La mentira le vino a la boca con tanta facilidad que se quedó atónito.
–Folletos -respondió apuntando al petate-. Se supone que tengo que dejar folletos en los parabrisas, pero están demasiado mojados. Así que iba a ponerlos en el asiento del conductor.
–¿Folletos de qué?
El gigante dio un paso hacia delante mientras miraba a Evan con cierta reserva: el pelo desgreñado, el pendiente, la camisa de bolos ahora mugrienta y llena de suciedad y de la sangre de Gabriel.
–De una nueva iglesia en la ciudad -contestó Evan-, la Comunidad de la Bendita Sangre de Nuestro Señor. ¿Ha sido usted salvado? Entregamos mayor redención por cada dólar que se aporta. Utilizamos serpientes de cascabel en nuestros oficios y…
El gigante dijo:
–Gracias, estoy bien.
El hombre volvió por donde había venido, se metió dentro y cerró la puerta.
Evan se dirigió calle abajo. Ahora iba rápido, corría bajo la lluvia. El gigante se lo había tragado, o tal vez no, e iba a llamar a la poli.
Dos puertas más abajo, su Santo Grial brilló bajo la lluvia: una camioneta abierta. Era una Ford F-150, roja, el interior estaba limpio excepto por un vaso de café de poliestireno en el sujetavasos. Había un teléfono móvil incrustado en el espacio entre los asientos y un Teletubby de peluche desgastado de tanto afecto. Las luces de la casa estaban apagadas: el buzón de correos decía «Evans». Un presagio, un golpe de suerte. Rompió un trozo de papel de su libreta y escribió: «Siento muchísimo haberme llevado la camioneta, pueden quedarse con la Ducati aparcada al final de la calle, les llamaré y les diré dónde he dejado su vehículo». Evan colocó en el porche y a la vista la nota, el Teletubby y las llaves de la Ducati. Se subió a la camioneta, la encendió y salió marcha atrás. Pensó que el teléfono móvil le sería de utilidad antes de que su enojado propietario lo desactivase.
Nadie salió de la casa.
Salió de Bandera a una velocidad modesta, comprobando la aguja del depósito: estaba casi lleno. Dios por fin le había dado un respiro por el que no había tenido que luchar.
«Ahora eres un auténtico criminal. Pero ¿qué hubiera dicho mamá? Hubiera dicho: vete a por los cabrones que me mataron.»
No. La cuestión no era vengarse, sino salvar a su padre. Gabriel había nombrado Florida como el punto de reunión con él. Su padre ya estaría allí, si es que no lo tenía el grupo de Dezz Jargo. Era casi mediodía. Debía conducir hasta San Antonio y luego dirigirse al este. Puso en marcha la radio mientras se echaba a la carretera. Willie Nelson imploraba que Whiskey River se llevase su recuerdo. La tormenta estalló con toda su furia y dirigió la camioneta hacia el sureste. Sabía que las señales lo guiarían hasta la extensión de San Antonio. Luego podría tomar la Interestatal 10 directamente hasta Houston y más lejos, atravesando las llanuras y los pantanos de Luisiana, para luego cruzar los salientes de las costas de Misisipi y Alabama y entrar por el oeste en la península de Florida.
Entonces podría encontrar a su padre… en un estado grande y atestado de gente donde no sabía siquiera por dónde empezar. Pero tampoco podía elegir quedarse quieto.
Pensó en los archivos. Los archivos eran el quid de la cuestión, la clave para rescatar a su padre. Si Dezz, Jargo y compañía creían que tenía otra copia de los archivos y que finalmente la cambiaría por su padre, entonces esos archivos eran su protección. Si mataban a su padre, Evan no tenía motivos para mantenerlos en secreto.
La gente ya le había mentido antes, con las cámaras rodando, intentando dar una buena imagen de sí mismos o parecer inteligentes. Los mejores mentirosos eludían la verdad, aunque se mantenían lo suficientemente cerca de ella. Quizás había migajas de verdad en lo que proclamaban Dezz y Gabriel. Puede que ésta se hallase en un punto intermedio entre ambos.
Le dolía todo el cuerpo. «Ya es suficiente. Concéntrate en la carretera, no pienses en mamá ni en Carrie. Tú sólo conduce. Cada kilómetro te lleva más cerca.» Eso es lo que su padre le decía en los viajes familiares largos. Nunca tenían otra familia a quien visitar. Siempre eran viajes al Gran Cañón, a Nueva Orleans, donde sus padres habían vivido cuando Evan nació, a Santa Fe, a Disney World una vez cuando tenía quince años y, aunque era demasiado guay para el mundo de Disney, lo cierto es que se moría de la emoción. Cada vez que hacía la inevitable pregunta infantil de cuánto faltaba, su padre le decía: «Cada kilómetro te lleva más cerca».
«Ésa no es una respuesta», se quejaba Evan, y su padre sólo repetía la misma frase: «Cada kilómetro te lleva más cerca», mientras sonreía a Evan por el espejo retrovisor.
Finalmente mamá intervenía: «Tú disfruta el viaje». Se echaría hacia atrás desde el asiento del acompañante y le apretaría la mano, lo cual le avergonzaba como quinceañero que era, pero ahora le parecía un trozo del paraíso. Típico de las madres, ese enérgico optimismo. Le faltaba como si hubiese perdido un brazo de repente.
«Tu padre hace trabajos especiales para el gobierno», había dicho Dezz. Incluso si era un mentiroso, sus palabras tenían algo de verdad, vistos los acontecimientos de los últimos dos días. El concepto era difuso, borroso. No sabía qué aspecto tenía un espía, pero no se imaginó a James Bond. Se imaginaba a un hombre con la cara amarillenta y triste de Lee Harvey Oswald, un silenciador hecho a medida por un artesano suizo en el bolsillo, un impermeable lleno de sangre, el vacío en los ojos mostrando un alma marchita de vivir bajo un estrés constante y el miedo a ser descubierto. Su padre leía a Graham Greene y a John Grisham, le encantaba el baloncesto, odiaba pescar, hacía códigos informáticos y veneraba a su familia. A Evan nunca le había faltado amor.
Entonces, ¿tu padre te decía que te quería, se subía en un avión y luego se iba a robar secretos o a matar a gente? ¿Era dinero manchado de sangre lo que le había pagado el colegio, le había llenado el estómago, le había permitido comprar chicles y cómics y el resto de tesoros de su infancia?
El camino hacia Texas se desplegaba ante él, largo y lluvioso. «Cada kilómetro te lleva más cerca», repetía una y otra vez con su respiración jadeante como un mantra para alejar el dolor y para endurecer su corazón.
Averiguaría la verdad. Encontraría a su padre. Y haría que la gente que había matado a su madre pagara con lo que más quisiesen.
Capítulo 17
–¡Podría matarte! – le gritó Dezz a Carrie-. ¡Lo tenía!
Ella se cruzó de brazos y dijo:
–Jargo lo quería vivo y tú estabas apuntándole a la cabeza.
–Estaba apuntando a la moto. ¡A la moto!
–Si hubieras estado apuntando a la moto -le rebatió Jargo, poniéndose entre los dos-, podrías haber disparado cuando le disparaste a la rueda del Suburban, hijo.
Dezz se puso rojo y frunció el ceño.
–¿Qué?
–Esperabas que Evan huyese -afirmó Jargo-, para tener así una razón para matarlo. Supera ya esos celos por Carrie.
–Eso no es cierto. – Dezz negó con la cabeza, metió la mano en el bolsillo buscando un caramelo. Farfullaba con el caramelo en la boca-. Me importa una mierda con quién se acueste ella.
–¿Entonces por qué no apartaste la moto, después de tus sermones de esta mañana sobre las tácticas? – preguntó Jargo.
Volvió sobre él, y le dio con el pie a Gabriel.
–No pensé que intentaría escapar con la moto. ¿Quién demonios iba a saber que se defendería? ¡Es un maldito director de cine! – Dezz escupió ese título. Se giró hacia Carrie-. Sabía disparar, ¿por qué no me lo advertiste?
–No sabía que supiese disparar. Nunca lo mencionó.
–Dezz -dijo Jargo con una voz fría-. Su padre es un as disparando. Es razonable que le enseñase a Evan cosas sobre pistolas.
Dezz se quitó la chaqueta de un tirón y señaló la quemadura en la piel.
–¿Dónde está tu puta preocupación por mí?
–Te lo vendaré, ¿satisfecho?
Carrie mantuvo la voz tranquila:
–Si quieres saber con seguridad lo que Evan sabe y qué amenaza supone, le necesitas vivo. Yo puedo encontrarlo. Tiene pocos amigos y pocos sitios donde esconderse.
–¿Adónde irá, Carrie? – preguntó Jargo mientras permanecía tranquilo, imperturbable, arrodillado tomándole el pulso a Gabriel.
–Piénsalo desde el punto de vista de Gabriel. Es un ex agente de la CIA. No sólo tiene algo pendiente contigo, sino también con la agencia. Si suponemos que está trabajando solo, habrá querido mantener el control absoluto sobre Evan. Por el amor de Dios, se lo arrebató a la policía. Eso significa que habrá advertido a Evan que se aleje de la policía, de las autoridades. – Esperaba haber presentado bien el caso y fue a por el final-. Irá a Houston, a buscarme. Tiene amigos allí.
Dezz le golpeó el pecho con la pistola. Aún estaba caliente, el calor se esparcía por toda la tela de su blusa.
–Si no le hubieras dejado ir a Austin ayer por la mañana estaríamos en mejor situación.
Ella apartó la pistola con cuidado.
–Si hubieses pensado antes de actuar…
–¡Callaos los dos! – ordenó Jargo-. Dejando las teorías de Carrie a un lado, Evan debe de dirigirse directamente a la policía de Bandera. Gabriel está vivo. Llevémonoslo y salgamos de aquí de una maldita vez.
Metieron a Gabriel en la parte de atrás del Malibu. El vehículo estaba abollado, pero aún se podía conducir. Cubrieron su coche con una tela y lo abandonaron tras una densa mata de robles vivos. Gabriel tenía dos heridas de bala, una en el hombro y otra en la parte superior de la espalda, y estaba inconsciente. Carrie sacó un botiquín del coche que iban a abandonar y le atendió las heridas.
–¿Vivirá hasta regresar a Austin? – preguntó Jargo.
–Si Dezz no lo mata… -apostilló Carrie.
Dezz montó en el coche y torció el espejo retrovisor para poder ver a Carrie en la parte de atrás; tenía la cabeza de Gabriel en su regazo.
–Podría matarte -dijo Dezz otra vez.
Pero ahora sólo estaba dolido como un niño rechazado y la rabieta dio paso a los pucheros.
Ella decidió que era hora de jugar una nueva mano.
–No lo harías -contestó tranquilamente-. Me echarías de menos.
Dezz se la quedó mirando y Carrie vio cómo la rabia desaparecía de su rostro. Se permitió a sí misma volver a respirar.
–Id a cenar -les ordenó Jargo cuando volvieron al apartamento de Austin-. Necesito silencio y tranquilidad para charlar con Gabriel.
A Carrie no le gustaba cómo sonaba esa frase, pero no tenía elección. Ella y Dezz recorrieron la calle bajo la sombra arqueada de los robles hasta un pequeño restaurante Tex-Mex. Estaba lleno de jóvenes modernos que asistían a los concurridos festivales de música y de cine del South by Southwest que toman Austin cada año a mediados de marzo. Se le hizo un nudo en la garganta. Evan había hablado de ir al festival justo hasta la semana pasada; El más mínimo problema había debutado en el South by Southwest hacía un par de años, y a él le encantaba la locura y la energía que desprendía aquel evento, y las negociaciones que posibilitaba. Le encantaba ver las películas más vanguardistas del cine, el torrente embriagador de miles de personas a las que les encantaba crear. Pero el montaje de Farol no dejaba de darle la lata, estaba inacabado, por lo que había decidido saltarse los eventos de este año.
Las mesas estaban atestadas de gente que le recordaba a Evan; hablaban y se reían, con sus mentes más concentradas en el arte que en sobrevivir. Él debería estar allí con ella, viendo películas, escuchando a grupos tocar, con su madre viva. En lugar de eso observaba a Dezz señalar a las azafatas con dos dedos y lo seguía al reservado de un restaurante. Carrie se excusó para ir al aseo y lo dejó jugando con los paquetes de azúcar.
En el aseo había mucha gente y mucho ruido. En la intimidad de un compartimiento, abrió un falso fondo del bolso y sacó un ordenador de bolsillo, escribió un breve mensaje y le dio al botón de enviar. La PDA cogió la red inalámbrica de la cafetería de al lado. Esperó una respuesta.