Pánico – Jeff Abbott

Mitchell dio un paso atrás; su rostro reflejaba conmoción y dolor.

–Tengo el corazón roto, Evan. Tu madre era mi mundo. Si te llego a perder a ti también…

El teléfono de Evan vibró en su bolsillo. Éste lo abrió.

–¿Sí?

Su padre se lo quedó mirando, como si quisiese cogerle el teléfono móvil, pero no lo hizo.

Navaja le había dado a Evan el teléfono y sólo él tenía el número.

–Realmente deberían de ponerle mi nombre a un ordenador -dijo Navaja-, o a un lenguaje de programación entero.

–Lo has conseguido.

–He descodificado los archivos. La madre que parió el puñetero trabajo. Los archivos incluso tenían contraseñas cuando los descodificabas. Uno de los archivos tenía una codificación triple, así que debe de ser el premio gordo. Es sólo una lista de nombres y de fotos. Se llama «Cuna».

Probablemente era un nombre en clave para la lista de clientes. Ése sería el archivo mejor guardado.

–¿Cómo puedes hacérmelo llegar?

–Estoy cargando copias en tu cuenta de servidor remoto. Puedes descargar los archivos y el programa de descodificación todo junto. ¿Puedo borrar los originales o tirar a la basura el portátil?

–No. Tal vez los necesite. Pero te aconsejaría que los escondieses en un lugar muy seguro.

–Y yo que estaba tentado de colocar este portátil en mi pared como un tigre que hubiese abatido.

Navaja estaba feliz con su triunfo.

–Gracias -dijo Evan-. Disfruta del dinero.

–Lo haré.

–Acabas de salvar vidas.

–Entonces eso es un plus -dijo Navaja.

–Desaparece por un tiempo.

–Me voy de vacaciones, pero ya sabes cómo ponerte en contacto conmigo.

Navaja colgó y Evan borró el número del registro de llamadas. Luego guardó el móvil. Era hora de decidir si podía confiar en su padre.

–¿Hay algún ordenador con acceso a internet en esta casa?

–¿Quién era?

–No importa. Dime.

Mitchell se pasó la lengua por los labios.

–Sí. En el dormitorio de atrás.

Evan fue a la habitación y encontró un ordenador conectado a la banda ancha. Lo encendió y accedió a la cuenta de servidor remoto que El Turbio le había abierto cuando lo había llamado desde Goinsville.

–¿Adónde llevará Jargo a Carrie?

–A una casa de seguridad. Para interrogarla.

–Llámalos. Diles que la dejen marchar o la lista de los clientes de Jargo aparecerá mañana por la mañana en la portada de The New York Times.

–Si le haces daño simplemente pasará a la clandestinidad y nos perseguirá.

–¿Es eso lo que te da miedo, o es el hecho de que sea tu hermano?

–Ambas cosas -dijo Mitchell-. Pero escúchame. Si haces pública esa lista nos perseguirán muchos más que Los Deeps. Servicios de inteligencia, círculos criminales de todo el mundo pondrán precio a nuestras cabezas.

–Deja ese rollo de la culpabilidad mundial. Tú nos metiste en esto, y yo voy a hacer que salgamos de una puñetera vez.

Evan pulsó unas teclas y descargó lo que El Turbio había cargado. Había varios archivos. Abrió el primero: números de cuenta, más de tres docenas, en varios bancos suizos y de las Caimán. Abrió una carpeta llamada «Logística»: dentro había un archivo, uno de muchos, con los requisitos para la última misión de su madre en el Reino Unido. Una tercera carpeta contenía información para reunirse con el Mossad israelí y entregarles a un contable de Hamas que se había negado a darle información a Jargo. Fotos del asesinato de Hadley Khan, de su lenta tortura, tomadas por Thomas Khan para probar su fidelidad, para documentar su lealtad hacia Jargo por encima de la familia. Y todo así. Cada documento era una página del diario de un mundo secreto.

Había un documento que contenía una lista de clientes. Pese a todo el terror y la muerte que había causado, el archivo no era más que una hoja de cálculo. Unos cuantos nombres de la CIA, incluido Pettigrew, del FBI, del Mossad y del MI5 y MI6 británicos; del SVR ruso y del Guoanbu chino, y también de los servicios de inteligencia de Alemania, Francia y Sudáfrica. Los japoneses. Ambas Coreas. Empresas clasificadas en las quinientas primeras posiciones de la lista publicada por la revista Fortune. Jefes militares. Oficiales superiores del gobierno.

–¡Dios mío! – exclamó su padre detrás de él.

Evan volvió a entrar en la carpeta de logística. Abrió una subcarpeta llamada «Viaje». Leyó las tres últimas entradas. Le dio un escalofrío.

–Papá, ¿cómo te atrapó Jargo cuando volviste a Estados Unidos?

–Volé a Miami el miércoles por la noche. Me llamó antes, cuando volvía de hacer mi trabajo. Me dijo que había un problema y que tenía que esconderme. Me llevaron a una casa de seguridad y me encerraron allí.

–Miércoles. ¿Y luego qué?

–Él y Dezz fueron a Washington para seguir una pista del contacto de Donna en la CIA.

–No. Fueron a Austin. – Y señaló un listado en el archivo de logística-. Khan preparó un vuelo charter para ellos el jueves, de Miami a Austin. Fueron a ver a mamá. O a vigilarla. Quizás ella vio a Dezz o a Jargo y se enteró de que la estaban siguiendo. Eso es lo que la impulsó a escapar el viernes por la mañana.

Su padre miraba fijamente la pantalla.

Evan abrió otra hoja de cálculo. Operaciones en el Reino Unido. Dinero desviado a una cuenta en Suiza.

–Papá, mira esta transferencia. ¿Quién es Dundee?

Su padre ya había recuperado la voz.

–Es el nombre en clave de un agente.

–Le pagaron el día que yo llegué a Londres y Jargo intentó matarme con la bomba. Dundee probablemente es el que fabricó la bomba.

Mitchell cayó al suelo, con la mirada fija todavía en la pantalla.

El último documento, titulado «Cuna» estaba en la parte de abajo de la pantalla. Evan lo abrió mientras su padre le agarraba la mano y le decía:

–No, hijo, por favor, no.

Capítulo 43

Demasiado tarde. Evan abrió «Cuna». Contenía fotos antiguas, de niños. Dieciséis niños. Uno era su padre, con su gran sonrisa. Su madre era una niña rubia muy menuda, con pómulos altos y el pelo recogido en una juvenil trenza. Con siete años, Jargo ya tenía los ojos inexpresivos y fríos de un asesino. Una chica de cara dulce parecía la versión infantil de la conductora, McNee. Los nombres estaban debajo de cada foto. Se quedó mirando a sus padres, a Jargo, y al padre de Carrie.

Arthur Smithson. Julie Phelps. John Cobham. Richard Allan.

–Ésos eran vuestros nombres reales -dijo Evan-. ¿Qué les ocurrió a vuestros padres?

–Todos ellos murieron. Nunca los conocimos.

–¿Dónde naciste?

Su padre no respondió. En lugar de eso preguntó:

–¿Has descargado el programa de descodificación?

–Sí.

Su padre se inclinó y pulsó unas teclas. Descargó otra vez el documento «Cuna» y el archivo se abrió de nuevo.

No era la CIA. No era una organización independiente que Alexander Bast había creado y de la que Jargo se había apoderado. Había nombres nuevos debajo de la foto de cada niño.

Su madre. Julia Ivanovna Kuzhkina.

Su padre. Piotr Borisovich Matarov.

Jargo. Nikolai Borisovich Matarov.

–No -dijo Evan.

–Éramos un gran, gran secreto -dijo su padre detrás de él. Lloraba-. Las semillas de la siguiente olna de inteligencia soviética. Los gulags estaban llenos de mujeres, disidentes políticas a las que no les dejaban quedarse con sus hijos. Nuestros padres eran o bien otros disidentes, o bien guardias de prisión que fecundaban a las mujeres. Nuestras madres podían estar con nosotros una vez al mes y durante una hora hasta cumplir dos años; luego no nos volvían a ver nunca más. La mayoría de los niños acababan en campos de trabajo o de reeducación. Alexander Bast fue a visitar los campos. Averiguó qué prisioneras tenían los cocientes intelectuales más altos. Les hizo pruebas legítimas, ya que los soviéticos alegaban que los disidentes eran enfermos mentales y que tenían cocientes intelectuales bajos. También les realizó pruebas a sus hijos de dos años y se llevó a un grupo de nosotros.

–Bast era de la CIA.

–Y del KGB. Era un agente doble aliado con el KGB. Su lealtad era hacia la URSS. Le tomaba el pelo a la CIA.

Evan tocó la pantalla, la foto de su madre.

–Os transformó en pequeños estadounidenses.

–Los soviéticos construyeron en Ucrania una réplica de una ciudad americana. Se llamaba Clifton. Bast tenía otro complejo cerca de allí. Disponíamos de los mejores profesores de inglés y de francés, hablábamos como nativos. Incluso nos enseñaron a imitar los acentos: del Sur, de Nueva Inglaterra, de Nueva Jersey… -Mitchell carraspeó-. Teníamos libros de texto estadounidenses, aunque nuestros instructores se apresuraban a subrayar la falsedad de Occidente en favor de la verdad soviética. Y desde temprana edad nos enseñaron técnicas profesionales: cómo luchar, si era necesario; cómo matar; cómo mentir; cómo espiar; cómo vivir una doble vida. Crecimos en un constante entrenamiento, programados para el éxito, para no tener miedo y para ser los mejores.

Evan rodeó a su padre con el brazo.

–En esa época la inteligencia soviética estaba patas arriba -dijo Mitchell-. El FBI y la CIA seguían desbaratando y acabando con operaciones y agentes soviéticos en Estados Unidos. Esto se debía a que muchos de los agentes nacidos en Estados Unidos tenían lazos con el partido comunista antes de la Segunda Guerra Mundial. Y si eras un diplomático soviético, el FBI y la CIA sabían que probablemente eras del KGB; esto ataba de manos y pies a los espías constantemente. Los ilegales, es decir, los espías que vivían bajo una gran protección, tenían más éxito. O al menos esto le vendió Bast al escalón más alto del KGB. Muy pocos conocían el programa. Se camufló como bajo un método de entrenamiento llamado «Cuna» en los documentos y en los informes presupuestarios, y le dieron un perfil extremadamente bajo. Nadie podía saberlo. La inversión que se habría perdido hubiese sido demasiada, mucho más elevada que para entrenar a un agente adulto.

–Luego Bast os trajo al orfanato en Ohio.

–Lo compró. Nos dio nombres e identidades nuevas…

–Y rápidamente destruyó el orfanato y el Palacio de Justicia, dándoos una alternativa por si alguna vez se cuestionaban vuestros documentos de identidad. Y una nueva fuente de identidades para cuando las necesitase.

Mitchell asintió.

–Para crecer y ser espías.

Evan se imaginó a sus padres cuando eran niños, entrenados, instruidos, preparados para una vida de sospecha y engaño. En las fotos parecía que sólo quisieran salir a jugar. Mitchell asintió de nuevo.

–Para ser agentes durmientes. Pero íbamos a ir a la universidad. Nuestras becas las pagaría un fondo para huérfanos que gestionaba una compañía que era una tapadera de Bast. Luego Bast, como agente antiguo y de confianza de la CIA, allanaría el camino para el reclutamiento.

–En la CIA.

–Sí. O en defensa, energía, aviación… cualquier sitio que fuese útil. Teníamos que ser flexibles, centrarnos en las operaciones, esperar oportunidades, servir cuando nos reclamasen.

–Y siendo Smithson conseguiste un trabajo como traductor para la inteligencia militar, y mamá su trabajo en la marina. Tú estabas perfectamente colocado. ¿Por qué te convertiste en Mitchell Casher?

–Por ti.

Ahora su padre parecía haber recuperado las fuerzas. Se puso de pie ante Evan con las manos cruzadas delante de la cintura, como un penitente, con los ojos llenos de lágrimas y la voz fuerte. No temblaba.

–No lo entiendo, papá.

–Vimos lo que significaba Estados Unidos: libertad, oportunidades, honestidad. A pesar de sus verrugas y de sus problemas, era un paraíso. Queríamos criar a nuestros hijos aquí, Evan; sin miedo, sin preocuparnos de que nos atrapasen y nos matasen o nos hiciesen volver a Rusia, donde nuestros padres habían estado en la cárcel y donde nunca hubiésemos tenido una oportunidad en la vida. ¿Sabes? En Clifton nos tuvieron que enseñar a tomar decisiones, cómo negociar con auténtica independencia. – Mitchell sacudió la cabeza-. Teníamos libertad, teníamos un trabajo interesante, teníamos el estómago lleno y no había filas en las que colocarse. Nos dimos cuenta de que nos habían mentido. Nos habían mentido en todo.

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