Pánico – Jeff Abbott

Carrie abrió la boca y luego la cerró sin decir nada.

–Estás preocupada por él -apuntó Dezz.

–Tan preocupada como lo estás tú por un perro que se ha perdido -dijo Carrie-, el perro de un vecino, no el tuyo.

–Bueno, veamos si Galadriel puede conseguir alguna pista del calvo o de Evan y saber por dónde navegan.

–Si la CIA tiene los archivos debemos huir -dijo ella.

Dezz la agarró por el cuello, y lo apretó con los dedos, moldeando la carne alrededor de la carótida y de la yugular como si fuera plastilina.

–Si hubieses hecho tu trabajo y lo hubieses mantenido en Houston esto no habría ocurrido.

–Suéltala, Dezz -ordenó Jargo.

Dezz la soltó y se lamió los labios.

–No te preocupes Carrie, todo está perdonado.

El teléfono móvil de Jargo sonó. Se fue a otra habitación para hablar y cerró la puerta tras él.

Carrie se acurrucó en el sofá.

Dezz se inclinó sobre ella y le dio un masaje en el cuello para devolverle la sensibilidad.

–Te estoy vigilando, cielo. La has jodido.

Ella le apartó la mano de un manotazo.

–No es necesario.

–Te ha calado hondo, ¿verdad? – dijo Dezz-. No lo entiendo, no es más guapo que yo, tengo un trabajo remunerado, comparto mis caramelos. De acuerdo, nunca me han nominado a los Óscar, pero joder, lo tuyo era un simple papelito.

–Él era un trabajo, nada más.

Carrie se puso de pie, fue hasta la barra de la cocina y se sirvió un vaso de agua.

–Te gustaba jugar a las casitas -continuó Dezz-, pero el juego se acabó. Si ha visto esos archivos es hombre muerto, y ambos lo sabemos.

–No, si se lo hacemos entender. Si puedo hablar con él.

–Convertirlo en ti -dijo Dezz-. Los «Fabulosos Vengadores de Padres». Un buen título para una comedia.

–Puedo hacer que colabore. Puedo hacerlo.

–Eso espero -añadió de inmediato Dezz-, porque si no lo haces lo mataré.

Capítulo 7

«Mi corta y dulce vida ha terminado», pensó Carrie.

Dejó a Dezz jugando a la Game Boy y entró en la habitación de Jargo. Estaba al teléfono, hablando con sus elfos, los expertos que trabajaban para él. Eran unos maestros en localizar información, entrar en bases de datos privadas y destapar valiosos recursos para ayudar a Jargo a encontrar lo que quería. Las matrículas del Ford eran un callejón sin salida; lo habían robado en Dallas entre la medianoche y las seis de la mañana de hoy, así que los elfos se habían concentrado en investigar el historial del teléfono de Casher, sus cuentas, tarjetas de crédito y demás, buscando algún indicio sobre el salvador de Evan Casher.

Tras la puerta cerrada del baño, Carrie se lavaba y estudiaba su rostro mojado en el espejo. No existían fotos suyas como Carrie Lindstrom, excepto la de su pasaporte falso, la del permiso de conducir y una instantánea que Evan le sacó antes de que pudiese detenerlo, mientras bebían un día de Año Nuevo excepcionalmente cálido en un bar junto a la playa en Galveston. Esa chica con la cerveza en la mano pronto habría muerto. Cuando los elfos encontrasen a Evan, su próximo trabajo sería adoptar una personalidad nueva. Le gustaba el nombre de Carrie, de hecho era su propio nombre, pero lo había utilizado, así que Jargo le haría utilizar otro nuevo.

Hacía ochenta y nueve días que había conseguido colarse en la vida de Evan. Las instrucciones de Jargo eran simples y claras:

–Ve a Houston y acércate a un hombre llamado Evan Casher. Quiero saber qué películas planea hacer. Eso es todo.

–¿No podía simplemente entrar en su casa y buscar los archivos en su ordenador?

–No. Acércate a él. Si lleva tiempo, que lleve tiempo. Tengo mis razones.

–¿Quién es, Jargo?

–Es sólo un proyecto, Carrie.

Así que cogió una habitación en un hotel cerca de la Gallería, en las afueras del corazón de Houston. Jargo le dio un carné de identidad falso por el que se llamaría Carrie Lindstrom, y comenzó a seguir a Evan, trazando un plano de su mundo.

Se acercó a su cafetería favorita, un antro tranquilo que pertenecía a una cadena llamada Joe’s Java. La primera semana lo estuvo vigilando; fue allí tres veces. La segunda semana apareció dos veces más por Joe’s, y una de ellas cogió un café para llevar por si acaso él también lo hacía. Al día siguiente llegó una hora antes que él y se sentó en el extremo opuesto del café; entre las manos tenía un libro gordo de tapas blandas sobre historia del cine que había estudiado para poder entablar conversación con él. Prefería sentarse cerca del enchufe, donde él pudiese conectar su portátil. Nunca lo vio con una cámara, sólo frunciendo el ceño frente al ordenador, escuchando con los cascos; supuso que tenía problemas editando una película.

Carrie lo observaba. Su vida parecía aburrida; se pasaba la mayor parte del tiempo trabajando, yendo a ver películas o en su casa. Era un año o dos mayor que ella. Tenía el pelo castaño claro tirando a rubio, un poco largo y desgreñado, y tenía el hábito inconsciente de pasarse la mano por él cuando estaba muy concentrado. Llevaba un pequeño aro en la oreja izquierda, pero no más joyas. Era guapo, pero parecía no darse cuenta de ello. Vio a otras dos mujeres fijarse en él en la cafetería, una de ellas le echó una audaz ojeada de reconocimiento mientras pasaba por su lado y Evan, enfrascado en su trabajo, con la mano enganchada en el pelo, no se había dado cuenta. No se afeitaba a diario si no tenía que hacerlo, y estaba al límite de ser demasiado mayor para su vestuario, que parecía invariablemente formado por vaqueros gastados y camisas viejas de moda, zapatillas de deporte de botina y sandalias. Evan miraba a los fumadores que estaban fuera del café expulsando el humo, tal vez había dejado de fumar. Ponía cuidado en pasar la mayor parte del tiempo leyendo, sin mirarlo, para no ser demasiado evidente. Funcionaría mejor, mucho mejor, si era él quien daba el primer paso. Y así fue.

–¿Estás leyendo a Hamblin? No es muy bueno -le dijo.

Ella se hallaba sentada a una mesa de mármol, cerca de la barra, y él estaba en la cola para rellenar el plato con asado francés.

Carrie contó hasta diez para sí, levantó la vista y lo miró.

–Tienes razón. El libro de Callaway es mejor.

Dijo esto confiando en que él estaría de acuerdo. Dos noches antes lo había seguido mientras iba solo al teatro de River Oaks, una sala de cine de autor cercana a su casa. Luego entró a escondidas en su patio trasero, desactivó el sistema de la alarma electrónica con un programa de descodificación desde su PDA, abrió la cerradura de la puerta con una ganzúa que había pertenecido a su padre, estudió su biblioteca de libros sobre cine, y advirtió que el de Callaway era el más gastado y que parecía guardarlo como un tesoro; catalogó los DVD que tenía, buscó sus debilidades. Sólo había dos botellas de cerveza en la nevera y una botella de vino sin abrir, no había marihuana, ni coca ni porno. La casa estaba limpia, pero no parecía un obseso del orden. Su interés se centraba en su trabajo y su casa reflejaba ese enfoque simple.

No tocó su ordenador ni sus libros de notas. Eso ya llegaría. Cerró la puerta con llave, volvió a activar la alarma y se marchó.

–Sí, Callaway mola. ¿Estudias cine? – preguntó Evan.

El tipo que estaba delante de él en la cola avanzó un espacio, pero Evan, que era el último de la cola, se quedó quieto.

–No, es sólo afición.

–Yo soy director de cine -dijo él, intentando que no pareciese que estaba alardeando o tratando de ligársela.

–¿En serio? ¿Películas para adultos? – preguntó de manera inocente.

–No, no.

Era su turno para pedir el café y le dio la espalda al hacerlo.

«No ha funcionado», pensó Carrie.

Se equivocaba: Evan hizo el pedido al camarero y dio cinco pasos atrás hasta volver a su mesa.

–Hago documentales. Por eso no me gustan los libros de Hamblin. Nos concede poca importancia.

–¿De verdad? – y esbozó una sonrisa de educado interés.

–Sí.

–¿He visto alguna de tus películas?

Le dijo los títulos y ella elevó la mirada cuando mencionó El más mínimo problema.

–La vi en Chicago -dijo ella-. Me gustó.

Él sonrió.

–Gracias.

–Sí. Compré la entrada, ni siquiera intenté colarme desde otra sala.

Él se rió.

–Vaya, mi bolsillo te lo agradece.

–¿Estás haciendo otra película ahora?

–Sí, se llama Farol. Trata de tres jugadores que forman parte del circuito profesional de póquer.

–Entonces, ¿estás en Houston para filmar?

–No, todavía vivo aquí.

–¿Por qué no te mudas a Hollywood?

–¿Hay alguna diferencia? – preguntó él riéndose.

Ella también se rió.

–Bueno, encantada de conocerte. Buena suerte con tu película.

Se puso de pie y se dirigió a la barra para pedir un café con leche recién hecho.

–Yo invito -dijo él rápidamente-, si me permites. Al fin y al cabo compraste una entrada. Sólo trato de ser justo.

Ella lo miró y le dejó pagarle el café con leche y luego se sentó cerca de él preguntándose: «¿Por qué demonios está Jargo interesado en este tío?».

Hablaron durante una hora de las películas que les gustaban y de las que odiaban. Cuando terminaron, ella le dio su número de móvil.

La llamó al día siguiente y esa noche ambos cenaron en un restaurante tailandés que a él le encantaba. Ella era nueva en la ciudad, así que no podía sugerir que tenía un lugar favorito al que ir. Sospechaba que Evan era la clase de hombre que sentía pena por su soledad y a la vez admiraba sus agallas por mudarse a una ciudad donde no conocía a nadie. Hablaron de baloncesto, de libros, de cine y evitaron tratar de su vida personal. Carrie le dijo que estaba pensando en graduarse en inglés y le dijo que vivía de un fondo de inversiones, aunque se mantuvo imprecisa a propósito de su situación. Intentó pagar la cena, pero él deslizó la cuenta hacia su lado de la mesa y sonrió diciendo:

–Recuerda que tú compraste una entrada.

A Carrie le gustaba. Pero tras dos citas más durante los siguientes cinco días, se encontró con un obstáculo: no hablaba sobre lo que le importaba a Jargo, sus futuras películas.

Antes de volver a Houston, Carrie vio en DVD sus dos películas. Él sólo hablaba de esas películas cuando ella le preguntaba. Nunca mencionaba su nominación al Óscar por El más mínimo problema, algo que a ella la impresionaba mucho más que tal distinción.

En su cuarta cita, en un pequeño restaurante italiano, vio a Dezz observándolos, solo en la barra, bebiendo una copa de vino tinto y fingiendo leer el periódico. Jargo la observaba a través de él. Dejaron la comida a medias.

–¿Te encuentras mal? – preguntó Evan menos de medio minuto después de que Dezz pasase al lado de la mesa.

Aquello hubiera sido mucho más fácil si hubiese sido el típico hombre ensimismado. Pero, cuando no estaba inmerso en su trabajo, Evan parecía advertir cualquier detalle en su comportamiento.

–No. Vi a un hombre que me recordó a alguien que conocía. Un recuerdo desagradable.

–Entonces no insistamos en ello -le dijo.

Diez minutos después Evan le preguntó por su familia. Ella decidió no alejarse mucho de la verdad.

–Están muertos.

–Lo siento.

–Un robo. Les dispararon a los dos, hace un año.

Se puso pálido de la impresión.

–Dios, Carrie, eso es terrible. Cuánto lo siento.

–Ahora ya lo sabes -le dijo-, pero me gustaría hablar de otra cosa.

–Desde luego.

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