Pánico – Jeff Abbott

Turbio le dio la maleta. Evan se sentó en el suelo y la abrió. Había unos cientos de dólares, todos en billetes usados de diez y de veinte.

–Cuéntalo. Son unos mil. Eso es todo lo que te puedo dejar.

–No necesito contarlo. Gracias.

–Lawan tenía un portátil, puedes quedártelo.

–Gracias, Turbio. Muchas gracias. – Evan suspiró para ocultar cómo se le quebraba la voz-. Sabía que podía confiar en ti. Sabía que no me dejarías tirado.

–Evan. Escúchate a ti mismo. ¿Crees que nunca vi la pena en tu cara? ¿Que nunca escuché ese tono de voz que me decía que me estabas haciendo un favor que cambiaría mi vida? No eres tan listo como quieres aparentar, chico. Ahora tú eres el que se ha venido abajo. Ahora eres tú el que necesita que te echen una mano. Ahora eres tú el que parece una mierda de perro pegada a la suela de un zapato.

–Nunca me diste pena.

–No te creías que pudiese librarme por mí mismo de la cárcel.

–No podías.

–La rueda de la fortuna hizo que llamases a mi puerta y me ayudases. Pero quiero que despiertes y veas el mundo tal y como es, porque no sabes lo que es tener problemas, verdaderos problemas. Confié en ti porque no tenía elección. Tú has confiado en mí cuando no has tenido tampoco elección, Evan. Tienes otros amigos a los que podrías haber acudido, más listos que yo. No confíes en nadie a menos que no tengas otra opción. Ése es mi lema. – El Turbio alargó el brazo y estrechó el hombro de Evan-. Estuve pensando en lo que me dijo esa Galadriel Jones. Me dijo que si venías por aquí la llamase a este número y me daría cinco mil pavos en efectivo, libres de impuestos.

–Pero no has llamado.

–¿Tú qué crees?

–No. Porque valoras mucho el respeto y ella está intentando sobornarte, engañarte.

–Fingí que la escuchaba, y claro que me sentí tentado. Eso es más de dos años de sueldo limpiándoles el culo a los mocosos de Pinos de la Toscana. Pero ¿sabes qué? Que le den. Puede que haya mentido y robado alguna vez, pero no me van a comprar.

–Me alegro, Turbio. Gracias.

–De nada.

–Necesito que me prestes un teléfono. Y necesito usar el ordenador de tu hermano. ¿Estaremos seguros aquí durante un rato?

–Sí, a menos que el agente inmobiliario aparezca para enseñar la casa. – El Turbio se encogió de hombros-. Aunque no creo.

Evan sudó durante los cuatro tonos.

–¿Sí? – dijo una voz de mujer, desgastada por el uso de toda una vida.

–Hola, ¿podría hablar con la señora Briggs?

–Vendas lo que vendas estoy segurísima de que no quiero nada.

–No soy un vendedor, señora. Por favor, no cuelgue… usted es la única persona que puede ayudarme.

El ego de la anciana no pudo resistir esa súplica.

–¿Quién es?

–Me llamo David Rendon. – En el último momento decidió no utilizar su verdadero nombre; la gente mayor estaba a menudo enganchada a las noticias, así que tomó una de las identidades falsas de los pasaportes-. Soy reportero del Post.

La mujer no reaccionó ante esto, así que Evan fue al meollo directamente:

–La llamo para ver si recuerda a la familia Smithson.

Se produjo un silencio durante diez largos segundos.

–¿Quién dijo que era usted?

–Un reportero del Post, señora. Estaba buscando entre los archivos y vi la historia de que sus vecinos desaparecieron hace veinte años. No encontré más seguimiento de la historia y me interesaría saber lo que les ocurrió a ellos y a usted.

–¿Pondrá mi foto en el periódico?

–Apuesto a que podría hacerlo.

–Bueno. – La señora Briggs bajó la voz hasta alcanzar un ensayado tono de conspiración-. No, los Smithson no volvieron a aparecer. A ver, aquella casa era un sueño, perfecta para una familia joven, y simplemente van y se marchan. Increíble. Me había encariñado con su bebé, y también con Julie. Arthur era un imbécil. No le gustaba hablar.

Al parecer ser reservado era claramente un crimen para la señora Briggs.

–Pero ¿qué pasó con su casa?

–Bueno, no habían terminado de pagar la hipoteca y el banco la revendió por medio de un agente inmobiliario de la zona.

No estaba seguro de qué preguntar ahora.

–¿Eran una familia feliz?

–Julie estaba tan sola… podías vérselo en la cara, en su forma de hablar. Una chica asustada, como si el mundo se hubiese ido dejándola atrás. Me dijo que estaba embarazada y recuerdo que me pregunté «¿Por qué hay miedo en la cara de esta dulce chica?». Era la noticia más feliz que le podrían dar y parecía que se le venía el mundo encima.

–¿Alguna vez le dijo por qué?

–Pensé que no era feliz en su matrimonio con ese tipo tan seco. El niño la ataba.

–¿Sugirió alguna vez la señora Smithson que quisiese escapar? ¿Adoptar otro nombre?

–Dios mío, no. – La señora Briggs hizo una pausa-. ¿Es eso lo que ocurrió?

Evan tragó saliva.

–¿Alguna vez oyó mencionar el apellido Casher?

–No que yo recuerde.

Había pasado su niñez en Nueva Orleans mientras su padre acababa su master en informática en Tulane. Cuando Evan tenía siete años se mudaron a Austin. Creía que había nacido en Nueva Orleans.

–¿Alguna vez le mencionaron Nueva Orleans?

–No. ¿Qué ha averiguado sobre ellos?

–He encontrado algunas piezas que no encajan demasiado bien -suspiró-. ¿No será usted una chamarilera, verdad, señora Briggs?

Esbozó una delicada y cálida sonrisa.

–El término educado es «coleccionista».

–¿Guardó alguna foto de los Smithson? Como usted y Julie eran tan íntimas…

De nuevo silencio.

–La tenía, pero se la di a la policía.

–¿No se la devolvieron?

–No, se la quedaron y no me la devolvieron. Supongo que debe de estar todavía en el archivo del caso. Si es que lo hay.

–¿No tenía ninguna otra foto?

–Creo que me quedé con una foto suya de Navidad, pero no sé donde puede estar. No viajaban en Navidad. No tenían familia, sólo se tenían el uno al otro. Se conocieron en un orfanato, ¿sabe?

–¿En un orfanato?

–Es una historia muy a lo Dickens: Oliver Twist casado con la pequeña Nell. Un año no pude ir a casa de mi hermana a causa de una tormenta de nieve, así que pasé la Nochebuena con los Smithson. Arthur estaba borracho. No me quería allí. Eso avergonzaba a Julie, podía notarlo, pero pudimos pasar un rato agradable cuando Arthur se quedó dormido. – Sacudió la cabeza-. No entiendo la presión que se infringe la gente a sí misma. Los envejece. Yo nunca me preocupo.

Una madre indecisa, un padre borracho. No parecían sus padres.

–Señora Briggs, si tiene otra foto de los Smithson le agradecería mucho que me la enviase.

–Y lo haría si me dijese quién es realmente. No creo que sea reportero, señor Rendon.

Evan decidió ser sincero. Confiar en ella, porque necesitaba la información.

–No lo soy. Me llamo Evan Casher. Siento decepcionarla.

–Entonces ¿quién es?

Esto era un gran riesgo. Podía equivocarse. Pero si no lo intentaba estaría en un callejón sin salida.

–Creo que soy Robert Smithson.

–¡Ay Dios mío! ¿Es una broma?

–No es el nombre con el que me crié, pero encontré una conexión entre mis padres y los Smithson. – Hizo una pausa-. ¿Tiene usted acceso a internet?

–Soy vieja, pero no anticuada.

–Vaya a cnn.com, por favor. Busque Evan Casher. Quiero que me diga si reconoce alguna de las fotos.

–Un momento. – La oyó dejar el teléfono y cómo se despertaba un ordenador. La oyó manejar el ratón y teclear-. Estoy en CNN. ¿c-a-s-h-e-r?

–Sí, señora.

La oyó escribiendo en el teclado. Luego un silencio.

–Busque una historia de un homicidio en Austin, Texas -le dijo.

–La veo -murmuró la señora Briggs-. ¡Dios mío!

La última vez que había visitado la página la actualización incluía una foto de su madre y otra suya en la página.

–¿Se parece Donna Casher a Julie Smithson?

–El pelo está diferente. Han pasado muchos años… pero sí, creo que es Julie. ¡Cielos, está muerta!

Parecía tan afligida como si Julie todavía fuese su vecina.

–Dios mío… -Evan procuró calmar su voz-: Señora Briggs, creo que mis padres eran los Smithson y que se metieron en problemas graves en aquella época y tuvieron que adoptar identidades nuevas. Esconderse de su pasado.

–¿Eres tú? ¿El de la foto al lado de la suya?

–Sí, señora.

–Te pareces a tu madre. Eres la viva imagen de Julie.

Dejó escapar un suspiro.

–Gracias, señora Briggs.

–Aquí dice que te han secuestrado.

–Lo hicieron. Estoy bien. Pero no quiero que nadie sepa dónde estoy ahora.

–Debería llamar a la policía, ¿no? – Elevó la voz.

–Por favor, no llame a la policía. No tengo derecho a pedirle esto, y usted debería hacer lo que crea que está bien…, pero no quiero que nadie sepa dónde estoy, ni que sé cuáles eran los nombres de mi familia. Quienquiera que ha matado a mi madre puede que me mate a mí.

–Robert -hablaba como si se le rompiese el corazón-, espero que no sea una broma.

–No señora, no lo es. Pero si me llamaba Robert, nunca lo supe.

–Los dos te querían muchísimo -dijo conteniendo las lágrimas.

Evan sintió calor en la cara.

–Usted dijo que se conocieron en un orfanato. ¿Dónde?

–En Ohio. Dios, no recuerdo el nombre del pueblo.

–Ohio. Bien.

–Goinsville -dijo de repente con gran seguridad-. Ése es el pueblo. Bromeaba con eso, con no volver nunca a Goinsville. Era tan triste que ambos fuesen huérfanos… Recuerdo que siempre pensaba en eso en Navidad. Y se sentían tan felices de haberte tenido. Julie decía que no quería que tuvieses que soportar lo que ellos soportaron.

–Gracias, señora Briggs. Gracias.

Ahora la mujer lloraba en silencio.

–Pobre Julie.

–Me ha sido de enorme ayuda, señora Briggs. – Una terrible reticencia a colgar, a romper este pequeño eslabón con su pasado, sacudió a Evan-. Adiós.

–Adiós.

Evan colgó. Seguro que tenía identificación de llamada. Seguro que vio el número y llamaría a la policía ahora mismo. No le creerían, pero seguirían esa pista.

Goinsville, Ohio. Un sitio por donde empezar.

Smithson. ¿Por qué prepararía Gabriel un pasaporte con la antigua identidad de su padre? Probablemente esa información sobre quiénes habían sido los Casher era parte del pago. Puede que aquélla fuera la idea que Gabriel tenía de una broma.

Encontró el portátil del hermano de El Turbio guardado en el estante de un armario. Era un ordenador bonito y nuevo. Conectó en él su reproductor musical digital, se aseguró de que tenía los mismos programas de música que su portátil, y transfirió las canciones que le había enviado su madre el viernes por la mañana.

Buscó archivos nuevos. Ninguno, aparte de las canciones. Entró en cada carpeta y abrió todos los archivos para ver si algún programa que no hubiese visto podía descargar datos nuevos.

Nada. No tenía los archivos. Su madre había utilizado otro método para meter la preciada información de Jargo en el sistema, o simplemente el programa sólo se ejecutaba una vez. Quizás el sistema borraba la información o la ignoraba al copiar las canciones codificadas de nuevo.

Ahora no tenía nada con lo que luchar contra Jargo.

Salvo El Albañil.

El Turbio estaba viendo la tele abajo.

–¿Me puedes dar el número que te dio esa señora Galadriel?

–Dile hola de mi parte -dijo El Turbio-. O no.

Evan volvió arriba. El Turbio lo siguió. Evan marcó el número.

Cuatro tonos.

–¿Sí?

Respondió una señora muy agradable, tranquila y con acento sureño.

–¿Eres Galadriel?

–¿Quién llama?

–La verdad es que me interesaría más hablar con el señor Jargo, por favor.

–¿Quién llama?

No iba a darles tiempo para que localizasen la llamada.

–Volveré a llamar en un minuto. Que se ponga Jargo.

Colgó y volvió a llamar pasados un par de minutos.

–Hola.

Ahora era una voz de hombre. Más mayor y cultivado.

–Soy Evan Casher, señor Jargo.

–Evan. Tenemos mucho de qué hablar. Tu padre me está preguntando por ti. Él y yo somos viejos amigos. He estado cuidando de él.

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