Pánico – Jeff Abbott

Evan no contestó. Esa voz. Era la voz de la cocina de sus padres. La voz del asesino de su madre. La ira le invadió.

–Eh, Evan, han llegado los buenos. FBI. Ahora sal, por favor.

Evan era incapaz de creer a nadie que dijese que era del FBI y le disparara a un hombre herido.

–Todo está bien, Evan. Ahora estás a salvo. Si tienes una pistola lánzala, no queremos ningún accidente.

Gabriel gemía y sollozaba.

–Evan, no sé lo que este puñetero viejo loco te ha dicho, pero estás totalmente a salvo. Soy del FBI. Me Hamo Dezz Jargo. – Una pausa de énfasis-. Y conozco a tu padre. Está preocupadísimo por ti. Le siguió la pista hasta aquí al señor Gabriel. Necesito que salgas. Vamos a llevarte junto a tu padre.

Jargo. Evan imaginó que Jargo sería un hombre más mayor. Este tío parecía demasiado joven para llevar una red criminal.

–Enséñame tus credenciales -chilló Evan.

–Bueno, aquí tienes -dijo Dezz amablemente.

–Es un maldito embustero -chilló Gabriel.

Las piernas que caminaban le dieron de repente una patada en la cabeza a Gabriel. De la boca le salió sangre y tres o cuatro dientes de delante, y Gabriel se quedé quieto. Evan no sabía si aún respiraba.

–Evan, ahora sal, por favor -dijo Dezz-. Es por tu propia seguridad.

Evan disparó al pie de Dezz.

Carrie fue del garaje a la cocina. Todo estaba en silencio, salvo por la televisión, en la que estaba puesta la CNN.

–¿Evan? – llamó-. Evan, cariño, soy yo, Carrie. Sal.

Silencio. De repente sintió un escalofrío y entró en todas las habitaciones con miedo a encontrarlo muerto.

Él la había llamado, tenía que estar libre.

A menos que fuese una trampa y Gabriel lo hubiese matado al acabar de hablar con ella. Intentó pensar. Gabriel era un ex agente de la CIA. Esos archivos -no estaba segura de lo que contenían que hacía sudar tanto a Jargo- le interesaban a Gabriel porque se había vuelto independiente, o se había convertido en un traidor, o bien había vuelto a trabajar para la agencia. Trucos e ilusiones, este mundo no era más que trucos e ilusiones; no había verdad en nada ni en nadie, excepto en Evan tumbado en la cama diciendo: «Te quiero».

Recorrió rápida y eficientemente las habitaciones del piso de abajo antes de subir corriendo a la planta de arriba. La última vez que lo había visto estaba en cama, dormido, en paz, y ahora había tenido que soportar todo aquel infierno. Su madre estaba muerta y Carrie había sido incapaz de parar aquello y de protegerlos a Donna y a él. Su madre murió estrangulada. A los suyos les habían disparado.

«Por favor, Evan, ojalá estés aquí, no ahí abajo con Dezz. O mejor que no estés aquí, que estés lejos, donde él no pueda encontrarte.»

Buscó desesperadamente en todas las habitaciones, esperando encontrarle primero.

Dezz aullaba y saltaba sobre el pie sano, pero no se apartó muy lejos. Al contrario, soltó una carcajada falsa.

–Una manera jodidamente divertida de darme las gracias por salvarte -gritó-. Gabriel te estaba apuntando cuando te decía que salieses. Te he salvado el culo.

Evan esperó. Pensó que Dezz correría a ponerse a salvo. Era lo más sensato. Dezz no lo hizo, pero tampoco se acercó más.

–Tu padre -dijo Dezz- se llama Mitchell Eugene Casher. Nació en Denver. Lleva casi veinte años trabajando como consultor informático.

–¿Y?

–Que si simplemente fuese del FBI, sabría esto. Pero soy amigo suyo, Evan. Su helado favorito es el de nuez de pecan. Le gusta el filete medio hecho. Su programa de televisión favorito es Hawai Five-0 y a menudo aburre a la gente hablando de él. ¿Te suena familiar?

En efecto, le sonaba.

–¿De qué lo conoces?

–Evan, ahora tengo que confiar en ti. Tu padre hace trabajos especiales para el gobierno. Yo me encargo de sus casos. Estoy aquí para protegerte. Tu familia está en el punto de mira de mucha gente, incluido el señor Gabriel, aquí presente, a quien echaron de la CIA.

La voz. Comparó la voz de Dezz con la voz que había oído detrás de él cuando estaba de rodillas en la cocina, con una pistola apuntándole en la cabeza y la cara de su madre muerta a pocos centímetros de la suya. Ahora no estaba seguro. Aquellos horribles momentos estaban envueltos en una especie de neblina. Intentó recordar la voz que había hablado mientras su madre estaba muerta, la voz que le hablaba al oído mientras se moría colgado de la cuerda.

–Sé un buen chico y sal. Compartiré contigo mis caramelos.

–No me hables como si tuviese cuatro años -dijo Evan.

–Nunca se me ocurriría tratar como a un niño al famoso director.

Evan esperó. Al lado del pie de Dezz cayó un envoltorio de caramelo.

«Si le disparo todavía quedará uno; si es que los dos hombres aún van juntos.»

–Tengo una amiga en la casa que está preocupada por ti -dijo Dezz-. Carrie está aquí conmigo.

Evan pensó que había escuchado mal.

–¿Qué?

Se puso tenso. Mentira. Tenía que ser mentira.

Después de diez segundos de silencio, Dezz dijo:

–Lo siento Evan. Quédate quieto. Sólo tengo que tomar una pequeña precaución.

Y disparó a la rueda delantera derecha del Suburban. El pesado coche se hundió y se posó del lado del que reventó la rueda.

–No puedo arriesgarme a que me dispares y te largues en el coche. No vamos a hacer un duelo a la mexicana. Quiero llevarte con Carrie. Y con tu padre. Sal con las manos en alto, lo llamaremos, juntaremos a todo el mundo. Una bonita reunión familiar.

Evan rechinó los dientes. No. Dezz era un mentiroso, un asesino. No creería nada de lo que dijese sobre Carrie. Estos hombres habían encontrado unos archivos invisibles en su ordenador, habían borrado el disco, habían dejado el ordenador en su configuración por defecto en sólo unos segundos y habían encontrado la guarida de Gabriel en medio de la nada. Saberse el nombre de su novia no era nada. Era un truco, tenía que ser un truco para cazarlo.

Tenía que salir de allí. Pero no podía conducir el Suburban con la rueda pinchada.

La Ducati. Estaba cerca de la parte delantera del coche, donde Gabriel la había aparcado. El coche estaba frente a la verja. La moto estaba a su derecha y Dezz se hallaba a la izquierda, en la mitad de la cuesta que subía la colina. No había manera de que Gabriel se hubiese guardado las llaves en el bolsillo cuando bajó de la moto, preparándose para disparar a Evan. ¿O sí?

Gabriel emitió un sonido que a Evan le pareció como un largo suspiro agonizante.

Tendría que dejar atrás la maleta, con el dinero y su ordenador estropeado dentro. Guardaba en el bolsillo el pasaporte sudafricano que Gabriel le había enseñado y también la identificación de la CIA de éste. El petate también estaba en el coche, pero recordó que estaba en el asiento del pasajero. Se imaginó la escena de la huida: rodaría hasta la altura del asiento del conductor del Suburban. Abriría la puerta, cogería el petate, que contenía la pequeña caja cerrada con llave que le había cogido a Gabriel, y su equipo de filmación. Le dispararía a Dezz para perseguirlo colina arriba. Se montaría en la moto y atravesaría la puerta. Probablemente era un suicidio, pero al menos moriría intentándolo.

–Trae a Carrie aquí, déjame verla y saldré -gritó.

Se produjo un silencio durante un instante, y Dezz dijo:

–Sal y te la traeré.

Dezz caminaba a unos quinientos metros de distancia, metido entre los árboles.

«Está esperando a que vayas a por la moto.» No, decidió Evan. Sólo estaba esperando. Ahora podía verle la cara a Dezz: pelo tirando a rubio, rostro delgado, de color amarillento enfermizo y de aspecto completamente demente.

«¿Mataste a mi madre? – Había oído dos voces, de eso estaba seguro, pero éste era sólo uno de los tíos-. Céntrate. Manten la mano firme cuando dispares.» Oía la voz de su padre. Nunca había sido muy bueno en las prácticas de tiro cuando su padre lo arrastraba al campo de tiro, y hacía años que no iba. Evan reptó hasta el lado del asiento del pasajero, el chasis del Suburban quedaba entre él y Dezz. Abrió la puerta. Cogió el petate y se colgó el asa al hombro.

Dezz corrió directamente hacia él, disparando y chillando:

–Evan, muy bien, levanta los brazos y ponlos donde pueda verlos, ¿de acuerdo?

Evan disparó sobre el capó; la manga de la chaqueta de Dezz se sacudía como si tiraran de ella desde atrás. Dezz cayó al suelo y Evan siguió disparando por encima de la cabeza de él hasta que vació la pistola. Llegó a la motocicleta.

Las llaves brillaban bajo la luz del sol. Arrancó el motor, pisó el embrague para meter la marcha y levantando gravilla salió disparado a través de la pequeña abertura de la verja. No miró atrás; no quería ver cómo la bala venía a por él. Así que no vio a Jargo salir de entre los robles, dispararle al hombro y fallar; no vio a Dezz de pie, apuntando con cuidado, ni a Carrie corriendo y empujando a Dezz cuando disparaba. Evan oyó el ruido de dos pistolas, su eco resonando en la colina plagada de mezquite, pero no lo alcanzó ninguna bala. Se inclinó sobre la moto, agachándose mucho. El petate le estaba haciendo perder el equilibrio y todavía tenía en la mano la pistola vacía; llevaba el mentón pegado al manillar y lo único que veía era la carretera, que lo alejaba de la muerte.

Capítulo 16

Evan necesitaba un coche. Rápido. Dezz podría venir tras él en cualquier momento como un rayo y echarlo de la carretera haciéndolo papilla. Una señal próxima en la carretera indicaba que estaba a tres kilómetros de Bandera.

Entró en el pueblo, deteniéndose sólo para guardar la pistola vacía en el petate para no ir exhibiendo su armamento. Había muchas tiendas, un asador, carteles de fiestas que se celebraban cada mes. Recorrió la calle principal y se preguntó qué tal se le daría robar un coche.

Era una decisión extraña. Ya no formaba parte del mundo normal; había pasado a la tierra de las sombras, donde no había mapa, brújula ni estrella polar para guiarlo. Había visto su cara en las noticias nacionales, viendo cómo hablaban de él como la víctima de un crimen. Había atropellado a Gabriel y había seguido conduciendo. Había visto cómo le disparaban a Gabriel dos veces, pero no acudía a la policía. Había escapado del hombre que tal vez hubiese matado a su madre.

El libro de las reglas de su vida se había ido por el desagüe.

Condujo hasta donde las casas eran más pequeñas y los bordes de los jardines menos precisos.

Ciudades pequeñas: puertas sin cerrar, llaves en los coches, ¿no? Eso esperaba. Aparcó la Ducati, metió las llaves en el bolsillo y se colgó el petate al hombro. Comenzó a llover un poco, el cielo retumbaba. La mayoría de las casas tenían caminos de acceso con aparcamientos cubiertos en lugar de garajes. Bien. Eso hacía más fácil buscar un coche y se preguntaba si era ésa la manera de actuar de los ladrones. Con la lluvia todo el mundo se metió dentro. Rezó para que nadie lo viese deambular de camino en camino, mirando dentro de los coches y probando las puertas. Todo estaba cerrado con llave. Demasiado para la confianza de un pueblo.

Ya iba por el octavo camino, totalmente empapado, acercándose a una camioneta cuando la puerta principal se abrió y un tipo fuerte y con un enorme cuello salió al pequeño porche de la casa.

–¿Puedo ayudarlo, señor? – preguntó. No era exactamente un tono de amenaza, pero tampoco lo estaba invitando a tomarse una cerveza-. ¿Qué está haciendo usted?

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