Pánico – Jeff Abbott

Evan decidió jugar la carta de la compasión.

–Creemos que mis padres pasaron por el orfanato del Hogar de la Esperanza, pero sus informes fueron destruidos -comentó Evan-. Estamos intentando encontrar cualquier otra fuente alternativa de información, y también saber más cosas sobre el Hogar. Mis padres murieron hace varios años y queremos unir el rompecabezas de su vida anterior.

–Es admirable -dijo Dealey Todd- ese interés por tus padres. Mi hija vive en Cleveland y no se molesta en llamar más que una vez al mes.

–Dealey-llamó la señora Todd desde la cocina-, a ellos eso no les importa, cariñito mío.

Su cariñito puso una cara amarga y dijo:

–De acuerdo, el orfanato. – Se encogió de hombros, volvió a sonreír y le dio un sorbo a su café solo-. El orfanato se quemó diez años después de construirlo, así que os queda un camino difícil para encontrar información.

Evan sacudió la cabeza.

–Tiene que existir alguna fuente. ¿Quién lo construyó? Quizá la organización benéfica que lo financiaba tenga lo que necesito.

–Déjame ver. – Cerró los ojos para pensar-. Originariamente lo puso en marcha una organización benéfica aconfesional de Dayton, pero luego lo vendieron a… -Se daba golpecitos en el labio superior-. Veamos, intento recordar el nombre de una empresa de Delaware. Probablemente encontraréis el registro de la venta en la oficina del secretario del condado. Pero recuerdo que fueron a la quiebra después del incendio, y nadie reconstruyó el orfanato.

Un propietario en quiebra. Sólo Dios sabía lo que había ocurrido con esos archivos. Pero Evan había aprendido en sus entrevistas para los documentales que los callejones sin salida a menudo tenían atajos, pero no estaban a la vista. Pensó un segundo y preguntó:

–¿Cómo se sentía la gente de la ciudad con respecto al orfanato?

–¿Sabes? No es que Goinsville no sea un lugar caritativo, pero muchas personas de por aquí no estaban precisamente rebosantes de alegría con el orfanato. Había una especie de sentimiento de «sí, pero no en mi barrio». Un puñado de beatas se sentían un tanto molestas con esto…

–Dealey, cariñito mío, no exageres -apuntó la señora Todd desde la cocina.

–Pensé que cuando me jubilase del periódico dejaría atrás a los editores -señaló Dealey.

Silencio en la cocina.

–No estoy exagerando -les dijo a Evan y a Carrie-. A la gente no le gustaba especialmente que las muchachas con problemas fuesen al Hogar de la Esperanza y dejasen allí sus preciosas cargas. Tenían a los pecadores junto con el producto final.

De repente se quedó callado y sonrió con preocupación al recordar que estaba hablando de los padres y de los abuelos de Evan.

–¿Alguien odiaba aquel lugar lo suficiente como para quemarlo? – preguntó Evan.

–Al principio, todo el mundo pensó que había sido un accidente causado por los cables eléctricos. Pero seis meses después del incendio, un adolescente llamado Eddie Childers mató a su madre de un disparo y luego se pegó un tiro. La policía encontró recuerdos de los lugares incendiados: patucos, un uniforme de chica del orfanato, fotos de familia de los trabajadores del Palacio de Justicia. Todo estaba guardado bajo su cama. Nunca lo olvidaré; yo estaba allí cuando los oficiales encontraron todo eso. Y dejó una nota responsabilizándose de todo. Era un crío rebelde. Fue triste, muy triste.

–Así que todos los archivos sobre los niños nacidos en el Hogar de la Esperanza fueron destruidos -dijo Evan-, porque tanto el orfanato como el Palacio de Justicia desaparecieron y los propietarios entraron en quiebra.

–Sí, básicamente -respondió Dealey-. Recuerdo que escribí unos cuantos artículos sobre la empresa propietaria del orfanato después de que ardiese… porque ya sabes, acabó con unos veinte puestos de trabajo o así en la ciudad. La gente esperaba que lo reconstruyesen. Veinte puestos de trabajo son veinte puestos de trabajo.

–Bueno, buscaremos los artículos en la biblioteca -propuso Carrie.

«Esto es un callejón sin salida, no es nada. No puede ser -pensó Evan-. Ése es el quid de la cuestión: Goinsville es un callejón sin salida.» Alguien quería que fuese el final del camino para cualquiera que viniese buscando a los padres de Evan. «No puede ser. No puedes tener un negocio que se ocupa de cuidar niños y que todos los retazos de su historia desaparezcan…»

–Gracias por su tiempo -dijo Carrie.

–Veinte puestos de trabajo -dijo Evan de repente-. Dígame, ¿conoce a alguien que trabajase en el Hogar de la Esperanza que todavía siga vivo?

Dealey se mordió el labio, pensativo. La señora Todd salió de la cocina:

–Bueno, la mujer del primo de Dealey trabajaba en el orfanato como voluntaria. Les leía cuentos a los niñitos todos los miércoles, ¿sabe? Despertaba su interés por los libros, porque ya sabe que ésa es la clave del éxito. Me acuerdo porque Phyllis ganó un premio a la «Voluntaria del año» y mi suegra me dio la lata durante semanas para que me presentase como voluntaria. Ella podría ayudaros o daros los nombres de los empleados.

–¿Por casualidad vive todavía por aquí cerca? – preguntó Evan-. Podría enseñarle fotos de mi padre y de mi madre a ver si se acuerda de ellos.

–Claro -respondió Dealey-. Phyllis Garner vive a cinco calles de aquí.

–Phyllis no tiene ni un pelo de tonta -añadió la señora Todd-. Lástima, cariñito mío, que eso no sea común en tu familia.

Con una rápida llamada de teléfono se informaron de que la señora Garner estaba en casa, viendo el mismo culebrón que la señora Todd. Condujeron cinco calles más con Dealey Todd hasta una casa de ladrillo perfectamente conservada a la que daban sombra unos robles gigantes. La señora Garner llevaba un conjunto de suéter y chaqueta de color lavanda, iba perfectamente peinada y tenía como mínimo ochenta y cinco años.

Mediante un gesto, Phyllis Garner los invitó a sentarse en un sillón con estampado floral.

–Sé que ha pasado mucho tiempo, señora. – Evan le mostró fotos actuales de sus padres-. Sus nombres eran Arthur y Julie Smithson.

Phyllis Garner estudió la foto.

–Smithson. Creo que recuerdo ese nombre. ¡James! – Phyllis llamó a su nieto, que andaba haciendo chapuzas en el garaje-. Ven a ayudarme un minuto.

Y ambos desaparecieron en un sótano, dejando a Dealey, a Evan y a Carrie hablando del tiempo y de fútbol universitario, dos de los más vivos intereses de Dealey.

Phyllis volvió quince minutos después, llena de polvo, pero sonriente. Su nieto traía una caja. La puso en la mesa del café y se marchó a terminar de hacer sus chapuzas.

Phyllis se sentó entre Evan y Carrie, abrió la caja y sacó un álbum de recortes amarillento.

–Fotos de los niños. Recuerdos. Me hacían dibujos y los firmaban «para la señorita Phyllis». Había una niña que siempre firmaba «para mi mamá»; me decía que necesitaba practicar conmigo para el día que tuviese una madre de verdad. Me rompía el corazón. Quise traérmela a casa, pero mi marido no quiso ni oír hablar de ello, y fue la única discusión que nunca gané. Mi corazón sufría por aquellos niños. Nadie los quería. Eso es lo peor del mundo, que no te quieran. Espero que reconozcas a tus padres aquí.

Y fue pasando las páginas. Phyllis Garner era hermosa, radiante y probablemente el sueño de todo huérfano. Evan se preguntó si la señora Garner había sido consciente del doloroso anhelo de esos niños desamparados por que ella los agarrase de la mano y les dijese «Te vienes conmigo». Hubiese sido más fácil si un ángel como aquél hubiese mantenido las distancias.

Señaló una foto con un grupo de seis o siete niños. Los ojos de Evan se dirigieron primero a los niños, buscando a su padre y a su madre en cada uno de los rostros. No. No eran ellos. Luego se fijó en el hombre que estaba detrás de los chavales.

Era bajo y tenía poco pelo, pero no estaba calvo del todo.

Llevaba gafas y una estrecha barba académica. Pero la forma de su cara y la seguridad de su actitud eran las mismas. Evan había visto esa cara varias veces en los recortes de noticias que le habían enviado de forma anónima en su conferencia cuatro meses atrás. La sonrisa del hombre era hermética, como si encerrase la fascinante personalidad que lo había convertido en toda una fuerza en Londres.

Alexander Bast.

–Ese hombre, ¿quién es? – preguntó Evan, manteniendo un tono tranquilo.

Phyllis pasó la página; tenía una lista de nombres en la parte de atrás escrita con una cuidada letra cursiva.

–Edward Simms. Era el propietario de la empresa que llevaba el Hogar de la Esperanza. Sólo vino aquí una vez, que yo recuerde. Le pedí que posase con un grupo de niños, en honor a su visita. Dios mío, sonrió; pero cualquiera hubiera pensado que le había tirado un balde de agua hirviendo por encima. Actuaba como si los niños estuviesen sucios. El resto de las señoras lo encontraban encantador, pero a mí no me hace falta oír el cascabel para reconocer a una serpiente.

Carrie le agarró el brazo a Evan con fuerza. Sin decir ni una palabra, señaló a un chico alto y delgado situado al lado de Bast. Su cara mostraba conmoción.

–¿Qué ocurre, querida? – preguntó Phyllis.

Capítulo 29

Después de un largo rato Carrie dijo:

–Nada. Pensé que…, pero no era nada.

–¿Estás bien? – preguntó Evan.

Ella asintió:

–Estoy bien.

–Éste fue el último grupo de niños que llegaron antes del incendio, creo… -Phyllis Garner dejó el libro de recortes abierto en su regazo y recorrió la página con los dedos-. Recuerdo que eran tímidos al principio. Y por supuesto, eran niños más mayores, no bebés. Era una pena que todavía no los hubiesen adoptado. La gente quería bebés.

Carrie señaló a un niño alto y desgarbado.

–Estaba en la foto con el señor Simms.

Siguió agarrando el brazo de Evan.

Phyllis sacó la foto de la funda de plástico.

–Escribí sus nombres en la parte de atrás… Richard Allan. – Miró a Carrie con preocupación-. Cielo, ¿estás bien? Todavía pareces afectada.

–Sí, estoy bien, gracias. Tiene razón, es triste que estos niños más mayores no encontrasen un hogar. – La voz de Carrie volvía a sonar normal.

–Era tan injusto -dijo Phyllis-. Sólo buscaban bebés. Éste era un grupo de niños interesante. Guapos, brillantes, claramente bien cuidados y hablaban de forma muy correcta. En el orfanato veías niños para los que la esperanza había desaparecido. No sólo la esperanza de encontrar una familia, sino también la de tener una vida más allá de trabajos precarios. Los huérfanos tienen que librar una batalla cuesta arriba, pero estos niños no parecen destrozados para nada.

Evan pasó una página. Una foto de dos niñas adolescentes con un chico entre ellas, de pelo espeso y castaño, una amplia sonrisa en el rostro, unas pecas desperdigadas por las mejillas y un pequeño hueco entre los dientes delanteros.

Jargo. Seguía teniendo aquellos mismos ojos, fríos y cómplices.

–¡Dios mío, Dios mío! – dijo Carrie.

Fue casi un gemido. El sudor empezó a recorrer la espalda de Evan.

–¿Has encontrado a tu padre? – preguntó Phyllis alegremente.

Evan miró el resto de la página. Dos fotos más abajo había dos niños y una niña rubia con los ojos verdes, de una belleza que llamaba la atención pero con un aire serio. Un chico a su lado sostenía una pelota de fútbol, sudoroso después de jugar, con el cabello rubio y peinado de lado, sonriendo y preparado para conquistar el mundo.

Mitchell y Donna Casher preadolescentes, congelados en el tiempo, como Jargo.

–¿Puedo? – preguntó Evan.

–Por supuesto -respondió Phyllis.

Sacó la foto de la cubierta de plástico y le dio la vuelta. Se leía: «Arthur Smithson y Julie Phelps», escrito con la caligrafía perfecta de Phyllis.

–Smithson -repitió Phyllis-. ¡Eso es! ¿Son tu familia?

–Sí, señora -respondió Evan con voz ronca y forzando una sonrisa.

–Cielo, entonces puedes llevarte la foto, es tuya. ¡Ay, estoy tan feliz de haber podido ayudarte!

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