Pánico – Jeff Abbott

Evan pataleaba, impotente. La encimera, la silla… tenían que estar allí para aguantar su peso, para salvarle. Usaba todas las fuerzas que le quedaban; no tenía otra opción.

–Da dos patadas si duele mucho -dijo la voz del hombre joven-, tengo curiosidad.

De repente, una explosión invadió su mundo: cristales hechos añicos, disparos y un instante de silencio. Luego el hombre más joven chilló:

–¡Maldita sea!

La cuerda se balanceó. Evan intentó meter los dedos bajo la mortal y asfixiante cuerda. Otra traca de disparos retumbó en sus oídos, cayó contra el suelo y sobre él llovieron trozos de escayola y astillas de madera. El trozo suelto de la cuerda cortada por el disparo le cayó sobre el rostro.

Intentaba respirar. Era en vano. Respirar era una capacidad olvidada, un truco que Evan ya no conocía. Al fin, su pecho encontró el maravilloso aire. Bebió oxígeno, bebió vida. Le dolía el cuello como si se lo estuvieran despellejando desde dentro.

Oyó un nuevo estallido y el sonido de un peso cayendo contra los arbustos, al otro lado de las ventanas.

Luego el más absoluto silencio.

Desgarró la bolsa de plástico que le cubría la cara. Parpadeó, escupió sangre y bilis. Una mano le tocó el hombro, unos dedos le pellizcaron.

–¿Evan?

Miró hacia arriba. Un hombre lo miraba fijamente. Pálido, calvo, alto. Más o menos de la edad de su padre, unos cincuenta y pocos.

–Se han ido, Evan -dijo el hombre calvo-. Vámonos.

–Lia… llame… -sentía cada sílaba arder como fuego en la boca-. Llame… policía. Mi… madre. Él…

–Tienes que venir conmigo -insistió-, no puedes quedarte aquí. Te estarán buscando.

Evan negó con la cabeza.

El hombre se agachó, desató la cuerda rota del cuello de Evan, lo puso en pie y lo arrastró lejos del cuerpo de su madre.

–Soy amigo de tu madre -le explicó. Sostenía una escopeta-. Te sacaré de aquí.

–Mi madre. La policía. Llame a la policía. Había un hombre… o dos…

–Se han ido. Llamaremos a la policía -dijo el hombre-, pero no desde aquí.

Empujó a Evan deprisa hacia la puerta.

–¿Quién demonios es usted? – preguntó Evan, luchando contra el pánico que empezaba a invadirle el pecho.

Un hombre que no conocía, con un arma enorme y que no quería que llamase a la policía. De eso nada.

–Hablaremos más tarde. No podemos quedarnos aquí. Necesito tu…

El hombre no pudo acabar la frase: Evan le arreó un gancho de izquierda en la mandíbula, sin mirar y con torpeza. Sentía aún los músculos agarrotados por el miedo y el dolor. El hombre se tambaleó hacia atrás y Evan salió corriendo por la puerta principal, que había quedado abierta.

–¡Evan, maldita sea! ¡Ven aquí! – le gritó.

Evan salió corriendo al húmedo aire primaveral. Las fuertes pisadas de sus deportivas eran el único sonido que se escuchaba en el tranquilo vecindario, entre las sombras de los robles. Miró hacia atrás. El hombre calvo salió corriendo desde la casa. Llevaba la escopeta en una mano y el petate amarillo de Evan en la otra. Entró en un desgastado Ford sedán azul aparcado en la calle.

Evan atajó por los elegantes jardines, esperando que una bala le destrozase la columna o la cabeza. Vio una puerta de un garaje abierta y giró hacia el jardín. «Por favor, Dios, que estén en casa.»

Subió al porche delantero de un salto, se apoyó en el timbre, y aporreó la puerta, gritando que alguien llamara a emergencias.

El Ford azul pasó a toda velocidad.

Un hombre mayor con aspecto de militar abrió la puerta con el teléfono inalámbrico en la mano.

Evan volvió corriendo hacia el jardín chillando a los vecinos que llamasen a emergencias e intentando apuntar la matrícula del Ford.

Pero el coche había desaparecido.

Capítulo 3

–Volvamos a esta mañana una vez más -dijo Durless, el detective de homicidios. Tenía una cara delgada y afable, con el aspecto demacrado de un corredor de fondo-, si es que puede, hijo.

Los investigadores habían mantenido a Evan alejado de la cocina, pero lo habían traído de vuelta a la casa para que identificara cualquier cosa que faltase o estuviese fuera de su sitio. Ahora se encontraba en la habitación de sus padres. Estaba hecha un desastre. Había cuatro maletas contra la pared, todas abiertas, y su contenido estaba esparcido por el suelo. Las fotos favoritas de su madre, que antes colgaban en las paredes, estaban rotas, pisoteadas sobre la alfombra. Se quedó mirando las fotos tras la telaraña de cristales rotos: el tono anaranjado del golfo de México al amanecer, la soledad de un roble retorcido en una extensión vacía en la pradera, Trafalgar Square, las sombras de la nieve al caer. Todo su trabajo, roto. Su vida, acabada. Aquello no podía estar sucediendo, pero sí era real; la ausencia de su madre parecía invadir la casa, el aire, sus mismos huesos.

«Ahora no puedes permitirte dejarte llevar por tus sentimientos. Tienes que ayudar a la policía a atrapar a esos tipos. Deja los lloros para más tarde. Reacciona.»

–¿Evan? ¿Me ha oído? – preguntó Durless.

–Sí. Haré cuanto me pidan.

Evan intentó tranquilizarse. Sentado fuera en la entrada, encogido por el dolor, le había dado al oficial una descripción del hombre calvo y de su coche. Llegaron más oficiales que precintaron la casa con eficiencia: habían colocado cinta de prohibido el paso alrededor de la puerta principal y de la entrada junto a la ventana de la cocina, hecha añicos, a la que el hombre había disparado con su escopeta. Evan se había sentado en el cemento frío y llamaba por teléfono a su padre, una y otra vez. No respondía. No había buzón de voz. Su padre trabajaba solo, era asesor independiente, sin empleados. Evan no conocía a nadie a quien pudiese llamar para ayudarle a localizarlo en Sidney.

Le había dejado un mensaje a Carrie en el móvil. Intentó llamarla a su apartamento. No tuvo respuesta.

Al llegar, Durless había entrevistado primero al oficial de la patrulla y al equipo de la ambulancia que había respondido a la llamada inicial. Se había presentado a Evan y le había tomado la primera declaración antes de pedirle que volviese a la casa. Lo acompañó a la habitación de su madre.

–¿Falta algo? – preguntó Durless.

–No.

Sumido aún en la conmoción, Evan se arrodilló junto a una de las maletas abiertas: estaban atiborradas de pantalones caqui de hombre planchados, camisas de botones, mocasines de piel nuevos y zapatillas de deporte. Todo de su talla.

–No toque nada -le recordó Durless, y Evan recogió la mano hacia atrás.

–No había visto nunca estas maletas ni esta ropa -dijo-, pero parece como si esta bolsa estuviese hecha para mí.

–¿Adónde iba su madre?

–A ningún sitio. Estaba esperándome aquí.

–Pero había hecho cuatro maletas. Con ropa para usted. Y había metido un arma en su bolso.

Señaló una pistola situada sobre uno de los montones de ropa desparramado de una maleta.

–No puedo explicarlo. Bueno, la pistola parece la Glock de mi padre. La usa para tiro al blanco. Es su pasatiempo. – Evan se limpió la cara-. Solía ir a disparar con él, pero no soy muy bueno. – Se dio cuenta de que estaba divagando y se calló-. Mamá… seguramente no pudo coger el arma cuando llegaron los hombres.

–Debía de estar asustada cuando metió la pistola de su padre en la maleta.

–Pues no lo sé.

–Venga. Volvamos sobre ello. Ella lo llamó esta mañana. A eso de las siete.

–Sí.

Evan volvió a contarle a Durless la llamada de teléfono de su madre insistiéndole que viniese a casa, su viaje desde Houston y el ataque de esos hombres, intentando desenterrar cualquier detalle que hubiese olvidado cuando declaró por primera vez.

–Esos hombres que lo atacaron en la cocina, ¿está seguro de que eran dos?

–Oí dos voces. Estoy seguro.

–Pero en ningún momento les vio las caras.

–No.

–Y luego llegó otro hombre, les disparó, voló el techo y le cortó la cuerda. Le vio la cara.

–Sí. – Evan se pasó una mano por la frente. En la declaración inicial, aún tembloroso por la conmoción, había dicho que era un hombre calvo, pero ahora podía hacerlo mejor-. De unos cincuenta años. Labios finos, dientes muy rectos, un lunar en… -Evan cerró los ojos durante un momento, intentando reconstruir la imagen- la mejilla izquierda. Ojos marrones, constitución fuerte. Posiblemente ex militar. Sobre un metro ochenta de alto. Aspecto de latino. Sin acento. Llevaba unos pantalones negros y una camiseta verde oscura. Sin anillo de casado. Un reloj de acero. No puedo decirle nada más sobre su coche, sólo que era un Ford sedán azul.

Durless escribió los detalles adicionales y se los entregó a otro oficial.

–Da la descripción revisada por radio -dijo. El oficial se fue. Durless levantó una ceja-. Tiene buen ojo para los detalles en momentos de estrés.

–Soy mejor con las imágenes que con las palabras.

Evan oía los susurros del equipo de investigación criminal del Departamento de Policía de Austin mientras analizaban la carnicería en la cocina. Se preguntó si el cuerpo de su madre todavía estaba en la casa. Era extraño estar en su habitación, ver su ropa y sus fotos ahora que estaba muerta.

–Evan, hablemos de quién querría hacerle daño a su madre -dijo Durless.

–Nadie. Era la persona más buena que se pueda imaginar. Amable. Divertida.

–¿Mencionó que tuviese miedo, que se sintiese amenazada por alguien? Piense. Tómese su tiempo.

–No. Nunca.

–¿Había alguien que sintiese rencor hacia su familia?

La idea parecía ridícula, pero Evan respiró profundamente, pensó en los amigos y en los socios de sus padres, en sí mismo.

–No. Discutieron con un vecino el año pasado, pero lo arreglaron y el tipo se mudó. – Le dio a Durless el nombre del antiguo vecino-. No se me ocurre nadie que nos desease ningún mal. Esto ha tenido que ser casualidad.

–Pero el hombre calvo le salvó -dijo Durless-. Según usted, persiguió a los asesinos, le llamó por su nombre, afirmó que era amigo de su madre e intentó que se marchara con él. Eso no suena en absoluto casual.

Evan sacudió la cabeza.

–No recuerdo el nombre de su padre -dijo el policía.

–Mitchell Eugene Casher. Mi madre es Dona Jane Casher. ¿Le había dado ya su nombre?

–Sí, lo ha hecho, Evan, lo ha hecho. Hábleme de la relación entre sus padres.

–Siempre han sido un matrimonio muy unido.

Durless se quedó callado. Evan no podía soportar el silencio. El silencio acusador.

–Mi padre no ha tenido nada que ver con esto. Nada.

–De acuerdo.

–Mi padre nunca le haría daño a su familia, jamás.

–De acuerdo -dijo Durless de nuevo-, pero entienda que tenga que preguntar.

–Sí.

–¿Qué tal se lleva usted con su familia?

–Bien. Genial. Estamos todos muy unidos.

–¿Me dijo usted que tiene problemas para ponerse en contacto con su padre?

–No contesta al móvil.

–¿Conoce su itinerario en Australia?

Ahora lo recordaba.

–Mamá lo colgaba normalmente en la puerta de la nevera.

–Es genial Evan, eso sirve de ayuda.

–Yo sólo quiero ayudarles a coger a quienquiera que haya hecho esto. Tienen que cogerlos. Tienen que hacerlo.

Su voz comenzó a temblar. Intentó tranquilizarse de nuevo. Se frotó la quemadura de la cuerda en el cuello.

Durless prosiguió:

–Cuando habló con su madre, ¿parecía asustada? ¿Como si esos tipos estuvieran ya en casa?

–No, no parecía nerviosa, pero sí sonaba algo rara. Como si tuviese malas noticias que contarme, pero no quería decir meló por teléfono.

–¿Habló con ella ayer o antes de ayer? Hábleme de su estado de ánimo en ese momento.

–Totalmente normal. Mencionó que tenía que realizar un trabajo en China. Es fotógrafa de viajes freelance. – Evan apuntó a los marcos rajados, las fotos distorsionadas bajo el cristal roto-. Ésos son algunos de sus trabajos. Sus favoritos.

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