Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Conina carraspeó.

—¿Has comprendido algo de lo que ha dicho? —preguntó con cautela.

—Comprendo parte, pero no puedo creerlo —replicó él.

Sus pies permanecieron firmemente arraigados en los guijarros.

¡Dijeron que yo no era más que un símbolo sin importancia!—La voz estaba llena de sarcasmo—. ¡Unos magos gordos que traicionan todo lo que siempre defendió la Universidad dicen que no soy más que un símbolo sin importancia! Te lo ordeno, Rincewind. Y a ti, chica. Servidme bien y os concederé lo que más deseéis.

—¿Cómo puedes concederme lo que más deseo si el mundo se acaba?

El sombrero pareció meditar.

Bueno, ¿no tienes algún deseo que se pueda cumplir en un par de minutos?

—Escucha, ¿cómo es posible que hagas magia? No eres más que un…

Rincewind se interrumpió.

Soy magia. Auténtica magia. Además, los magos más grandes del mundo me han llevado en la cabeza durante dos mil años, de eso se aprenden muchas cosas. Venga. Tenemos que marcharnos. Pero con dignidad, claro.

Rincewind lanzó una patética mirada a Conina, quien se encogió de hombros.

—A mí no me mires —dijo la chica—. Esto tiene pinta de aventura. Y me temo que mi destino es correr aventuras. Cosas de la genética[9].

—¡Pero a mí no se me dan bien! ¡Créeme, he corrido docenas de aventuras, y no son lo mío! —aulló Rincewind.

Ah. Experiencia —dijo el sombrero, aprobador.

—No, la verdad es que no. Soy un cobarde redomado, siempre huyo. —Rincewind jadeaba—. ¡El peligro me ha visto la nuca en cientos de ocasiones!

No quiero que te metas de cabeza en el peligro.

—¡Perfecto!

Quiero que te mantengas bien lejos del peligro.

Rincewind gimió.

—¿Por qué yo?

Por el bien de la Universidad. Por el honor de los magos. Por la seguridad del mundo. Por lo que más deseas. Y porque, si no lo haces, te congelaré vivo.

Rincewind lanzó un suspiro que era casi de alivio. No le gustaban los sobornos, ni las súplicas, ni las apelaciones a su bondad. En cambio, las amenazas le resultaban muy familiares. En cuestión de amenazas, se encontraba como en casa.

* * *

El sol salió el Día de los Dioses Menores como un huevo escalfado. Las nieblas se habían cerrado sobre Ankh-Morpork como jirones de plata y oro: húmedas, cálidas y silenciosas. Se oía el rugido lejano del trueno primaveral, allá en las llanuras. Parecía más cálido de lo habitual.

Por lo general, los magos se levantan tarde. Pero, en aquella mañana, muchos de ellos habían madrugado y recorrían los pasillos sin rumbo fijo. Advertían el cambio en el aire.

La Universidad se estaba llenando de magia.

Cierto que, habitualmente, ya estaba llena de magia, pero era una magia vieja, cómoda, tan emocionante y peligrosa como una zapatilla de lona. En cambio, ahora brotaba una magia nueva, vibrante y de bordes afilados, brillante y fría como el fuego de un cometa. Reptaba por las piedras, se palpaba en los objetos como si fuera electricidad estática en la alfombra de nylon de la creación. Zumbaba y crepitaba. Rizaba las barbas de los magos, brotaba en jirones de humo octarino de dedos que, en tres décadas, no habían visto nada más místico que alguna que otra ilusión luminosa. ¿Cómo se podría describir el efecto con delicadeza y buen gusto? Para muchos de los magos, era como ser un anciano que ve de pronto a una joven hermosa y descubre para su horror, deleite y asombro que, de pronto, la carne se muestra tan impulsiva como el espíritu.

Y en los muros y pasillos de la Universidad se susurraba una palabra: ¡Rechicería!

Unos cuantos magos, a escondidas, probaron hechizos que no habían conseguido dominar en años, y contemplaban sorprendidos cómo se desarrollaban perfectamente. Cautelosamente al principio, luego con confianza, al final con gritos y hurras, se lanzaban bolas de fuego unos a otros, o sacaban palomas de sus sombreros, o hacían que del aire cayeran lentejuelas multicolores.

¡Rechicería! Uno o dos de los magos, que hasta entonces no habían cometido ninguna acción peor que comerse una ostra viva, se hicieron invisibles y se dedicaron a perseguir a las criadas por los pasillos.

¡Rechicería! Algunos, más osados, habían probado antiguos conjuros de vuelo, y ahora iban por ahí chocando contra las vigas. ¡Rechicería!

El único que no tomó parte en la locura generalizada fue el bibliotecario. Contempló un buen rato las travesuras, frunciendo sus elásticos labios, y luego se dirigió dignamente hacia la biblioteca arrastrando los nudillos. Si alguien se hubiera tomado la molestia de fijarse, habría oído cómo cerraba la puerta con llave.

En la biblioteca reinaba un silencio mortal. Los libros ya no estaban enloquecidos. Habían superado el estadio del miedo, y ahora se encontraban en las aguas tranquilas de un terror abyecto.

Un largo brazo peludo agarró el Dictionarío Commpleto de Magía con Precetos para el Sabío, de Mayúsculo. El libro intentó resistirse, pero el orangután lo tranquilizó con un largo dedo peludo y lo abrió por la R. El bibliotecario calmó a la temblorosa página y la recorrió con una uña enquistada hasta llegar a:

RECHICERO, s. (mitología). Protomago, puerta a trabes de la cuál la nueba majía entra en el mundo, mago sin la limitación de las capacidades físicas de su cuerpo, ni la del Destino, ni la de la Muerte. Está escrito que en el pasado ubo rechiceros cuando el mundo era joben pero ya no quedan y menos mal, porque la rechicería no se izo para el ombre y su regreso significaría el Fin del Mundo. Si el Crreador ubiera querido que los ombres fueran dioses les abría dado alas. VER TAMBIÉN: Apocrilipsis, la lellenda de los Gigantes del Hielo y el Adiós de los Dioses.

* * *

El bibliotecario leyó las referencias, volvió a la primera entrada y la contempló largo rato con sus profundos ojos oscuros. Luego devolvió el libro a su estante con todo cuidado, se deslizó bajo su escritorio y se cubrió la cabeza con su manta.

Pero, en la galería sobre la Sala Principal, Cardante y Peltre contemplaban la escena con emociones completamente diferentes.

De pie, codo con codo, parecían un número 10.

—¿Qué está pasando? —preguntó Peltre.

Se había pasado la noche en vela, y no coordinaba muy bien las ideas.

—La magia fluye hacia la Universidad —respondió Cardante—. Eso es lo que hace un rechicero. Es un canalizador de magia. Magia de verdad, muchacho. No esa bobada anticuada que hemos estado haciendo en los últimos siglos. Esto es el amanecer de un… de un…

—¿De un nuevo amanecer?

—Exacto. Un tiempo de milagros, un… un…

—¿Annus mirabilis?

Cardante frunció el ceño.

—Sí —acabó por decir—. Algo por el estilo. Se te dan muy bien las Palabras, ¿sabes?

—Gracias, hermano.

El mayor de los magos hizo caso omiso de la familiaridad. Se apoyó sobre la barandilla labrada y observó los despliegues de magia que tenían lugar abajo. Instintivamente, se llevó la mano al bolsillo en busca de su saquito de tabaco, pero hizo una pausa. Sonrió y chasqueó los dedos. Entre sus labios apareció un cigarrillo encendido.

—Me he pasado años intentándolo —dijo—. Se avecinan grandes cambios, muchacho. Aún no se han dado cuenta, pero se han acabado las Órdenes y los Niveles. Eso no era más que un… sistema racional. Ya no los necesitamos. ¿Dónde está el chico?

—Aún duerme… —empezó Peltre.

—Estoy aquí —dijo Coin.

Estaba de pie junto a la puerta que llevaba a las habitaciones de Cardante, con el cayado de octihierro que medía más que él. Unas venillas de fuego amarillo recorrían su superficie negra, tan oscura que parecía una resquebrajadura en el mundo.

Peltre sintió que los ojos dorados lo taladraban, como si sus pensamientos más íntimos estuvieran claramente escritos al fondo de su cráneo.

—Ah —dijo con una voz que él consideraba jovial y alegre, aunque en realidad sonaba como un jadeo estrangulado. Tras un comienzo así, su contribución sólo podía empeorar, y lo hizo—. Veo que ya estás, ejem, levantado —dijo.

—Mi querido muchacho… —empezó Cardante.

Coin le dirigió una mirada larga, gélida.

—Te vi anoche —dijo—. ¿Eres potísimo?

—Sólo a medias —se apresuró a explicar Cardante, recordando la tendencia del chico a considerar la magia como un juego letal—. Pero no tan potísimo como tú, estoy seguro.

—¿Seré archicanciller, como marca mi destino?

—Por supuesto, por supuesto —asintió Cardante—. No te quepa duda. ¿Puedo ver tu cayado? Qué diseño tan interesante…

Extendió una mano regordeta.

Era una increíble falta de etiqueta en cualquier caso. A ningún mago se le ocurriría tocar el cayado de otro sin su consentimiento expreso. Pero hay gente que no considera que los niños sean seres humanos de todo derecho, y creen que las normas de la buena educación no se aplican a ellos.

Los dedos de Cardante se cerraron en torno al cayado negro.

Hubo un ruido, aunque Peltre lo sintió más que lo oyó, y Cardante se vio lanzado al otro extremo de la galería, donde chocó contra la pared opuesta como un saco de grasa antes de caer al suelo.

—No hagas eso —dijo Coin. Se volvió hacia Peltre, que se había puesto pálido—. Ayúdale a levantarse —añadió—. Lo más probable es que no esté malherido.

El tesorero se apresuró a inclinarse sobre Cardante, que jadeaba y se había puesto de un color raro. Palmeó la mano del mago hasta que abrió un ojo.

—¿Has visto lo que sucedió? —susurró.

—No estoy seguro. Mmm… ¿qué sucedió? —siseó Peltre.

—Me ha mordido.

—La próxima vez que toques el cayado —dijo Coin, limitándose a señalar un hecho obvio—, morirás. ¿Comprendes?

Cardante alzó la cabeza con un movimiento suave, por si acaso se le caía algún pedazo.

—Perfectamente.

—Ahora, me gustaría ver la Universidad —siguió el chico—. He oído contar muchas cosas sobre ella…

Peltre ayudó a Cardante a erguirse sobre sus pies inseguros, y le proporcionó apoyo mientras trotaban obedientes tras el jovencito.

—No toques su cayado —murmuró Cardante.

—Puedes estar seguro —respondió Peltre con firmeza—. ¿Qué sentiste?

—¿Te ha mordido alguna vez una víbora?

—No.

—En ese caso, comprenderás a la perfección lo que sentí.

—¿Eh?

—No se parecía en absoluto a la mordedura de una víbora.

Se apresuraron a seguir a la decidida figura de Coin, que bajaba por la escalera. Cruzó la destrozada puerta de la Sala Principal.

Peltre se las arregló para ponerse al frente, deseoso de causar una buena impresión.

—Esto es la Sala Principal —dijo. Coin volvió hacia él su mirada dorada, y el mago sintió como se le secaba la boca—. Se llama así porque es una sala, ¿sabes? Una sala principal.

Tragó saliva.

—Es una sala principal —siguió, tratando de impedir que aquellos ojos como faros achicharraran sus últimos restos de coherencia—. Una sala principal muy principal, y por eso se llama…

—¿Quiénes son esos? —preguntó Coin.

Señaló con el cayado. Los magos reunidos, que se habían vuelto hacia él al verlo llegar, retrocedieron como si el bastón fuera un lanzallamas.

Peltre siguió la mirada del rechicero. Coin señalaba los retratos y estatuas de anteriores archicancilleres, que decoraban las paredes. Con sus barbas y sombreros puntiagudos, con pergaminos ornamentados o misteriosos aparatos astrológicos en las manos, los anteriores archicancilleres contemplaban la sala con feroces miradas de orgullo, o quizá de estreñimiento crónico.

—Desde esos muros —dijo Cardante—, doscientos magos supremos te contemplan.

—No me gustan —replicó Coin.

Del cayado surgió un fuego octarino. Los archicancilleres desaparecieron.

—Y las ventanas son demasiado pequeñas…

—El techo es demasiado alto…

—Todo es demasiado viejo…

Los magos se lanzaron de bruces al suelo mientras el cayado relampagueaba y escupía. Peltre se encasquetó el sombrero y rodó hasta quedar bajo una mesa cuando el tejido mismo de la Universidad fluía en torno a él. La madera crujió, la piedra gimió.

Algo le golpeó en la cabeza. El mago lanzó un grito.

—¡Ya basta! —gritó Cardante por encima del jaleo—. ¡Y ponte bien el sombrero! ¡Un poco de dignidad!

—¿Y por qué estás tú también bajo la mesa? —preguntó Peltre con amargura.

—¡Tenemos que aprovechar nuestra oportunidad!

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