Pánico – Jeff Abbott

Mitchell negó con la cabeza.

–No.

–Yo se lo dije a Dezz tan pronto como fue lo suficientemente mayor para entenderlo. Empezamos a trabajar juntos. Es muy agradable trabajar con tu hijo.

–Yo quería una vida diferente para Evan, igual que tú querías una vida diferente para todos nosotros.

–Aplaudo el sentimiento, pero está fuera de lugar. No confiaste en él y lo pusiste en un gran peligro; hiciste que fuese más fácil para nuestros enemigos utilizarlo. – Jargo revolvía su café-. Parece que has vuelto a ganarte su confianza, al menos en cierto modo.

–Lo he hecho -dijo Mitchell duramente-. No tienes por qué dudar de él. Tu grabación lo ha convencido. Tiene una identidad falsa y dinero; puede volver aquí.

–Me preocupa que no quisiera que fuésemos a buscarlo. Me preocupa mucho. Esto podría ser una trampa de la CIA.

–Tus contactos te lo habrían dicho si lo supiesen.

–Eso espero. – Jargo bebió un sorbo de café y observó aMitchell-. Pareció ablandarse contigo, pero no me convence.

–Puedo convencer a mi hijo de que lo que más nos interesa a nosotros es lo que más le interesa a él. Confías en mí, ¿verdad?

–Por supuesto que sí.

Y detrás del gesto de preocupación familiar, Jargo dejó escapar una sonrisa apesadumbrada. ¿Cómo era la primera frase de Anna Karenina? Bast le había dado a Jargo una copia del libro una semana antes de que le mataran. La frase era una soberana tontería que decía algo sobre que cada familia infeliz lo era a su propia manera. Los Jargo y los Casher, pensaba, eran realmente únicos en su miseria.

Dejó a Mitchell solo en su dormitorio y fue abajo, a la cocina del refugio. Quería tranquilidad para pensar.

Podía ser que el chico mintiese acerca de que tenía el portátil de Khan, pero Jargo llegó a la conclusión de que no era así. Quería recuperar a su padre a toda costa. Se preguntó si Dezz habría luchado tanto por él y llegó a la conclusión de que no. Eso era bueno, porque resultaba estúpido luchar por algo que no iba a conseguir.

Y odiaba la estupidez. Hoy había librado al mundo de dos idiotas. Khan se había vuelto demasiado perezoso, demasiado satisfecho consigo mismo, se sentía demasiado importante. Perderlo a él y perder a Pettigrew como cliente suponía un revés, pero no llegaba a agobiarle. Podía dejar que Galadriel se ocupase de las tareas de Khan; su lealtad era incuestionable y no tenía vastagos rencorosos que controlar, ni un ego cultivado en salas de reuniones. Pettigrew había tardado en pagarle por matar a un oficial de alto rango en Moscú que personalmente no le gustaba y cuyo trabajo codiciaba. Gracias a Dios, Khan no tenía nada que ver con las propiedades de Jargo en Estados Unidos; si no, sería demasiado arriesgado permanecer en el refugio bajo aquel cielo negro y despejado.

Jargo se sirvió una taza de café recién hecho y observó el vapor. El chico no podría acceder al portátil; al menos Khan había hecho una cosa bien. Y Mitchell, si creía sus palabras, estaba haciendo que su propio hijo cayese en una trampa mortal.

Haría que un agente de Los Deeps matase a Evan después de que éste entregara el portátil de Khan y la lista de clientes. Lo haría sin matar a Mitchell, por supuesto, desde cierta distancia y con un rifle de francotirador de gran alcance. Sospechaba que Mitchell querría hablar con el chico a solas. Un ataque perpetrado sobre padre e hijo; el pobre de Evan tomaría el camino equivocado y pondría su cabeza en la trayectoria de una bala. Le gustaba ese enfoque porque avivaría la furia de Mitchell y lo haría más fácil de manipular. Evan y Donna muertos; ese dolor haría a Mitchell incluso más productivo en años venideros.

Pero tenía que prepararse para cualquier imprevisto, hacer como si la reunión con Evan fuese una trampa de la CIA y sellar todas las salidas. Cogió el móvil e hizo una llamada.

Luego disolvió un sedante en el vaso de zumo de naranja para mantener tranquilo a Mitchell, y le llevó la bebida arriba. Tenía una larga noche por delante.

Capítulo 38

Navaja era delgado, como su afilado sobrenombre. Llevaba una perilla larga teñida de rubio platino, gafas de ver con montura negra y una cruz celta tatuada en la nuca.

–¿Evan?

–Sí. ¿Navaja?

Éste le dio la mano y se sentó a la mesa, situada en la esquina más alejada del café. Inclinó la cabeza hacia Evan.

–Oye, tienes los ojos como si te acabases de fumar un chronic.

–¿Un chronic?

–Un porro de una marihuana muy fuerte, tío.

–Ah, no. – Evan negó con la cabeza-. ¿Quieres café?

–Sí, solo. El más grande que tengan.

Era una cafetería mugrienta y extravagante, pero no muy concurrida. Había una fila de ordenadores en un lado de la pared metálica, donde la gente joven navegaba por la red mientras tragaba zumos, tés y cafés. Evan se levantó y le pidió la bebida al camarero de la barra. Sentía la mirada de Navaja sobre él, evaluándole como una serie de problemas que había que deshacer en partes y solucionar; o quizá se estaba replanteando la teoría de la marihuana y había llegado a la conclusión de que la petición de Evan era el resultado de la locura provocada por el porro. Evan regresó a la mesa de la esquina y puso una taza de café humeante delante de Navaja.

El hacker bebió un sorbo con cuidado.

–Me han dicho que hay gente mala que va por ti.

–Cuanto menos sepas mejor.

Evan no quería entrar en detalles sobre Los Deeps ni sobre sus problemas con la CIA.

Navaja le sonrió levemente.

–Pero tú tienes sus trapos sucios.

–Sí, en un portátil. Pero no conozco la contraseña.

–Yo tampoco podré conseguirla -dijo Navaja- si no tengo el dinero.

Evan le dio una bolsa de la lavandería del hotel. Navaja le echó un vistazo al dinero.

–Cuéntalo si quieres.

Navaja lo hizo, rápidamente y bajo la mesa, donde los fajos de billetes no llamaban la atención.

–Gracias. Lo siento, pero no soy una persona confiada. ¿Tienes el equipo?

–Sí.

Evan sacó el portátil de una bolsa de la compra que había encontrado en el maletero del Jaguar.

–Lo que de verdad me interesa no es violar la ley, sino los retos técnicos, poner en evidencia a los cabrones que se creen muy listos, pero que en realidad no lo son. ¿Lo captas?

–Lo capto.

Navaja sacó su propio portátil, lo encendió y lo conectó mediante un cable al puerto Ethernet del ordenador de Khan.

–Voy a ejecutar un programa. Si la contraseña aparece en algún diccionario, estamos dentro.

Pulsó algunas teclas. Evan observaba mientras las palabras pasaban velozmente por la pantalla, más rápido de lo que podía leerlas, y arremetían contra las puertas de la fortaleza del portátil de Khan.

Después de un rato Navaja dijo:

–No ha habido suerte. Lo intentaremos con caracteres alfa-numéricos al azar y con variantes ortográficas.

Navaja le dio un sorbo al café y observó cómo aparecía una barra de estado que avanzaba lenta y solemne, mientras millones de combinaciones nuevas intentaban el «ábrete sésamo» con el ordenador de Khan.

–Oye, ¿sabes algo sobre dispositivos de mano? – preguntó Evan.

–No es mi especialidad. Esos puñeteros tienen poca potencia.

Evan sacó la PDA de Khan del bolsillo y utilizó su huella para desbloquearla.

–Seguridad biométrica -comentó Navaja-. ¿Qué tienes planeado, robar una bomba nuclear? – Se rió.

–Hoy no. ¿Qué son estos programas? No los reconozco.

Navaja estudió la pequeña pantalla.

–Dios, me gustaría jugar con ellos. Éste es un programa de interferencia para móviles; emite una señal que bloquea cualquier móvil que esté en la sala. ¿Lo probamos?

Esbozó una sonrisa traviesa, observando a varios clientes que hablaban por el móvil, y pulsó la tecla sin esperar la respuesta de Evan.

En diez segundos todo el mundo estaba mirando su móvil extrañado.

–¡Ay, creo que acabo de violar la ley!

Navaja pulsó de nuevo el botón y el servicio pareció restablecerse, ya que los clientes volvieron a marcar y retomaron sus conversaciones.

–Y éste -Navaja abrió el programa y lo examinó- es como el que estoy usando en tu portátil. Pero está especializado en sistemas de alarma. La mayoría sólo tienen contraseñas de cuatro dígitos. Se conecta al sistema de alarma, descifra el código y lo activa.

–¿Quieres decir que me daría el código de un sistema de alarma en la pantalla para que pudiese teclearlo?

–Creo que fue diseñado para eso. Mmm… Éste copia tarjetas de memoria o un disco duro. Comprime la información para que quepa en esta PDA.

–Sin embargo no podrías copiar un disco duro entero de un ordenador usando esto, ¿verdad?

–No. Con esto no. Es muy pequeño. Pero con otra PDA, y si se trata sólo de un grupo de archivos, seguro que sí.

«Quizá mi madre utilizó algo así para robarle los archivos a Khan», pensó Evan.

–¿Sería rápido?

–Claro. Si coges algún archivo de más, no hay problema. Es más rápido copiar una carpeta entera que buscar y grabar los archivos uno a uno. Si puedes comprimirlos, mejor que mejor. – Le devolvió la PDA arqueando una ceja-. ¿Les robaste esto a los soplones esos?

–¿Soplones?

–Espías.

–No quieras saberlo.

–No quiero -convino Navaja.

Evan observaba la barra de estado, que progresaba lentamente. «Por favor -pensó-, ábrete. Dame los archivos.» Pero no eran sólo archivos. Eran secretos que valían toda una vida, las huellas financieras de terribles engaños, una relación de vidas extinguidas por dinero sucio. Tenía una buena mano para jugar con Jargo, y se encontraba en esos archivos.

Navaja encendió un cigarrillo.

–Podría piratear una página porno mientras esperamos, tapar las tetas con fotos de políticos destacados. Ahora mismo soy muy antiporno. Me he vuelto Victoriano.

Evan sacudió la cabeza.

–Quiero tu opinión sobre una idea que se me ha ocurrido. Si averiguamos la contraseña, pero los archivos del portátil están codificados, ¿evitaría eso que pudieses copiarlos a otro ordenador?

–Probablemente. Depende de cómo estén codificados; o de si están protegidos contra copia.

–El programa para descodificar los archivos tiene que estar en este ordenador, ¿no? Quiero decir, necesitarías editar archivos, así que tendrías que descodificarlos primero, realizar cambios y volver a bloquearlos.

–Sí. Si el programa de desbloqueo no está en el portátil, tiene que estar en un lugar desde el que pueda descargarse con facilidad. De otro modo, es como una caja fuerte sin llave, inútil. Si tus malvados atesoraban un programa hecho a medida en un servidor remoto, indagaré desde su caché para rastrearlo, si es que no lo han borrado, o piratearé su proveedor de servicios. – Navaja sonrió abiertamente-. Detecto una idea malvada a punto de materializarse.

–Entonces, podríamos descodificar los archivos -comentó Evan pasando un dedo por el borde suave del portátil- y esconder una copia en un servidor en el que pudiese recuperarla desde la red. Luego codificaríamos de nuevo el disco de este portátil utilizando el mismo programa de bloqueo y la contraseña original. Le daría a los malos su portátil codificado y ellos pensarían que nunca he visto los archivos. Es como devolverles una caja fuerte de la que nunca tuve la llave. Entonces pensarían que ya no soy una amenaza real para ellos.

Navaja asintió.

–O si me matan, los archivos aún podrían utilizarse para cortarles las pelotas a esos canallas. Sería mi as en la manga.

–No te garantizo que pueda entrar en este sistema -dijo Navaja.

–Entonces creo que necesito pensar en un plan B. – Evan jugó con las posibilidades. Sonrió a Navaja-. Voy a necesitar un poco más de ayuda por tu parte. Por supuesto, te pagaré más.

–Claro.

–Dime, ¿juegas al póquer?

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