Pánico – Jeff Abbott

Capítulo 6

En la vida de Steven Jargo, la palabra «fracaso» era poco frecuente, y despreciaba la sensación de pánico que acompañaba a muchos cuando cometían un error. El trabajo iba bien o mal; no había término medio. El pánico era una debilidad, una muestra de falta de preparación y de valor, un veneno para el corazón de cualquiera. La última vez que había sentido miedo fue cuando cometió su primer asesinato, pero aquella sensación pronto se disipó, como el humo en la brisa.

Sin embargo, ahora, mientras corría, notaba una sensación parecida. Tenía arañazos en las manos tras deslizarse por el tejado de la casa de los Casher, huyendo de los disparos en la cocina, que le habían impedido borrar el disco duro del ordenador. Había caído en el césped fresco, sobre los rosales de Donna Casher. Las espinas le rasgaron las manos mientras veía a Dezz salir corriendo por la puerta de atrás; el silbido de las balas los acompañó mientras ambos se retiraban a su coche, que estaba aparcado una calle más allá. El ruido alertó a la policía, y los polis siempre conducen más rápido en los barrios ricos.

Jargo había alquilado ayer un apartamento vacío en Austin con un nombre falso y había pagado en efectivo. Quizá no era seguro, pero no tenía otro sitio donde ir.

–Por lo menos, uno de ellos.

Dezz respiraba con dificultad mientras Jargo conducía unos treinta kilómetros por encima del límite de velocidad hasta un vecindario tranquilo y marchito situado en la parte este de la ciudad.

–Cabeza afeitada. De tu edad. Con aspecto de mexicano. Es todo lo que vi. – Dezz se tocó la cabeza para asegurarse de que una bala no le había pellizcado el cráneo. Revolvía un caramelo en la boca, mascando rápido-. No lo reconocí. Vi un Ford azul en la calle. Matrícula XXC, el resto no lo vi. Era una matrícula de Texas.

–¿Evan recibió algún disparo?

–No lo sé. El atacante disparó hacia donde estaba. La cuerda casi lo había matado. ¿Borraste los archivos del sistema?

–Ella ya había sobrescrito el sistema. No iba a dejar nada para que lo encontrásemos en caso de que apareciésemos.

Dezz se apoyó en la ventana del coche.

–Ese cabrón hizo que me meara de miedo. Si lo vuelvo a ver está muerto.

Luego Dezz, que era pequeño pero fuerte y tenía una mirada como si sufriera fiebre, dijo:

–¿Qué demonios hacemos, papá?

–Luchar contra ellos.

Jargo aparcó al lado del apartamento y todavía miraba por el espejo retrovisor para asegurarse de que no los seguían.

–Evan no nos vio.

–Pero tenía los archivos en su ordenador -dijo Jargo-. Él lo sabe.

Subieron corriendo y Jargo hizo dos llamadas. En la primera no saludó siquiera, se limitó a dar breves indicaciones de cómo llegar al apartamento, escuchó una confirmación y luego colgó. Luego llamó a una mujer que utilizaba el nombre en clave de Galadriel. Tenía en nómina a un grupo de expertos en ordenadores y los llamaba sus elfos, por la magia que podían utilizar contra servidores, bases de datos y códigos. Galadriel (el nombre se debía al de la reina de los elfos de Tolkien) era una antigua experta en ordenadores de la CIA. Jargo le pagaba diez veces más de lo que le había pagado el gobierno.

Le dio a Galadriel la descripción de Dezz sobre el atacante y la matrícula del Ford azul, le pidió que buscase coincidencias en su base de datos. Ella dijo que lo volvería a llamar.

Jargo se puso una loción antibacteriana en sus manos rasgadas y miró por la ventana a dos jóvenes madres caminando bajo el sol, con sus bebés, dándose el gusto de cotillear sobre cosas frívolas. Austin abrazaba aquel precioso día de primavera, un día para observar cómo unas preciosas madres elevan sus rostros al sol, no un día de muerte y dolor en el que todo su mundo se desintegraría. Estudió la calle. No había ningún coche aparcado con ocupantes dentro. Algunos viandantes se dirigían a una pequeña tienda de ultramarinos del barrio. Observó si alguien lo estaba mirando.

Iba a tener que llamar a Londres enseguida. Le habían mentido, y no estaba contento.

–Los archivos desaparecieron -dijo Dezz-. Si Evan está vivo no puede hacernos daño.

–Si Evan los tenía en el ordenador supongo que los habrá visto -adujo Jargo-. Puede dar nombres. Es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.

Dezz se sentó en el sofá del apartamento. Daba vueltas a la Game Boy en sus manos. El aparato estaba cerrado. En la boca, jugaba con tres caramelos. Jargo se dio cuenta de que estaba enfadado y nervioso: lo habían interrumpido cuando estaba a punto de matar a alguien. Sin duda descargaría esa furia contenida contra la próxima persona que encontrara.

Se sentó junto a Dezz.

–Cálmate. Hicimos bien en escapar. Era una emboscada.

–Me pregunto quién le diría al tío de la escopeta que estábamos allí.

Dezz movía de un lado a otro el jarabe del caramelo en la boca.

Jargo fue a la cocina y se sirvió un vaso de agua. Evan se parecía a su madre; no resultaba fácil matarlo. Pensó en la preciosa cara de Donna Casher, y en que no debería de haberla dejado aquellos dos minutos a solas con Dezz, mientras él iba en busca de su ordenador. Pensó en cómo le había dicho a Donna «Lo siento» después de matarla. Dezz necesitaba más autocontrol.

–Por las maletas deduzco que su madre le había dicho que tenían que huir. Sin duda, los archivos estaban en el ordenador de Evan, y ésa era la razón por la que tenían que huir. Tenía que ponerle un cohete en el culo para hacer que viniese rápido a casa. Deberías haber cogido su portátil.

Dezz abrió la Game Boy y jugueteó con los botones. Jargo lo dejó, aunque el ruidillo del juego le resultaba muy molesto. El opiáceo electrónico y la mejilla llena de caramelos calmaron al muchacho.

–Lo siento. Eso hubiese significado recibir un tiro. No importa, los archivos han desaparecido.

–Si Evan habla con la policía -dijo Jargo- estamos jodidos.

–No tiene pruebas. No nos vio las caras. Pensarán que se trataba de un robo.

La radio comenzó a contar una historia sobre dos policías que habían sido atacados y un testigo de un homicidio que había sido secuestrado. Dezz cerró la Game Boy. El reportero dijo que habían sido golpeados y estaban heridos, y dieron la descripción de Evan Casher y de un agresor calvo.

Jargo tamborileaba los dedos contra su vaso.

–Evan está vivo y nuestro amigo le dejó hablar con la policía antes de volver a atraparlo. Me pregunto por qué.

Dezz desenvolvió otro caramelo.

Jargo le quitó el caramelo de la mano de un manotazo.

–Mi teoría es que Donna sabía que estaba en peligro y contrató a alguien para que la protegiera. Ése es el que nos atacó. – Miró a Dezz con firmeza-. ¿Estás seguro de que no te reconoció mientras la seguías?

–Claro que no me reconoció, tuve mucho cuidado.

–Te dije que no la subestimases.

–No lo hice. Pero si este tipo es sólo un gorila a sueldo, ¿por qué vuelve para llevarse a Evan? Quien le pagaba estaba muerta. No tenía ninguna necesidad de arriesgar el cuello.

Jargo frunció el ceño.

–Ésa es una muy buena pregunta, y bastante inquietante, Dezz. Está claro que cree que Evan tiene algo que él quiere.

Dezz parpadeó.

–Entonces, ¿qué le decimos a Mitchell de su mujer? ¿O simplemente lo matas y no te molestas en darle explicaciones?

–Le diremos que llegamos tarde para salvarla. Que un asesino a sueldo la mató a ella y secuestró a su chico. Mitchell estará destrozado… será fácil de manipular.

Dezz se encogió de hombros.

–Vale. ¿Siguiente paso?

–Pensar a quién le pudo pedir ayuda Donna. Si le encontramos, encontraremos a Evan, y entonces le diremos que podemos llevarlo directamente a su padre. Es la distancia más corta entre dos puntos.

Llamaron a la puerta. Dos golpes secos rápidos y luego otros dos más despacio. Dezz caminó hacia la puerta pistola en mano.

El patrón se repitió y luego una voz dijo «Galletas de las exploradoras».

Dezz abrió la puerta. Esbozó una gran sonrisa.

–Hola exploradora.

Carrie Lindstrom entró, con la cara cansada y su cabello oscuro recogido en una cola de caballo; llevaba un pantalón vaquero y una camiseta metida por dentro. Miró alrededor y preguntó:

–¿Dónde está Evan?

Jargo la sentó y le contó lo que había ocurrido, describió al calvo según informaron en las noticias y según la ojeada fugaz de Dezz.

–¿Reconoces al tío?

–No, Evan no conoce a nadie que encaje con esa descripción, al menos en Houston.

Jargo la miró con dureza.

–Carrie, se suponía que tenías que encontrar esos archivos si Evan los tenía. Estaban en su ordenador. Yo mismo los vi. No hiciste tu trabajo.

–Lo juro…, no estaban allí.

A Jargo le gustaba ver el miedo en sus ojos.

–¿Cuándo los buscaste por última vez?

–Anoche. Fui a su casa, él estaba viendo una película y bebiendo vino. Le pregunté si podía mirar mi correo electrónico. Dijo que sí. Miré pero no había archivos nuevos en el sistema. Lo juro.

–¿Pasaste la noche con él?

–Sí.

–¿Te lo follaste bien? – preguntó Dezz con un tono de diversión en la voz.

–Cállate Dezz -dijo ella.

–Entonces, ¿cómo se escapó de ti en Houston? – le preguntó Jargo.

–Fui a buscar el desayuno. Paré al lado de mi casa; al volver había un tráfico tremendo. Cuando llegué a su casa ya se había ido. Dejó un mensaje en mi contestador diciendo que le había surgido una emergencia y se había marchado.

–Hoy accedí a tu buzón de voz. Escuché el mensaje que te dejó.

A Carrie le temblaba la mandíbula.

–¿Entraste en mi buzón de voz? No confías en mí.

–Carrie. Esta mañana estuve por lo menos dos horas sin saber nada de ti. Si no hubiese marcado tu buzón de voz no hubiera sabido que Evan se dirigía a Austin y que Donna podía escaparse. Gracias a Dios que lo hice. Su calle es difícil de vigilar y al parecer contrató a un gorila para ayudarla a escapar. Por culpa tuya hoy he perdido una hora preciosa.

–No comprobé mis mensajes. Lo siento. Yo…

–Los archivos que encontré estaban en el sistema de Evan desde esta mañana -dijo Jargo-. Así que te creo. Tienes suerte.

–Dijiste que pondrías a Evan y a su madre a salvo -dijo Carrie.

–Estás perdiendo la perspectiva -dijo Dezz-, dormir con él no fue una buena idea.

–No seas mamón. – Se giró hacia Jargo-. ¿Dónde está?

–Lo han secuestrado.

–¿Matasteis a su madre? – Su voz era débil.

–No, ya estaba muerta cuando llegamos. Evan entró, nosotros lo redujimos y buscamos su portátil. Encontramos los archivos y los borramos. Pero entonces nos atacaron y supongo que fue el asesino de Donna, que volvió a la escena por alguna razón.

Jargo observaba su cara para ver si se tragaba la mentira.

Ella cruzó los brazos.

–¿Quién se lo habrá llevado?

–Cualquiera que supiera que su madre tenía los archivos. Debió de intentar llegar a un acuerdo sobre ellos con la gente equivocada.

–Evan no sabe nada -dijo ella.

–Creo que te ha tomado el pelo. Su madre le envió esos archivos esta mañana y él los vio, sabe que en realidad no eres su querida novia. – Jargo detuvo el impulso de pegarle, de arruinar esa cara perfecta de porcelana, de lanzarla directamente por esa ventana de cristal-. Se deshizo de ti y escapó, y tú le dejaste porque eres tonta del culo, Carrie.

Ella abrió la boca, como si fuese a hablar, y luego la cerró.

–Carrie, te doy una última oportunidad. ¿Me estás contando todo lo que sabes? – preguntó Jargo.

–Sí.

–¿Lo llamaste esta mañana? – dijo, como si en realidad ya lo supiese.

–No -respondió ella-. ¿Vamos a ir tras él o no?

Jargo la observaba. Estaba decidiendo qué decir.

–Sí, porque la otra posibilidad es que sea la CIA quien haya atrapado a Evan. Ellos tienen más que perder. Tenían todas las razones para matar a su madre -dejó que las palabras se asentasen en la mente de ella-, igual que mataron a tus padres, Carrie.

El rostro indiferente de Carrie no se alteró.

–Tenemos que recuperar a Evan.

–Eso es mucho pedir -añadió Dezz-, si la CIA lo tiene nunca lo encontraremos.

–Lo más preocupante es que la agencia matase a Donna -dijo Jargo-, y que la agenda del caballero que atrapó a Evan fuera completamente distinta. Me parece que estamos luchando contra dos frentes.

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