí», le había dicho Carrie. Él estuvo a punto de decir que no podía abandonar a El Turbio. Pero si le hablaba de él y ella lo estaba conduciendo hacia una trampa, entonces El Turbio caería en la red de El Albañil. Se calló y esperó que El Turbio hubiese escapado entre el tumulto.

La colocó con cuidado en el asiento del acompañante, buscando a su alrededor frenéticamente a Jargo y a Dezz.

Carrie se derrumbó, la sangre manchaba el asiento.

El Albañil y yo somos de la CIA, Evan -dijo-. Se supone que no debo decírtelo, pero tienes que saberlo.

Apretaba los dientes para aguantar el dolor.

De la CIA. Como Gabriel. La gente que Jargo decía que había matado a su madre.

No, no podía creer a Jargo.

–Ahí están -dijo mientras se subía a la camioneta-. El Land Rover plateado.

Dezz y Jargo intentaban pasar entre los coches de policía que habían respondido a la llamada. Evan no veía a El Turbio por ninguna parte entre la masa de gente que se arremolinaba en el aparcamiento. Había una ambulancia parada con las luces encendidas, pero los enfermeros no estaban subiendo en ella ni a El Turbio ni a ninguna otra persona.

–¡Agárrate!

Evan piso a fondo el acelerador y atravesó el aparcamiento y luego la extensión de césped. Se dirigía hacia la calle Magazine, que recorría la parte delantera del zoo y la separaba del parque de Audubon.

–¡Jargo nos ha visto! – dijo-. No estás preparado para conducir un automóvil mientras te persiguen, Evan.

–Aprendí a conducir en Houston -respondió él, embriagado por el temor y la energía.

El coche salió corriendo por la calle Magazine. Evan le dio a la bocina de la camioneta y se subió al bordillo para entrar en el recinto del parque de Audubon. «Piensa. Piensa lo que harán ahora y prepárate para ello. No puedes cometer ni un solo error.» Por el espejo retrovisor vio cómo el Land Rover casi chocaba con otro coche y luego los perseguía a través del jardín que estaba situado entre el aparcamiento y la calle Magazine; Jargo hacía sonar la bocina a su vez.

Los corredores de media mañana que atravesaban la zona pantanosa del parque miraban a Evan mientras recorría la hierba a toda velocidad, esquivando los robles. La parte norte del parque de Audubon daba a la concurrida avenida de St. Charles, y a las vecinas universidades de Loyola y Tulane, situadas al otro lado de la avenida. Había olvidado que en St. Charles todo el mundo aparcaba en paralelo, y esa mañana los coches cubrían cada centímetro del bordillo que rodea el parque. Unos enormes cilindros de hormigón bloqueaban la puerta principal del parque.

No había salida.

Giró hacia la izquierda y vio una salida a St. Charles y a la calle Walnut, la esquina más alejada del parque. Era una zona donde no se podía aparcar y que atravesaba una vieja propiedad que había sido rehabilitada como hotel. La camioneta salió con dificultades a Walnut y giró inmediatamente a la derecha hacia St. Charles.

Empezó a sentir pánico, ya que St. Charles no era una pista de carreras. Cada pocos bloques había semáforos. La mediana era ancha y en ella había dos raíles de tranvía con sus trenes verdes recorriendo las vías en ambas direcciones; desde ellos se asomaban turistas que sacaban fotos a enormes mansiones o a los restos de los adornos descoloridos de un pasado Mardi Gras que todavía pendían de las señales. Si no había semáforos había un cruce de vías que atravesaba la mediana y coches que giraban para volver a la avenida.

Pero a las diez y veinte de la mañana el tráfico no era muy denso. Oyó un estruendo, un ruido sordo. El Land Rover salió del parque de Audubon detrás de él, circulando por una salida situada en la esquina contraria del parque de la que él había salido. Unos disparos impactaron en el parachoques y el Land Rover aceleró hasta acercarse a la parte trasera de la camioneta.

–Está disparando a las ruedas -informó Carrie temblando, conmocionada y empapada con la sangre que le traspasaba la blusa.

Delante de ellos, un semáforo en rojo. Los coches se estaban deteniendo.

Evan giró bruscamente y se metió en la mediana del tranvía. Rozó una hilera de arbustos y puso la camioneta sobre las vías para no chocar contra los postes de metal que suministran electricidad al tranvía. Pisó a fondo el acelerador.

Recibieron un disparo por la derecha, que rompió la luneta trasera. Los fragmentos de cristal se le clavaron en la parte de atrás de la cabeza.

Carrie dijo:

–Conduce con cuidado, por favor.

–¡Por supuesto! – le contestó chillando.

No había nadie girando en la mediana, así que pasó a toda velocidad el cruce con el semáforo. Por el retrovisor vio cómo el Land Rover saltaba también a la mediana. Aceleró más.

Delante de ellos había un monovolumen que merodeaba por la mediana, esperando a que se abriese el paso al tráfico. Desde las ventanillas, dos niños observaban cómo la camioneta se dirigía a toda velocidad hacia ellos, y apuntaban con el dedo con sorpresa.

Evan giró de nuevo hacia St. Charles, esquivando por poco el monovolumen, y golpeó ligeramente un coche que estaba aparcado. Estaba asustado. No podía echarse más a la derecha, ya que había coches aparcados a lo largo de toda la avenida St. Charles y los jardines de muchas de las casas tenían muros o vallas. No había espacio libre para conducir. Tenía la mediana o la calle. Y ambas opciones eran malas.

Un disparo alcanzó de nuevo la parte trasera de la camioneta. En este tramo de la mediana los arbustos que la flanqueaban eran más grandes. Evan se metió otra vez en la mediana atravesándolos, ya que pensó que pondría menos vidas en peligro allí que en la calle, y luego atravesó otra intersección donde había un coche esperando para girar hacia la parte oeste de St. Charles. Luego vio un tranvía viniendo hacia él que ocupaba la parte izquierda de la vía, y tocó el claxon.

El conductor del tranvía agarró el micrófono de la radio y se puso a chillar por él. Evan giró hacia la izquierda haciendo rechinar las ruedas y el tranvía pasó entre él y Jargo.

Más adelante vio dos coches de policía, con las luces encendidas y las sirenas sonando. Evan se echó hacia la derecha dirigiéndose al centro de la mediana; otro tranvía se le acercaba y Evan se salió de las vías para volver a St. Charles. Giró a la derecha con dificultad, más para evitar chocar que como estrategia, y luego a la izquierda, entrando en una calle residencial con casas lujosas y coches aparcados en la calle. Luego giró de nuevo a la derecha.

–¡Gira aquí, aquí! – dijo Carrie.

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