Pánico – Jeff Abbott

¿O no? Había dejado el trabajo. No estaba con él. ¿Quién la daría por desaparecida? Pero si se la hubieran llevado no habría podido llamarlo y advertirlo antes del ataque de Gabriel. ¿Dónde estaba, pues? ¿Escondida? Se moría de ganas de hablar con ella, de escuchar su voz tranquilizadora, pero no podía acercarse a ella, no podía meterla de nuevo en esto.

Dobló el periódico y se lo puso bajo el brazo. Las cabinas telefónicas eran una raza en extinción ahora que todo el mundo llevaba un móvil encima, pero encontró una dos bloques más abajo, en una pequeña tienda de alimentación donde el aparcamiento olía a la cerveza del sábado por la noche. Un niño desgarbado estaba cerca de los teléfonos, mascando una pajita de picapica con sabor a uva, mirando a Evan con la desconfianza y la arrogancia de un guardia de prisiones.

«O puede que sí.» Evan cogió un teléfono y metió las monedas necesarias.

-Toi ejperando una llamada importante en ese teléfono -dijo el chico medio murmurando y mirando a Evan de reojo.

–Entonces comunicará durante un minuto.

–Búscate otro teléfono, tío -sugirió el niño.

Evan se le quedó mirando. Quería partirle la boca al niño con la sonrisa sarcástica y decirle: «si quieres follón hoy, has escogido al tipo equivocado». Pero luego decidió que no necesitaba otro enemigo. Como director había aprendido una cosa: todo el mundo quiere aparecer en una película.

Evan no sonrió porque la sonrisa no siempre era una buena divisa.

–¿Eres empresario?

–Sí, ése soy yo. Soy un puto magnate.

Evan agarró la Beretta que guardaba en la parte de atrás de sus vaqueros, bajo la camisa, y la acercó al estómago plano del niño. El niño se quedó helado.

–Cálmate. No está cargada -explicó Evan-. Necesito balas. ¿Me las puedes conseguir?

El niño resopló profundamente.

–Tío, que te den dos veces. Podría haberlo hecho si no hubieses sido tan idiota ahora mismo.

–Entonces haré mi llamada.

Evan volvió a poner los dedos en el teclado mugriento.

–Espera, espera. ¿Qué es esto? – El niño se puso de espaldas a la calle y examinó la pistola. Evan la sujetaba con fuerza-. Beretta 92FS… ¡sí! Supongo que me puedo hacer con un par de bonitos cargadores para ti. Un amigo de un amigo. En efectivo.

–Por supuesto.

-Déhame hacer una llamada con tus monedas -le solicitó el niño.

Evan le dio el auricular. El niño marcó los números con fuerza, habló muy bajito, se rió una vez y colgó.

–Una hora. Estate aquí. Cuatro cargadores. Doscientos dólares.

No sabía los precios de la munición, pero el importe era mayor del que pensaba. Pero la calle no hacía preguntas.

–No necesito tanta munición.

–No negociaré con menos. Si no, no vale la pena levantarse de cama, tío.

Evan no tenía doscientos dólares, pero le dijo:

–Volveré en una hora.

El niño saludó con la cabeza ahora que era su cliente. Se fue deambulando a través del aparcamiento, sacó una pajita de picapica del bolsillo, rompió la parte de arriba del envoltorio y vertió el picapica morado en la lengua.

Evan caminó cuatro bloques hasta que encontró otra pequeña tienda. Llevaba puestas las gafas de sol que había encontrado en la camioneta robada y compró tinte para el pelo, un par de tijeras, un café gigante y tres tacos para desayunar, llenos de huevos esponjosos, patatas y chorizo picante. Esto no lo acercaba más a los doscientos dólares. Se tragó el impulso de enseñarle a la dependienta la pistola que guardaba en la parte de atrás de los pantalones para ver si esto le daba los doscientos dólares. La empleada le cobró y lo observó mientras le daba el cambio.

Evan sintió un miedo atroz. ¿Era paranoia suya?

Volvió corriendo al hotel y se encerró. Devoró los tacos de desayuno y se acabó el café solo mientras leía las instrucciones para teñirse el pelo. Únicamente le llevaría treinta minutos fijarse el color.

Se cortó el pelo; los mechones caían en el lavabo. Nunca se lo había cortado él mismo, y tenía un aspecto horrible hasta que murmuró: «Que le den a la vanidad», y se hizo un corte al estilo militar que no le quedó tan mal. Se quitó el pequeño aro de la oreja izquierda. El pendiente ya era demasiado juvenil para él; era hora de crecer. Luego se tiñó el pelo sentado en el suelo del baño, refinando su plan mientras que le cogía el color oscuro. Cuando se vio en el espejo se rió, pero al fin y al cabo le sería útil. No era exactamente como la foto del papel, pero aún parecía él mismo.

Le quedaban unos ochenta pavos y faltaban veinte minutos para que el niño apareciese con la munición. Volvió a la tienda en la que lo había conocido y aparcó en el extremo del aparcamiento salpicado de aceite. Entró en la tienda. Una señora mayor estaba comprando zumo de naranja y una lata de cerdo con alubias. La mujer se fue arrastrando los pies. Evan esperó hasta que estuvo fuera y se acercó a la dependienta. Ésta movía la cabeza al ritmo de una misa dominical de la iglesia evangélica y sorbía café. Era una señora mayor, agria y con un ojo extraviado.

–Discúlpeme señora. Ese chico que anda por ahí donde está el teléfono -dijo Evan-, el Señor picapica. ¿Es un problema para usted?

–¿Por qué lo pregunta?

–Me advirtió que no utilizase el teléfono. Apuesto a que lo usa para asuntos de drogas.

–No compra las suficientes pajitas de picapica como para sacarme de pobre.

–Así que si consigo que deje de aparecer por aquí, ¿no le romperé el corazón? ¿No sentirá que tiene que llamar a la policía ahora mismo?

–No quiero problemas.

–Nunca se enterará.

–¿Por qué le importa lo que está haciendo?

–Mi tía acaba de mudarse al final de la calle y ese niño se hizo el lístillo con ella mientas usaba el teléfono. Una señora mayor debería poder hacer una llamada de teléfono sin que la joroben.

–Pues dígaselo a la policía.

–Eso es una solución temporal. La policía viene, pero después se va. Mi idea es de más larga duración.

La dependienta lo estudió.

–¿Qué va a hacer?

–Voy a salir al teléfono y a esperarle.

–¿Por qué? ¿Quiere comprar?

Levantó el petate y le enseñó la cámara de vídeo.

–No, quiero vender.

El chico volvió cinco minutos tarde. Pero no volvió solo. Lo acompañaba una mujer joven con el cuello ancho y la dureza grabada en la cara. Era más grande y más alta que el chico; un conjunto similar de ojos y cejas sugerían que debía de ser una hermana mayor. Llevaba en la mano una bolsa de la compra de una organización sin ánimo de lucro. Llegaron en un Explorer nuevo y lo dejaron al final del aparcamiento.

Evan permaneció junto al teléfono con el petate sobre el hombro, y con la cámara bien colocada en su interior. Dejó el agujero de la cremallera lo suficientemente abierto como para que la lente pudiese obtener imágenes claras. A la mujer no le gustaba que llevase el petate. La tensión hizo que frunciese el ceño.

–Eh -dijo Evan.

–¿Te ha pelado un barbero borracho, tío? – dijo el niño.

–El director de maquillaje quería que tuviese un aspecto más de la calle -le contestó Evan, y esperó para ver qué respondían ellos.

El niño simplemente frunció el ceño y puso una cara como si Evan estuviese loco, y luego dijo la mujer:

–Vayamos a la parte de atrás de la tienda.

–En realidad, recibiréis una llamada de teléfono en un minuto. Deberíamos esperar justo aquí.

Evan puso una sonrisa falsa y brillante en la cara.

–¿Perdona?

Era la mujer la que conducía el espectáculo, no el niño.

–Éste es el trato -dijo Evan-. Soy un cazatalentos para un nuevo reality show, se llama La dureza de la calle. Lo emitirán en la HBO el próximo otoño. Ponemos a gente que no sabe nada de la calle en vecindarios en los que nunca habían estado antes. Imagínate supermamás y papis con todoterrenos intentando arreglárselas en el problemático distrito número cinco. Los que superen una serie de pruebas seguirán adelante en el concurso. El premio es un millón de pavos.

La mujer miró fijamente a Evan, pero el niño intervino.

–Yo tengo una idea para un espectáculo. Pones mi culo en el barrio de River Oaks, me dejas vivir rodeado de lujos y grabas eso todo el santo día.

–Cállate. Y tú, ¿vas a comprar o no?

–¿Habéis traído la munición? – preguntó Evan-. Sí, voy a comprar. Pero estamos probando esto como uno de los cuatro desafíos. Sólo quería saber lo fácil que era comprar munición en la calle. Estaba grabando. – Sacó la cámara de vídeo del petate con la lente destapada y las luces encendidas-. Sonreíd.

–¡No, no, no! – exigió la mujer tapándose la cara con los dedos.

–Espera, espera. – Evan apagó la cámara-. No quiero meteros en líos. Sólo debía probar el desafío. Señora, usted es auténtica. Es lo que estábamos buscando para La dureza de la calle.

–¿Yo en la tele?

Se sacó las manos de delante de la cara.

Evan levantó una mano, como encuadrándole la cara.

–Creo que estaría genial. Pero no tiene que salir en la tele si no quiere.

–La gran Gin va a ser una estrella -rió el chico.

La gran Gin se quedó helada.

–¿Qué gilipollez es ésta?

Evan levantó las manos.

–No es ninguna gilipollez. Todos los concursantes tendrán guías como compañeros de juego, porque ambos sabemos que no tendrían ninguna posibilidad sin ellos. Esos estúpidos de las afueras…

–Como tú -indicó la gran Gin.

–Sí, como yo. Eres más que telegénica. La fuerza de tu rostro, tu seguridad al caminar, tu forma de hablar. Por supuesto, el guía se lleva la mitad del premio…

–¿Medio millón? Me estás tomando el jodido pelo -afirmó la gran Gin.

–… a menos que tengáis antecedentes -acabó Evan la frase-. No podemos contratar a nadie con antecedentes. Los abogados se ponen muy tozudos con eso.

–Si compras munición tendrías antecedentes -aseguró la gran Gin.

–Bueno, los concursantes no deberían comprar munición de verdad, sólo de fogueo. Los abogados también estaban muy tontos con ese tema.

–Ella nunca ha estado en la cárcel -dijo el niño.

–Cállate.

La gran Gin miraba a Evan de una manera que él había visto en las reuniones de negocios para las películas: un jugador que se pregunta si están jugando con él.

–Tonterías -dijo el niño-. ¿Tienes doscientos dólares para la munición o no? Porque si no, no nos quedamos.

–Cállate -le dijo la gran Gin.

–Hum…, no puedo darte doscientos pavos -explicó Evan-. Eso significaría que hemos realizado una transacción ilegal y no podría contratarte para el programa, señora…

–Ginosha -respondió ella.

–No le vayas a decir tu nombre -dijo el niño-. No tiene el dinero, vámonos.

Evan tenía una tarjeta de sobra de una proyección y un cóctel en los que había estado la semana anterior en Houston. Una era de un hombre que tenía una productora en Los Ángeles llamada Urban Works, un tipo llamado Eric Lawson. Le entregó la tarjeta a la gran Gin.

–Lo siento mucho. Debería haberos dado esto antes.

–Maldita sea -dijo-, eres de verdad.

–Sí.

–¿Dónde está tu equipo de cámara? ¿Por qué estás sólo tú?

–Porque esto es televisión de guerrilla. No traemos equipos de cámaras cuando estamos buscando talentos y lugares. Si no, no sería televisión en tiempo real, ¿no?

La gran Gin estudiaba la tarjeta de negocios y la sostenía como si fuese una puerta para acceder a un deseo que tenía desde hacía tiempo.

–Entonces, ¿quién va a llamar por teléfono? – preguntó.

–Uno de los cazatalentos -contestó Evan-. Se hará pasar por el concursante de las afueras al que tenéis que ayudar. Pero quiero filmaros desde aquí atrás, cerca de esta parte del aparcamiento. Decid lo que se os pase por la cabeza, mostradme vuestra capacidad de improvisación. Tengo un micro en el teléfono, pero quiero una toma vuestra de lejos. Aquí jovencito, perdona, ¿cómo te llamas?

–Raymond.

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