Pánico – Jeff Abbott

SÁBADO
12 de marzo

Capítulo 8

Evan abrió los ojos.

Estaba tumbado en una cama. Las sábanas de color blanco crema habían sido dobladas hacia atrás; tenía una toalla de algodón fina extendida detrás de la cabeza. Uno de sus brazos estaba levantado, atado con unas esposas a los barrotes de hierro del cabecero. La habitación era lujosa: suelos de parqué; un acabado rojizo, rústico aunque caro, en las paredes; arte abstracto colgado con precisión sobre la chimenea de piedra. Un estrecho y suave rayo de luz penetraba por una abertura en las cortinas de seda. La puerta estaba cerrada.

Movió la lengua por la boca seca. Notó un fuerte dolor instalado en la mandíbula y el cuello. Podía oler su propio sudor amargo.

«Mamá, te he fallado. Lo siento muchísimo.» Se tragó el miedo y la pena porque no lo beneficiaban en absoluto.

Tenía que calmarse. Pensar. Porque ahora todo había cambiado.

¿Qué le había dicho Gabriel? «Nada en tu vida es lo que parece.»

Bueno, una cosa era justo lo que parecía. Estaba completamente jodido.

Evan comprobó las esposas. Cerradas. Se incorporó empujando con los pies, retorciendo la espalda contra el cabecero. Había un libro en una mesilla de noche, un best seller actual sobre la historia del béisbol, y una lámpara. No había teléfono. En la mesa que estaba más alejada había un intercomunicador para bebés.

Se quedó mirando el intercomunicador. No podía actuar con miedo ante Gabriel. Tenía que demostrar fuerza.

Por su madre… y por su padre, donde quiera que estuviese. Por Carrie, aunque estuviese mezclada en esta pesadilla, aunque, incomprensiblemente, supiera que se encontraba en peligro.

Entonces, ¿qué podía hacer ahora?

Necesitaba una pistola. «Imagínate que el tipo que mató a mamá está aquí. ¿Con qué puedes atacarle? Míralo todo con ojos nuevos.» Ojos nuevos. Ése era el consejo que se daba a sí mismo cuando imaginaba escenas que rodar.

Apenas podía alcanzar la mesa. Se las arregló para agarrar el tirador con los dedos y abrir el cajón. Estiró la mano todo lo que pudo. El cajón estaba vacío. El libro que había en la mesa no era lo bastante gordo. La lámpara. No llegaba a ella pero podía coger el cable que iba hasta el enchufe situado debajo de la cama. Tiró del cable hacia él lo más silenciosamente posible, intentando no hacer ruido con las esposas contra el cabecero de metal; la base de hierro forjado resultaba muy pesada. Desde el ángulo en el que estaba no sería capaz de mover la lámpara con fuerza suficiente para causar una herida grave. Desenchufó el cable, lo enrolló cuidadosamente debajo de la mesa para que no quedase atrapado ni enganchado. Sólo por si acaso tenía una oportunidad. Las lámparas eran fáciles de arrojar. Echó un vistazo hacia los pies de la cama y por el suelo. Sólo había unas diminutas bolas de polvo.

–Hola -se dirigió al intercomunicador.

Un minuto más tarde oyó pasos en las escaleras. Luego el chirrido de unas llaves en una cerradura. La puerta de la habitación se abrió; Gabriel estaba de pie en la puerta. Tenía una pistola negra brillante enfundada a un lado.

–¿Estás bien? – preguntó Gabriel.

–Sí.

–Gracias por poner en peligro nuestras vidas con tu estúpido truco.

–¿Chocamos?

–No, Evan. Sé conducir un coche sentado en el asiento del acompañante. Entrenamiento básico. – Gabriel aclaró la voz-. ¿Cómo te encuentras ahora?

–Estoy bien. – Evan intentó imaginar cómo podía conducir a toda velocidad sentado en el asiento del acompañante sin chocar. Eso suponía un nivel extraordinario de autocontrol en situación de peligro-. ¿Dónde recibiste tal entrenamiento?

–En una escuela muy especial -se limitó a responder Gabriel-. Es sábado por la mañana temprano. Has dormido toda la noche. – Su mirada se volvió fría-. Podemos ser de gran ayuda el uno para el otro, Evan.

–¿En serio? Ahora quieres ayudarme.

–Te salvé, ¿no lo recuerdas? Si te hubieses quedado ahí colgando estarías muerto. Creo que ni siquiera la policía te podría haber protegido del señor Jargo. – Gabriel se apoyó en la pared-. Así que comencemos de nuevo. Necesito que me digas exactamente lo que ocurrió ayer cuando llegaste a casa de tus padres.

–¿Por qué? Tú no eres policía.

–No, no lo soy.

Evan observaba a Gabriel. Parecía no haber dormido. Parecía nervioso, como un hombre que necesitase un buen trago de whisky. Reflexionó que nada ganaba con el silencio, al menos no ahora.

Así que le contó la llamada urgente de su madre, el viaje a Austin y el ataque en la cocina. Gabriel no hizo preguntas. Cuando Evan acabó, Gabriel acercó una silla a los pies de la cama y se sentó. Frunció el ceño, como si pensase en un plan de acción.

–Quiero saber exactamente quién eres -dijo Evan.

–Te diré quién soy. Y luego te diré quién eres tú.

–Yo sé quién soy.

–¿De verdad? No lo creo, Evan. – Gabriel negó con la cabeza-. Yo diría que tuviste una infancia sobreprotegida, pero eso sería una broma de mal gusto.

–Yo cumplí mi promesa. Manten tú la tuya.

Gabriel se encogió de hombros.

–Soy el dueño de una empresa de seguridad privada. Tu madre me contrató para sacaros a salvo a ti y a ella de Austin y llevaros hasta tu padre. Está claro que tu madre se equivocó y tendió la mano a la gente equivocada. Lo siento. No pude salvarla.

Así que sabía quién era su padre.

–Intenta recordar cuando te atacaron -continuó Gabriel-. Estuviste inconsciente, al menos durante los minutos entre el momento en que te golpearon y cuando te colgaron.

–No sé cuánto tiempo. ¿Qué importa eso?

–Porque los asesinos podrían haber cogido los archivos que te mencioné. De tu ordenador, o del de tu madre.

–No podían estar en mi ordenador… -De pronto, recordó que le había comentado a Durless que los asesinos habían estado tecleando en su ordenador-. Es cierto, estuvieron buscando algo en mi ordenador. Dijeron algo así como… -Intentó deshacerse de la neblina que aún envolvía su memoria-. Algo como «Todo borrado».

Esperó para ver si Gabriel añadía algo.

–Tu madre te mandó los archivos por correo electrónico.

¿Por correo electrónico? Claro: su madre le había mandado aquellos archivos de música para su banda sonora la noche anterior, muy tarde, antes de llamar. Pero eran simples archivos de música; los había escuchado de camino a Austin. Nada fuera de lo normal. No había puesto nada extraño en el correo electrónico que le mandó. Sin embargo, no se lo había mencionado a Gabriel cuando le relató los acontecimientos del viernes por la mañana; no le habían parecido importantes comparados con las cosas terribles que habían ocurrido ayer.

–Mi madre no me envió nada extraño por correo electrónico. Y aunque lo hubiese hecho, los asesinos no podrían haber accedido sin la contraseña.

Entonces, ¿qué significaba «Todo borrado»?

–Existen programas que pueden descifrar contraseñas en cuestión de segundos. – Gabriel se apoyó contra la pared y observó a Evan-. Yo no tengo ninguno, pero te tengo a ti.

–No tengo esos archivos.

–Tu madre me dijo que sí los tenías, Evan.

Evan movió la cabeza.

–Esos archivos… ¿qué son?

–Cuanto menos sepas mejor. Así yo te podré dejar marchar y tú podrás olvidar que me has visto alguna vez y empezar una nueva y agradable vida. – Gabriel cruzó los brazos-. Soy un hombre extremadamente razonable. Quiero ofrecerte un trato justo. Tú me das esos archivos y yo te saco del país, te consigo una nueva identidad y acceso a una cuenta bancaria en las Islas Caimán, lo que tu madre me mandó hacer. Si te andas con cuidado, nadie te encontrará jamás.

–¿Se supone que debo renunciar a mi vida? – Evan intentaba contener el desconcierto en su voz.

–Tú decides. Si quieres volver a casa, adelante. Pero si yo fuera tú, no lo haría. Ir a tu casa significa morir.

Evan se mordió los labios.

–Vale, yo te ayudo. ¿Y qué pasa con mi padre?

–Si tu padre se pone en contacto conmigo le diré dónde estás; encontrarte luego es problema suyo. Mi responsabilidad hacia tu madre acaba una vez que te meta en un avión.

–Por favor, dime dónde está mi padre.

–No tengo ni idea. Tu madre sabía cómo ponerse en contacto con él, pero yo no.

Evan dejó pasar un rato.

–Podría darte lo que quieres y luego tú podrías matarme.

Gabriel metió la mano en el bolsillo, y tiró un pasaporte sobre la colcha. Tenía el sello de Sudáfrica. Evan lo abrió con la mano que tenía libre. Dentro había una foto suya, la foto original de su pasaporte, la misma que tenía en su pasaporte estadounidense. El nombre que aparecía en aquel documento, sin embargo, era Erik Thomas Petersen. Había sellos que coloreaban las páginas: entrada en Gran Bretaña un mes atrás, y luego entrada en Estados Unidos, hacía dos semanas. Evan cerró el pasaporte y lo volvió a poner en la cama.

–Parece auténtico.

–Tienes que ponerte en el papel del señor Petersen con mucho cuidado. Si quisiera que estuvieras muerto, ya lo estarías. Te estoy dando una vía de escape.

–Todavía no entiendo cómo mi madre podía tener algún archivo informático peligroso.

De pronto lo vio claro. No su madre, sino su padre, el consultor informático. Su padre debió de encontrar archivos trabajando para un cliente, archivos que debían ser peligrosos.

–Todo lo que tienes que hacer es darme tu contraseña.

Gabriel abrió la puerta del dormitorio, cogió un carrito, uno de esos que se utilizan para servir la comida durante un brunch o una fiesta. El portátil de Evan estaba encima. Gabriel lo colocó cerca de Evan, situándolo entre ambos. Una raja atravesaba la pantalla de un lado a otro, pero el portátil estaba conectado por medio de un cable a un pequeño monitor y el sistema parecía funcionar con normalidad. Mostraba la pantalla de la contraseña, esperando la palabra mágica.

Por eso Gabriel había corrido el enorme riesgo de volver a por Evan, de tenderle una emboscada al coche de policía y secuestrarlo. No podía acceder al ordenador.

–Está aquí -dijo Gabriel-, tu madre metió una copia en tu sistema antes de morir. Te la envió por correo electrónico. Me lo dijo. Lo hizo para asegurarse de que si la mataban hubiese otra copia de los archivos accesible para mí. Era parte del trato que hice con ella. No podía arriesgarme a que la cogiesen a ella y quedarme sin los archivos. Eran la garantía de que cuidaría de ti si la mataban.

Aquel tipo era tan práctico que Evan sintió ganas de golpearlo de nuevo. Gabriel se acercó más a él.

–¿Cuál es tu contraseña del sistema?

–Se supone que tienes que sacarme del país. Así que, técnicamente, tu trabajo no está hecho hasta que me liberes. Te diré la contraseña cuando me lleves hasta mi padre.

–Te he dicho cuál es el trato, hijo. Es así. No cabe negociar. – Gabriel se retiró al otro extremo de la cama y apuntó en la cabeza a Evan con la pistola-. No quiero hacerte daño. Abre el sistema.

Evan apartó el ordenador de un empujón.

–Ponte en contacto con mi padre. Si me dice que te dé la contraseña te la daré.

–Lávate las orejas, hijo. No puedo ponerme en contacto con él.

–Si se suponía que tenías que ponernos a salvo a mí y a mi madre, eso significa llevarnos donde mi padre nos pudiera encontrar. Tienes que contar con alguna manera de encontrarle.

–Tu madre la sabía. Yo no.

–No te creo. No hay contraseña.

–Si no me la das pasarás el resto de tu corta vida esposado a esa cama, donde morirás de sed y de hambre.

Evan esperó, dejando que el silencio invadiera la atmósfera de la habitación.

–Tú sabes quién la mató. Ese tío, Jargo. Sabes quién es.

–Sí.

–Háblame de él y te ayudaré. Pero míralo desde mi punto de vista. Me estás pidiendo que abandone mi vida. Que no haga nada por el asesinato de mi madre. Que me limite a albergar la esperanza de poder encontrar a mi padre de nuevo. No puedo marcharme sin saber la verdad, y punto.

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