Pánico – Jeff Abbott

–Pero Jargo podría haberlo matado cuando descubrió que mi madre había robado los archivos, y no lo hizo. Lo ha mantenido con vida y le ha hecho creer que la CIA ha matado a mi madre.

–¿Le darás a la CIA el portátil de Khan si tu hacker no consigue abrirlo?

–Sí. Aun así desapareceré, a mi manera, y me encargaré de que Bedford reciba el portátil auténtico. Quizá la CIA consiga descodificarlo, si nosotros no podemos. No quiero que Jargo quede libre; deseo acabar con él tanto como tú. Si hoy muero, mi hacker le enviará el portátil al MI5 en Londres con una carta en la que se explica lo que está oculto en el sistema.

Carrie lo miró y luego miró a Bedford.

–Sigo deseando que nos hubiésemos conocido en el café, como la gente normal -susurró Evan-. Que hubiésemos tenido unas cuantas citas para irnos conociendo el uno al otro, sin que ya lo supieses todo sobre mí. Que hubiéramos ido cogiendo confianza igual que hace la gente corriente. Confío en ti, pero tú también tienes que confiar en mí.

Carrie no dudó ni un segundo.

–Confío en ti.

La rodeó con el brazo. Ella cerró los ojos y se apoyó en su hombro. Evan cerró los ojos y esta vez se quedó profundamente dormido. Cuando despertó ella estaba dormida, acurrucada contra su hombro. Por un instante se le rompió el corazón ante la cercanía de Carrie. Entonces el avión comenzó a descender hacia Florida, hacia Fort Lauderdale.

«Ya voy, papá, y no saben lo que les espera.»

SÁBADO
19 de marzo

Capítulo 41

Florida a media noche. El aire estaba cargado de humedad y las nubes emborronaban las estrellas. El avión de la CIA los llevó a un hangar remoto en el aeropuerto de Fort Lauderdale/ Hollywood, donde dos coches, un Lincoln Navigator negro y un Lincoln Town Car, esperaban a los pasajeros. Una mujer y un hombre con traje negro permanecían de pie junto a los coches. La mujer avanzó hacia ellos mientras se aproximaban.

–Soy McNee, de la oficina de México DF. Éste es Pierce, del cuartel general.

Le entregó a Frame sus credenciales.

–¿Quién es El Albañil?

–Soy yo.

Bedford no presentó a los demás.

–Señor, tiene algunas llamadas sin contestar… sobre una bomba en Londres ayer. Si coge el Navigator podrá hablar en privado. – Y bajó el tono de voz al decir «en privado».

Frame hizo un gesto de asentimiento en dirección a Carrie y Evan.

–Ellos pueden ir en el Town Car con McNee y Pierce.

Le devolvió a Carrie su Glock; antes de entrar en el avión todos le habían entregado las pistolas a Frame.

–¿Tiene una para Evan? – preguntó Bedford-. No lo quiero desarmado hasta que nuestro objetivo esté en la morgue.

Parecía que ni siquiera quisiese pronunciar en alto la palabra «Jargo».

–¿Sabes cómo funciona? – preguntó Frame.

Evan asintió. Frame se fue al Navigator, trajo una Beretta 92FS y le enseñó a Evan cómo comprobarla, cargarla, descargarla y cómo ponerle el seguro. Evan metió la pistola en la bolsa del portátil sin soltar su ordenador falso.

–Me gustaría llevar yo la mercancía, si no te importa.

–De acuerdo -dijo Bedford.

–¿Adónde nos dirigimos? – preguntó Evan.

–A una casa de seguridad en Miami Springs, cerca del aeropuerto de Miami. Por cortesía del FBI. Les dijimos que teníamos a un agente de inteligencia cubano dispuesto a desertar -explicó McNee.

–Luego tú llamarás por teléfono -indicó Bedford.

McNee le sonrió amablemente a Evan.

–Le prometo que cuando lleguemos a la casa disfrutará de una buena comida. Me gusta cocinar.

Abrió el maletero y Evan y Carrie metieron dentro su equipaje. Evan mantenía el portátil falso apretado contra el pecho, como si para él fuese el objeto más preciado del mundo. McNee sujetaba la puerta trasera para que entrasen. Pierce, el otro agente de la CIA, se sentó en el asiento de delante.

Ellos se deslizaron en el cuero fresco del asiento de atrás. McNee cerró la puerta, se sentó en el asiento del conductor y puso el coche en marcha.

–Primero nos libraremos de los mirones.

Elevó la ventana que separaba el asiento delantero y el trasero para que Carrie y Evan pudiesen hablar en privado. Evan miró hacia atrás; Bedford iba en el asiento del acompañante del Navigator detrás de ellos, hablando ya por teléfono.

Evan miró hacia la noche, más allá de la ventana. El aire era cálido como un beso. Vallas publicitarias, palmeras y vehículos a toda velocidad los iluminaban al pasar. Los dos coches dieron una larga serie de giros y volvieron sobre sus pasos rodeando el aeropuerto; pararon y comprobaron que nadie los seguía y luego McNee se dirigió hacia la I95 Sur. Era una autovía concurrida incluso después de medianoche.

Viajaron en silencio durante unos minutos.

–No deberías ir al lugar de la cita -dijo Carrie.

–Yo soy el cebo.

–No, tu llamada es el cebo. No quiero que te acerques a Jargo. Ni te imaginas… lo que te haría si te coge.

–O si te coge a ti.

–A mí me entregaría a Dezz -aseguró Carrie-. Preferiría morir.

–Voy a ir. No hay más que hablar.

Evan leyó los carteles. I95 oeste al aeropuerto de Miami. McNee se puso en el carril de la derecha, pero luego giró rápidamente y cogió la salida I95 oeste hacia Miami Beach.

Evan miró por el parabrisas trasero: el Navigator de Bedford esquivó dos coches, que hicieron sonar sus claxon, se arrimó a ellos y evitó por poco chocar con una furgoneta.

–¿Qué pasa? – preguntó Evan.

McNee echó un vistazo por el retrovisor y se encogió de hombros. Apuntó al audífono que tenía en la oreja como si le estuviesen dando instrucciones por radio.

Pierce, el tío de la CIA que iba en el asiento del acompañante, se sacó el audífono y frunció el ceño, moviéndose con nerviosismo. Luego golpeó la puerta del acompañante y cayó desplomado. McNee adelantó a un camión, poniendo distancia entre ella y el Navigator.

Pierce no respiraba. Tenía un orificio de bala en el cuello. McNee colocó la pistola en el portabebidas.

Evan golpeaba el cristal reforzado mientras McNee zigzagueaba de un carril a otro. La ventana no se movía.

–Nos está secuestrando -le dijo a Carrie.

Carrie miró por el parabrisas trasero. El Navigator de Bedford se acercaba a ellos a toda velocidad, y un Mercedes negro lo perseguía. Las balas alcanzaron el lado del conductor del Town Car, mientras McNee se separaba del Navigator de Bedford. Desde su ventana de acompañante, Bedford le disparó a McNee. De repente destellos: el Mercedes le disparaba a Bedford. Pero más allá del Mercedes, Evan vio otro coche, un BMW que aceleraba acercándose al Navigator.

McNee aceleró hasta casi ciento cincuenta en dirección a Miami Beach. Las torres del centro de Miami resplandecían bajo las nubes.

–¡Para o disparo! – ordenó Carrie.

McNee la mandó a la mierda con el dedo. Carrie disparó al cristal que les aislaba, en un punto situado entre el hombre muerto y la cabeza de McNee: el vidrio era antibalas y la bala se aplastó contra el cristal verdoso como un gusano.

Evan buscó el cerrojo de la puerta. Los habían sacado. Los mandos no funcionaban. Golpeó la ventana, pero estaba reforzada.

El Navigator de Bedford aceleró hasta acercarse al Town Car, como un león persiguiendo a una gacela ansioso por probar la ternura del cuello al final de la batalla. El Mercedes rugía al otro lado del Navigator, persiguiéndolo. Alguien disparó desde el Mercedes y las balas alcanzaron las ventanas del Navigator, que estallaron formando pequeños círculos concéntricos, pero resistieron.

Evan deslizó la cubierta del techo; en el cielo la luna brillaba entre dos nubes negras. Pulsó el mando, pero el techo no se movió. Sacó la Beretta del maletín del ordenador y le disparó; el fuerte estruendo casi le deja sordo.

–Tenemos que salir de aquí -dijo Carrie.

El Mercedes rozó el Navigator y entre ambos coches saltaron chispas que formaban una cascada de luz. Empezaron a disparar desde el Mercedes y la ventana lateral del Navigator se hizo pedazos.

Evan vio a Bedford contraatacar desde el asiento del acompañante del Navigator. El Mercedes respondió con una ráfaga de balas y Bedford cayó, con la mitad del cuerpo colgado de la ventana del Navigator y un reguero de sangre escurriéndose por la puerta y la ventana delantera.

Bedford había muerto.

El intercomunicador se encendió y tras un chasquido oyeron la voz de McNee:

–Dejad de disparar y no resultaréis heridos.

«Tiene que haber una manera de salir de aquí. Por las ventanas no, ni por el techo. Los asientos.» Evan recordó un reportaje que había visto sobre una tendencia en los utilitarios modernos: hacer que los asientos se retirasen con más facilidad para complacer el ansia constante de los estadounidenses de tener más espacio en los maleteros. «Por favor, Dios, que la agencia no haya modificado el coche o estaremos metidos en una trampa mortal.» Metió los dedos en el asiento y tiró. Éste cedió un centímetro. Volvió a tirar.

Miró por encima del hombro. McNee lo miraba por el espejo retrovisor con ojos furiosos, como de otro mundo, distorsionados por los impactos en el cristal antibalas. Volvió a subir el asiento y ahora vio al Navigator girar hacia ellos, con un lado abollado y con el cuerpo de Bedford inerte colgando del cristal, con gran parte de la cabeza hecha añicos. El Mercedes se aproximaba para atacar por el lado del conductor.

Frame no se rendía. No iba a abandonarlos.

A su alrededor, el resto de tráfico nocturno de Miami Beach aceleraba y se apartaba de su camino hacia el arcén; los conductores reaccionaban alarmados y conmocionados ante la lucha que se estaba librando en la carretera. Con la bahía a ambos lados, la autovía no ofrecía ninguna salida hasta la calle Alton y el barrio residencial situado en el extremo de South Beach.

«Tiene que reducir la velocidad para tomar la salida. Es nuestra oportunidad de salir.» Evan echó el asiento hacia atrás y vio la oscuridad del maletero.

–¡Ahora! – gritó Carrie.

Evan se deslizó hacia la oscuridad. Extendió el brazo buscando el alambre fino y la manivela para abrir el maletero desde dentro, si es que la había. Quizá la CIA o McNee lo habían quitado.

Sentía sobre su cabeza las balas golpeando la chapa del maletero.

El Town Car iba a toda velocidad, primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda. Evan estaba tumbado y encajado en el estrecho agujero y las embestidas lo movían hacia delante y hacia atrás. Se giró impulsándose en el pequeño hueco y apartando de delante las pequeñas maletas. Carrie lo empujó por los pies y entró por el canal de cuero al maletero, que estaba completamente a oscuras. Luego Carrie empujó la maleta con el portátil.

Evan encontró el cable de apertura y tiró de él.

El maletero se abrió y el viento, a casi ciento cincuenta kilómetros por hora, le golpeó los oídos. Esa noche no había estrellas y las nubes estaban bajas y oscuras como un paño mortuorio. El Navigator se acercó al parachoques, a pocos centímetros de él, con la cara de Frame como una mancha pálida tras el reflejo de las luces.

McNee pisó más el acelerador y la velocidad superó los ciento sesenta kilómetros por hora mientras se dirigía hacia la salida a la calle South Alton. Pasó un semáforo en verde a toda velocidad haciendo sonar el claxon mientras los coches hacían chirriar las ruedas al frenar para evitar chocar contra el Town Car.

El Mercedes se les puso muy cerca y un hombre se asomó por la ventanilla del acompañante apuntando a Evan con la pistola. Era Dezz, con su amplia sonrisa y el pelo alborotado tapándole la cara. Le hizo gestos para que regresase al maletero.

Evan se agachó. Volvió hacia el asiento trasero y buscó a tientas la mano de Carrie. Nada.

–¡Vamos! – le gritó.

El Mercedes chocó de nuevo contra el Navigator y de nuevo se escucharon disparos. El Navigator saltó la mediana atravesando un agujero entre las palmeras y volcó. El cuerpo de Bedford salió despedido del coche y cayó en el asfalto. El Navigator se deslizó sobre un lateral, provocando una lluvia de chispas, en dirección a un escaparate a oscuras. Al chocar, el metal y el cristal se astillaron y se hicieron añicos.

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