Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Peltre había encontrado a Coin en lo que hasta la noche anterior había sido un armario para las escobas. Ahora era mucho más grande. La única razón de que Peltre no encontrara palabras para describirla era que nunca había oído hablar de los hangares, aunque también es cierto que pocos hangares tienen suelo de mármol y montones de estatuas por todas partes. Un par de escobas y un pequeño cubo destartalado parecían fuera de lugar, aunque no tanto como las aplastadas mesas en la ex Sala Principal: debido a las oleadas de magia, se había reducido al tamaño de lo que Peltre habría llamado «cabina telefónica», en el caso de que supiera qué era eso.

Se deslizó con sumo cuidado en la habitación para ocupar su lugar en el consejo de magos. El aire estaba aceitoso con la sensación de poder.

Peltre creó una silla al lado de Cardante, y se inclinó hacia él.

—No te vas a creer… —empezó.

—¡Silencio! —siseó—. ¡Esto es sorprendente!

Coin estaba sentado en su taburete, en el centro del círculo, con una mano sobre el cayado y la otra extendida. En ésta sostenía algo pequeño, blanco, con forma de huevo. Era extrañamente borroso. En realidad, pensó Peltre, no era algo pequeño visto de cerca. Era algo enorme, pero a mucha distancia. Y el niño lo tenía en la palma de la mano.

—¿Qué hace? —preguntó Peltre.

—No estoy muy seguro —murmuró Cardante—. Por lo que sabemos, está creando un nuevo hogar para la magia.

Los rayos de luz coloreada brillaban en el difuso ovoide, como una tormenta lejana. El resplandor iluminaba desde abajo el rostro preocupado de Coin y lo hacía parecer una máscara.

—Pues no sé cómo vamos a caber todos ahí —siguió el tesorero—. Cardante, anoche vi…

—He terminado —dijo Coin.

Alzó el huevo, que de cuando en cuando relampagueaba con una luz interna, y tenía pequeñas prominencias blancas. No sólo estaba muy lejos, pensó Peltre, sino que además era extremadamente pesado. Atravesaba la pesadez hasta llegar al otro lado, a esa extraña realidad negativa donde el plomo equivale al vacío. Volvió a agarrar a Cardante por la manga.

—Escucha, es muy importante, escucha, cuando miré en…

—Deja de agarrarme de una vez.

—Pero el cayado, su cayado, no es…

Coin se levantó y apuntó el cayado hacia la pared, donde al instante apareció una puerta. Salió por ella, con la seguridad de que los magos le seguirían.

Cruzó el jardín del archicanciller, seguido por una hilera de magos, como la cola de un cometa, y no se detuvo hasta que no llegó a las orillas del Ankh. Allí había algunos sauces viejos, y el río discurría en forma de herradura, circundando un pequeño prado denominado, de manera bastante optimista, Placer de Magos. En las veladas estivales, si el viento soplaba hacia el río, era un buen lugar para dar un paseo.

La cálida neblina plateada seguía pendiendo sobre la ciudad cuando Coin cruzó la hierba húmeda hasta situarse en el centro. Lanzó al aire el huevo, que trazó un suave arco y aterrizó con un sonido despachurrado.

Se volvió hacia los magos.

—Quedaos atrás —ordenó—. Y estad preparados para salir corriendo.

Señaló con el cayado de octihierro hacia el objeto semihundido.

Un rayo de luz octarina brotó de la punta y dio de lleno en el huevo, que explotó con una lluvia de chispas. Los magos tardarían un tiempo en dejar de ver puntitos azules y rojos.

Hubo una pausa. Una docena de magos contemplaron el huevo con expectación.

La brisa sacudió los sauces de la manera menos misteriosa posible.

No sucedió nada más.

—Eh… —empezó Peltre.

Y entonces se produjo el primer temblor. Unas cuantas hojas cayeron de los árboles, y a lo lejos un ave acuática levantó el vuelo, aterrada.

El sonido comenzó como un gemido grave, algo más experimentado que oído, como si de repente todos tuvieran las orejas en los pies. Los árboles temblaron, igual que un par de los magos.

En torno al huevo, el lodo empezó a burbujear.

Y explotó.

El suelo se peló como un limón. Los magos se encontraron pringados de gotas de lodo humeante mientras corrían a ponerse a cubierto bajo los árboles. Sólo Coin, Peltre y Cardante se quedaron para ver cómo el centelleante edificio blanco se alzaba en el prado, sacudiéndose la hierba y la tierra. Tras ellos, surgieron otras torres. Los contrafuertes brotaron en el aire, enlazándolas.

Peltre dejó escapar un gemido cuando el suelo se removió bajo sus pies y se vio reemplazado por baldosas ribeteadas de plata. La plataforma se elevó, inexorable, levantándolos a los tres por encima de las copas de los árboles.

Los tejados de la Universidad quedaron bajo ellos. Ankh-Morpork se extendía como un mapa, el río era una serpiente atrapada, las llanuras una mancha neblinosa. A Peltre le zumbaban los oídos, pero la ascensión prosiguió, entrando entre las nubes.

Surgieron, empapados y helados, a la brillante luz del sol, mientras la capa de nubes se extendía en todas las direcciones. A su alrededor se elevaban otras torres, que brillaban dolorosamente bajo la exagerada claridad.

Cardante se arrodilló con mucho trabajo y palpó el suelo. Sugirió a Peltre que hiciera lo mismo.

Peltre tocó una superficie más suave que la piedra. Tenía el tacto del hielo, siempre que existiera un hielo ligeramente cálido y de aspecto marfileño. Aunque no era exactamente transparente, daba la impresión de que le gustaría serlo.

Tuvo la clara sensación de que, si cerraba los ojos, no sentiría nada.

Su mirada se cruzó con la de Cardante.

—A mí no me mires —suspiró éste—. Yo tampoco sé qué es.

Alzaron la vista hacia Coin.

—Es magia —dijo.

—Sí, señor, pero… ¿de qué está hecho? —preguntó Cardante.

—Está hecho de magia. De magia pura. Solidificada. Concentrada. Renovada segundo a segundo. ¿Hay mejor sustancia para construir el nuevo hogar de la rechicería?

El cayado brilló un momento y fundió las nubes. El Mundodisco apareció bajo ellos, y desde allí se veía claramente que era un círculo, clavado al cielo por la montaña central de Cori Celesti, donde vivían los dioses. Allí estaba el Mar Circular, tan cerca que casi habría sido posible lanzarse a él de cabeza. Allí estaba también el vasto continente de Klatch, aplastado por la perspectiva. La Catarata Periférica circundaba el borde del mundo con su curva centelleante.

—Es demasiado grande —susurró Peltre.

El mundo en el que había vivido no se extendía mucho más allá de las puertas de la Universidad, y él lo prefería. Un mundo de aquel tamaño hacía que el hombre se sintiera incómodo. Desde luego, no podía encontrarse cómodo a un kilómetro de altura, con los pies sobre algo que, en esencia, no estaba allí.

La idea le conmocionó. Era mago, y a pesar de eso la magia le preocupaba.

Se acercó cautelosamente a Cardante.

—No es exactamente lo que esperaba —dijo éste.

—¿Mmm?

—Desde aquí parece mucho más pequeño, ¿no?

—La verdad, no sé. Mira, tengo que decirte…

—Observa las Montañas del Carnero. Casi da la sensación de que las podríamos tocar.

Miraron a lo lejos, a doscientas leguas de distancia, hacia la imponente cordillera que despedía su frío brillo blanco. Se decía que, si alguien caminaba en dirección eje por los valles secretos de las Montañas del Carnero, acabaría por encontrarse en las tierras heladas de Cori Celesti, el reino privado de los Gigantes del Hielo, aprisionados allí tras la última gran batalla con los dioses. En aquellos tiempos, las montañas sólo eran islas en un gran mar de hielo, y parte de este hielo aún permanecía en ellas.

Coin les lanzó su sonrisa dorada.

—¿Qué dices, Cardante? —preguntó.

—Es el aire tan claro, señor. Y parecen tan cercanas, tan pequeñas…, decía que casi parece posible tocarlas…

Coin le hizo callar con un gesto. Extendió un bracito delgado, arremangándose con el tradicional gesto para demostrar que no hay truco. Cuando abrió los dedos un momento después, tenía entre ellos lo que era, sin lugar a dudas, un puñado de nieve.

Los dos magos lo observaron atónitos, en silencio, a medida que se derretía y goteaba en el suelo.

Coin se echó a reír.

—¿Tan increíble os parece? —dijo—. ¿Queréis que coja perlas de la lejana Krull, o arena del Gran Nef? ¿Podía hacer la mitad de esto vuestra antigua magia?

A Peltre le pareció que en su voz había un tono metálico. Coin los miraba fijamente.

Por último, Cardante suspiró.

—No —dijo en voz baja—. Durante toda mi vida he buscado la magia, y sólo he encontrado luces de colores, trucos y libros viejos, resecos. La magia no ha hecho nada por el mundo.

—¿Y si os dijera que tengo intención de disolver las Órdenes y cerrar la Universidad? Aunque claro, mis consejeros tendrán que estar de acuerdo…

A Cardante se le pusieron blancos los nudillos, pero acabó por encogerse de hombros.

—No se puede decir gran cosa —respondió—. ¿De qué sirve una vela a la luz del día?

Coin se volvió hacia Peltre. El cayado también lo hizo. Las tallas le miraban fríamente. Una de ellas, cerca de la punta, se parecía desagradablemente a una ceja.

—Estás muy silencioso, Peltre. ¿No estás de acuerdo?

No. Ya hubo rechicería en el mundo una vez, y fue sustituida por la magia. La magia es para los hombres, no para los dioses. La rechicería, no. Tenía algo de malo, y hemos olvidado qué era. Me gustaba la magia. No trastocaba el mundo, encajaba en él. Era correcta. Yo sólo quería ser un simple mago.

Se miró los pies.

—Sí —susurró.

—Bien —dijo Coin, con voz satisfecha.

Caminó hasta el borde de la torre y miró hacia abajo, hacia el mapa de Ankh-Morpork, tan abajo. La Torre del Arte apenas recorría una décima parte de la distancia que los separaba del suelo.

—Creo que celebraremos la ceremonia la semana que viene —dijo—. Con la luna llena.

—Eh… faltan tres semanas para que haya luna llena —señaló Cardante.

—La semana que viene —repitió Coin—. Si yo digo que habrá luna llena, no quiero discusiones.

Siguió mirando hacia la maqueta en que se había transformado la Universidad, y luego señaló hacia abajo.

—¿Qué es eso?

Cardante se asomó.

—Pues la biblioteca. Sí. Es la biblioteca. Eso.

El silencio era tan opresivo que Cardante sintió que se esperaba algo más de él. Cualquier cosa sería mejor que aquel silencio, desde luego.

—Allí es donde guardamos los libros, ya sabes. Unos noventa mil volúmenes, ¿no, Peltre?

—¿Cómo? Oh. Sí. Unos noventa mil, más o menos.

Coin se apoyó en el cayado.

—Quemadlos —dijo—. Todos.

* * *

La medianoche desparramó su negra sustancia por los pasillos de la Universidad Invisible cuando Peltre, con bastante menos confianza, se arrastró cautelosamente hacia las impasibles puertas de la biblioteca. Llamó con los nudillos, y el sonido resonó tanto en el edificio vacío que tuvo que apoyarse contra la pared y esperar a que el corazón le latiera con menos frenesí.

Tras un rato, oyó el ruido de alguien moviendo pesados muebles.

—¿Oook?

—Soy yo.

—¿Oook?

—Peltre.

—Oook.

—¡Oye, tienes que salir! ¡Va a quemar la biblioteca!

No recibió respuesta.

Peltre se dejó caer de rodillas.

—Lo hará, no lo dudes —susurró—. Lo más probable es que me encargue a mí la tarea, es por ese cayado, mmm… sabe todo lo que sucede, y sabe que yo lo sé… Por favor, ayúdame…

—¿Oook?

—La otra noche, eché un vistazo en su habitación… El cayado, el cayado brillaba, estaba erguido en el centro de la habitación como un faro, y el niño lloraba en su cama. Noté como lo sondeaba, enseñándole, susurrándole cosas terribles. Luego el cayado se dio cuenta de que yo estaba allí… Tienes que ayudarme, eres el único que no está bajo el…

Peltre se interrumpió. El rostro se le petrificó. Se dio la vuelta lentamente, sin querer, porque algo lo estaba girando con toda suavidad.

Sabía que la Universidad estaba vacía. Todos los magos se habían trasladado a la Torre Nueva, donde hasta el último de los estudiantes tenía habitaciones más lujosas que las que pertenecieran antes a los magos de octavo nivel.

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