Pánico – Jeff Abbott

El chico inspeccionó la tarjeta con una mirada crítica.

–Ven aquí y ponte a mi lado, fuera de la toma.

Raymond frunció el ceño, pero no por la tarjeta.

–¿Por qué no puedo estar yo en la toma?

–Porque es mi toma -dijo la gran Gin.

–Bueno, Raymond, francamente no parecías estar interesado -dijo Evan-. No pensabas que yo fuera legal.

–Seguro que sí -dijo la gran Gin-, es su manera de hablar. Ahora está haciéndose el guay, no faltándote al respeto.

–Raymond, también tenemos que ganarnos a la audiencia joven, ¿sabes? – explicó Evan-. Nuestro objetivo incluye a las chicas adolescentes.

Raymond, que sostenía una bolsa con la munición, intentó tocarse la mejilla con la lengua, volvió a mirar a Evan con el ceño fruncido, pero se fue y se quedó al lado del teléfono, calculó la pose y se puso de su lado bueno.

–Excelente. Pero no me gusta esa bolsa en tu toma. Parece que estás de compras.

Evan dio cinco pasos hacia atrás.

La gran Gin cogió la bolsa con la munición, la llevó donde estaba Evan y la puso a sus pies.

–Si no nos vas a comprar tendrás que compensarnos por nuestro tiempo.

–Por supuesto. Claro que ésta es básicamente vuestra audición privada y no tuvisteis que esperar ninguna cola y… -Se colocó la videocámara delante del ojo-. Si fuese al centro social tendría colas de gente deseando intentarlo como para llenar este aparcamiento.

La gran Gin miró al objetivo.

–¿Qué hago?

–Deja que brille tu personalidad al natural. – Evan estaba a quince pasos de ellos ahora, preocupado por el chico, cuyas sospechas no habían disminuido en ningún momento-. Sé natural. No me mires.

Evan se puso detrás de él y pulsó el botón de llamada del móvil que tenía en el bolsillo.

Un tono.

–Mira a la cabina y déjala sonar tres veces, déjame seguir grabando.

Pero Evan estaba grabando, agarrando el petate y la munición y corriendo marcha atrás hacia la camioneta. Dos tonos. Raymond todavía miraba fijamente el teléfono, pero la gran Gin no pudo resistirse a la atracción de la cámara. Se dio la vuelta cuando Evan estaba entrando en la camioneta. Había dejado las llaves en el contacto. Metió la marcha atrás de un tirón y vio a la gran Gin gritando y corriendo tras él. Atravesó la carretera en medio de bocinazos de los coches que venían en sentido contrario.

Raymond, ahora totalmente entregado a la idea del estrellato televisivo, respondió al teléfono:

–¿Esto es parte de la prueba? – preguntó.

–Llevo una semana grabando tus negocios. – Mintió Evan por teléfono-. Si vuelves a acercarte a ese teléfono le daré la cinta a la policía.

Por el espejo retrovisor vio a la gran Gin salir furiosa al tráfico, disparándole con el dedo y sin aliento tras una pequeña carrera.

–Eso es ilegal -voceó Raymond-. No eres más que un ladrón de mierda.

–Quéjate a la policía. Gracias por la munición. Hemos hecho un trato justo: no diré nada y me quedaré con las balas.

La respuesta de Raymond se cortó cuando Evan apagó el teléfono. Pisó a fondo el acelerador por si acaso a la gran Gin se le ocurría ir tras él en su reluciente Explorer nuevo. Esperaba que Gin y Raymond hubiesen sido más honestos que él. Abrió la bolsa. Cuatro cargadores. Intentó meter uno de ellos en la Beretta: encajaba y entraba a la perfección.

Ahora ya podía ir a buscar a El Turbio.

Capítulo 20

Evan condujo la pick-up más allá de los muros de las urbanizaciones con vigilancia. Las propiedades se elevaban tras hierro forjado y piedra de importación. El edificio estaba al borde del distrito de Gallería, la zona alta de Houston, atiborrado de tiendas de lujo, restaurantes y urbanizaciones para satisfacer los caprichos de las viejas fortunas petroleras y de quienes se habían hecho ricos gracias a las nuevas tecnologías. Este lugar en particular se llamaba Pinos de la Toscana, aunque los que proyectaban sombra sobre el terreno eran los pinos de incienso, cuyo nombre no era tan romántico como el de los pinos europeos. Al otro lado de la calle había unas oficinas de lujo y un pequeño y selecto hotel. Evan estacionó en el aparcamiento de la oficina.

Aguardó. Esperaba ver coches de policía, pero en su lugar presenció una procesión de Mercedes, BMW y Lexus que cruzaban las verjas. El Turbio salió de la caseta del guardia de seguridad una hora más tarde; se dirigió hacia un desvencijado Toyota, se subió y salió del complejo. Evan lo siguió en dirección a Westheimer, hacia River Oaks y el centro de Houston.

Paró al lado de El Turbio en el primer semáforo y esperó a que mirase hacia donde estaba él. El Turbio era el típico conductor de Houston, que no quería problemas por mirar al coche de al lado.

Evan tocó el claxon.

El Turbio se giró y se quedó mirándolo mientras Evan sonreía, y lo reconoció con el pelo negro.

«Tengo que hablar contigo», dijo Evan con los labios.

«Mierda, no», le respondió El Turbio. Sacudió la cabeza. Salió disparado saltándose el semáforo en rojo y giró repentinamente a la izquierda.

Evan lo siguió. Le hizo señas con las luces una vez, dos veces. El Turbio dio otros dos giros más y se metió detrás de un pequeño restaurante de comida a la parrilla. Evan lo siguió.

El Turbio estaba asomado a la ventana antes de que Evan aparcase.

–Ni se te ocurra acercarte a mí.

–Yo también me alegro de verte.

El Turbio sacudió la cabeza.

–Yo no. No me alegro en absoluto de verte, joder. Hay un agente del FBI al que se supone que tengo que llamar si veo tu puta sonrisa.

–Bueno, no estoy sonriendo, así que no tienes que llamarlo.

–Lárgate tío, por favor.

–No soy un sospechoso, no soy un fugitivo, sólo estoy desaparecido.

–Me da igual cómo lo llames. No necesito problemas en mi vida.

–En la televisión te quejaste de que no te conseguí trabajo en películas ni como jugador de póquer profesional.

El Turbio lo miró fijamente.

–Oye, tío, sólo estaba mostrando mi disponibilidad a las partes interesadas. Nunca se sabe quién está viendo las noticias.

–Bueno, como dijiste un par de mentiras sobre mí, puedes ayudarme y haremos borrón y cuenta nueva. Necesito dinero en efectivo.

–¿Crees que soy un cajero automático? – El Turbio se bajó las gafas de sol para que Evan pudiera verle los ojos-. Soy guardia de seguridad, no tengo dinero.

–Sé que puedes conseguirlo, Turbio. Tienes contactos.

–Ya no. Saca de aquí tu culo sin contactos.

–Es curioso que el hecho de que te libren de un crimen cree esta ola de gratitud -dijo Evan-, teniendo en cuenta que ni siquiera tenías un buen abogado cuando te conocí.

–No estoy en deuda contigo para siempre, Evan.

–Sí, en realidad sí. Sin El más mínimo problema aún tendrías tu culo en la cárcel, Turbio. Y sí, estarás en deuda conmigo para siempre.

El Turbio cerró los ojos.

–Estás en un lío. Si te ayudo seré un criminal.

–No, serás un amigo.

–Olvídame, tío.

–La cagué con la gente equivocada, igual que hiciste tú hace años, y quieren matarme para que el problema desaparezca. Necesito dinero en efectivo y un ordenador.

–Pues hazte una película y explícaselo al mundo. – El Turbio negó con la cabeza-. Lo siento, de ninguna manera, no puedo hacerlo.

–¿Sabes una cosa? No me merecías ni como abogado ni como amigo. Siento haberte molestado. Tú vives tu vida en libertad. Eres libre para quejarte y ponerme a parir. Agradécemelo cuando pienses en eso.

El Turbio se le quedó mirando y volvió a colocarse las gafas en su sitio.

Evan encendió el motor de la camioneta.

–Si viene alguien por aquí preguntando por mí, diles que no me has visto. Pero no te sorprendas si te matan para borrar su rastro.

Empezó a dar marcha atrás y El Turbio le puso la mano en la puerta. Evan se detuvo.

–Recibí una llamada, después de salir en la CNN. Una señora. Dijo que se llamaba Galadriel Jones. Dijo que trabajaba para la revista Film Today. Me preguntó si sabía algo de ti o si sabía dónde estabas, en plan exclusiva, y que me daría cinco mil dólares en efectivo y por debajo de la mesa.

Evan conocía Film Today. Era una publicación especializada, pequeña pero influyente, y no se creía por nada del mundo que un reportero pagase cinco mil dólares a un soplón; una revista como aquélla no podía permitírselo.

–¿Qué te pareció la mujer?

–Demasiado agradable y dulce.

–¿Te dio un número de teléfono?

–Sí. Me dijo que no llamara a la revista, que la llamara a su número.

–Te están tomando el pelo, Turbio. No te va a pagar. Creo que la gente que mató a mi madre tiene a mi padre. La única forma de que estés a salvo es ayudándome.

El Turbio se estalló los nudillos, y juró en voz baja. Se inclinó por la ventana.

–No me gusta que jueguen conmigo. Ni tú ni ellos.

–Soy el único que está siendo honesto contigo. Siempre lo he sido, pienses lo que pienses… Por favor, ayúdame.

El Turbio miró a Evan con dureza.

–¿Te acuerdas de dónde está la casa de mi hermanastro, en Montrose?

–Sí.

–Reúnete allí conmigo dentro de dos horas. Si no estás cuando llegue no esperaré, y nunca nos habremos visto ni habremos hablado, y nunca más volverás a buscarme.

Volvió a su coche, esperó a que Evan arrancase y luego salió pitando del aparcamiento.

Evan fue en la dirección contraria, comprobando si estaban observándolo desde algún coche.

El siguiente robo: un ordenador.

No podía ir a Joe’s Java, había demasiada gente que lo conocía allí. Recordó una cafetería no muy concurrida llamada Caffiend cerca de Bisonnet y Kirby, que normalmente reunía a numerosos estudiantes de la Universidad de Rice. Años atrás, cuando estudiaba audiovisuales, había editado una película en su ordenador y había dejado el aparato en la mesa para ir a pedir un café; siempre había gente maja por allí que podía vigilarlo. Los usuarios de portátiles eran confiados.

Puede que El Turbio no apareciese con el dinero, y mucho menos con un ordenador. Ya había robado una camioneta que era el orgullo de alguien; así pues, también podía robar un ordenador. La vergüenza lo invadió. Pero si necesitaba algo, lo robaría. Estaba en juego su supervivencia.

Mientras entraba en el café se preguntó en quién se estaba convirtiendo.

Se puso las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y se pasó la mano por el pelo negro, que ahora llevaba más corto. La tienda estaba llena, casi todas las mesas estaban ocupadas y un flujo constante de clientes compraba cafés para llevar.

En un mostrador situado a lo largo de la pared había una fila nueva de ordenadores con acceso a internet. No tendría que robar un ordenador, aquello era justo lo que necesitaba. Su próximo delito podía esperar.

Se compró un café e inspeccionó a la multitud. Nadie le prestaba atención. Era anónimo. Le dio la espalda a la habitación, notó el sudor que le bajaba por las costillas. Abrió un buscador en uno de los ordenadores. Era el único que estaba utilizando los sistemas del establecimiento, la mayoría de la gente se había traído su propio aparato.

Entró en Google y buscó «Joaquín Gabriel». Ninguna coincidencia total; había pocos hombres en este mundo que se llamasen así. Luego añadió «CIA» a los términos de búsqueda y obtuvo una lista de enlaces. Titulares de The Washington Post y de Associated Press.

«Las alegaciones del veterano espía son «erróneas», dice la CIA», y cosas por el estilo. La mayoría de los artículos eran de hacía cinco años. Evan los leyó todos.

Joaquín Gabriel había pertenecido a la CIA, antes de que el bourbon y la paranoia se apoderasen de él. Estaba encargado de identificar y de llevar a cabo operaciones internas para cazar a personal de la CIA que se había pasado al otro bando, trabajo conocido como cazatraidores. Gabriel había lanzado una serie de acusaciones cada vez más escandalosas en las que culpaba a colegas de la CIA de colaborar con grupos mercenarios de inteligencia imaginarios y de realizar operaciones ilegales tanto en Estados Unidos como en el resto del mundo. Gabriel acusó a la gente equivocada, entre ésta algunos de los agentes más respetados y antiguos de la Agencia. Pero sus alegaciones fueron difíciles de creer debido a su alcoholismo y a la absoluta falta de pruebas. Se marchó repentinamente con una pensión del gobierno y sin hacer comentarios. Volvió a su ciudad natal, Dallas, y montó un servicio de seguridad para empresas.

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