Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

¡Lanzo un desafío! —exclamó—. Y los que no se enfrenten a mí deberán seguirme, según manda la Sabiduría.

Hubo una pausa larga, densa, causada por un gran grupo de gente escuchando con todas sus fuerzas. Al final, desde la cima de la torre, una voz insegura preguntó:

—¿Cuándo ha dicho eso la Sabiduría?

Soy la encarnación de la Sabiduría.

Hubo algunos susurros lejanos, y luego se volvió a oír la misma voz.

—La Sabiduría ha muerto. La rechicería está por encima de to…

La frase acabó en un grito, porque Abrim alzó la mano izquierda y lanzó un rayo de luz verde dirigido con toda puntería hacia el orador.

En aquel momento, Rincewind se dio cuenta de que podía mover los miembros voluntariamente. El sombrero había perdido todo interés en él por el momento. Miró de reojo a Conina. Al momento se pusieron de acuerdo sin decir palabra, agarraron a Nijel uno por cada brazo, se dieron la vuelta y echaron a correr. No se detuvieron hasta no haber puesto varios muros de distancia entre ellos y la torre. Rincewind corrió esperando a cada zancada que algo le golpeara en la nuca. Probablemente el mundo.

Los tres aterrizaron entre los cascotes y se quedaron allí, jadeando.

—No era necesario que lo hicierais —protestó Nijel—. Estaba a punto de lanzarme contra él. ¿Cómo voy a…?

Hubo una explosión tras ellos, y ráfagas de fuego multicolor pasaron sobre sus cabezas, arrancando chispas del cemento. Luego, oyeron un sonido que parecía el de un gigantesco corcho al salir de una botella pequeñita, y una carcajada nada divertida. El suelo tembló.

—¿Qué está pasando? —preguntó Conina.

—Una guerra mágica —respondió Rincewind.

—¿Eso es bueno?

—No.

—¡Pero tú querrás que triunfe la magia! —intervino Nijel.

Rincewind se encogió de hombros y se encogió todo lo posible cuando algo muy grande pasó sobre ellos.

—Nunca he visto una pelea de magos —dijo Nijel.

Se levantó y empezó a trepar por los cascotes, y gritó cuando Conina lo agarró por una pierna.

—No creo que sea buena idea —le dijo—. ¿Rincewind?

El mago sacudió la cabeza, sombrío, y cogió un guijarro. Lo tiró por encima de las ruinas del muro, donde se transformó en una tetera azul que se hizo añicos contra el suelo.

—Los hechizos reaccionan al estar próximos unos a otros —dijo—. Nadie sabe qué puede suceder.

—¿Estamos a salvo detrás de este muro? —dijo Conina.

Rincewind se animó un poco.

—¿Sí?

—Te lo estaba preguntando.

—Ah. No. No creo. No es más que piedra vulgar. Lanzas el hechizo adecuado, y a hacer gárgaras.

—¿Gárgaras?

—Exacto.

—¿Seguimos corriendo?

—Vale la pena intentarlo.

Corrieron hacia otro de los pocos muros que quedaban en pie segundos antes de que una bola de fuego amarillo aterrizara en el lugar donde se habían encontrado hacía unos momentos y convirtiera el suelo en algo terrible. Alrededor de la torre, el aire era un tornado chisporroteante.

—Necesitamos un plan —dijo Nijel.

—Podemos probar a seguir corriendo —asintió Rincewind.

—¡Con eso no se resuelve nada!

—Se resuelven muchas cosas.

—¿Hasta dónde tenemos que ir para estar a salvo? —preguntó Conina.

Rincewind se arriesgó a echar un vistazo al otro lado del muro.

—Interesante cuestión filosófica —dijo—. He ido muy lejos, y nunca he estado a salvo.

Conina suspiró y contempló un montón de cascotes cercanos. Los miró de nuevo. Allí había algo extraño, pero no sabía muy bien qué.

—Podría lanzarme contra ellos —sugirió vagamente Nijel.

Contempló con ansiedad la espalda de Conina.

—No serviría de nada —replicó Rincewind—. Contra la magia, nada sirve de nada. Excepto la magia más fuerte. Y lo único que derrota a la magia más fuerte es magia aún más fuerte. Y así hasta que todo…

—¿A hacer gárgaras? —sugirió Nijel.

—No es la primera vez que sucede. Las cosas seguirán así miles de años hasta que no…

—¿Sabéis qué tiene de extraño ese montón de piedras? —interrumpió Conina.

Rincewind miró hacia donde le señalaba. Los ojos se le saltaron de las órbitas.

—¿Aparte de las piernas, quieres decir?

Tardaron algunos segundos en desenterrar al serifa. Seguía aferrado a su botella de vino, que ya estaba casi vacía, y parpadeó unos segundos al reconocerlos vagamente.

—Una cosecha muy fuerte —dijo tras unos instantes—. Sentí como si el palacio se me cayera encima.

—Es lo que sucedió —señaló Rincewind.

—Ah. Eso debió de ser. —Creosoto consiguió enfocar la vista en Conina tras varios intentos, y retrocedió—. Vaya —dijo—. Otra vez la joven. Impresionante.

—Con perdón… —empezó Nijel.

—Tu pelo —dijo el serifa, meciéndose suavemente—, es como… como un rebaño de cabras que pastan en la ladera del monte Gebra.

—Un momento…

—Tus pechos son como… como… —El serifa retrocedió un instante, y lanzó una breve mirada apenada a la botella vacía—. Son como melones enjoyados en los legendarios jardines del amanecer.

Conina abrió los ojos de par en par.

—¿Sí?

—No —suspiró el serifa—, lo dudo. Reconozco un melón enjoyado en cuanto lo veo. Como cervatos blancos en los prados junto al río son tus muslos, como…

—Me parece que… —empezó Nijel tras aclararse la garganta.

Creosoto le miró.

—¿Mmm? —interrogó.

—En el lugar de donde vengo —insistió Nijel—, no decimos esas cosas a las damas.

Conina suspiró cuando Nijel se situó ante ella con gesto protector. Era verdad, desde luego, pensó la chica.

—De hecho —siguió el chico, adelantando la mandíbula tanto como le fue posible (y aun así siguió pareciendo una espinilla)—, estoy…

—Abierto a debate —intervino rápidamente Rincewind—. Eh… mira, tenemos que salir de aquí. ¿No conocerás por casualidad alguna manera?

—Es que aquí hay habitaciones a cientos —suspiró el serifa—. Hace años que no salgo. —Dejó escapar un hipido—. Décadas. Eones. La verdad es que nunca he salido. —El rostro se le iluminó con la inspiración—. El ave del Tiempo sólo tiene que… eh… echar a volar…

—Es una gesta —murmuró Rincewind.

Creosoto le miró de reojo.

—La verdad es que Abrim es quien se encarga de las cosas del gobierno, ya sabes. Es un trabajo muy duro.

—Pues en estos momentos, no lo hace muy bien —señaló Rincewind.

—Y tenemos que salir de aquí —insistió Conina, que seguía dando vueltas a la frase sobre las cabras.

—Y yo tengo mi gesta —dijo Nijel mirando a Rincewind.

Creosoto le palmeó el brazo.

—Eso está muy bien —asintió—. Todos los chicos deberían tener un hobby.

—¿Sabes por casualidad si tienes establos o…? —preguntó Rincewind.

—Cientos —replicó Creosoto—. Poseo algunos de los mejores… de los más bellos… bueno, tengo algunos caballos. —Frunció el ceño—. O eso me han dicho.

—Pero no tienes ni idea de dónde están, claro.

—No, me temo que no —admitió el serifa.

Una descarga de magia aleatoria convirtió un muro cercano en merengue de arenisca.

—Creo que habríamos estado mejor en el pozo de la serpiente —dijo Rincewind, apartándose.

Creosoto lanzó otra mirada triste a la botella de vino vacía.

—Sé dónde hay una alfombra mágica —sugirió.

—¡No! —exclamó Rincewind, alzando las manos en gesto protector—. ¡Ni hablar! ¡Ni aunque…!

—Perteneció a mi abuelo.

—¿Una auténtica alfombra mágica? —se interesó Nijel.

—Escucha —intervino Rincewind, apremiante—. Sólo con oír eso me entra vértigo.

—Bueno, bastante auténtica. —El serifa eructó suavemente—. Con un estampado muy bonito. —Volvió a lanzar un suspiro mientras miraba la botella—. De un color azul precioso —añadió.

—¿Y sabes dónde está, por casualidad? —preguntó Conina muy despacio, como si se acercara disimuladamente a un animal salvaje que pudiera huir en cualquier momento.

—En la sala del tesoro. Y allí sí que sé ir. Soy extremadamente rico, ¿sabéis? O eso me dicen. —Bajó la voz y trató de guiñar un ojo a Conina. Al final acabó por hacerlo con los dos ojos a la vez—. Si quieres vamos allí y me cuentas un cuento… —añadió al tiempo que empezaba a sudar.

Rincewind trató de gritar entre los dientes apretados.

El sudor le bajaba por los tobillos.

—¡No pienso montar en una alfombra mágica! —siseó—. ¡Me dan miedo los suelos!

—Querrás decir las alturas —replicó Conina.

—¡Sé muy bien lo que quiero decir! ¡Lo que te matan son los suelos!

* * *

La batalla de Al Khali era una nube negra en cuyas profundidades se oían formas extrañas y se veían sonidos curiosos. Los disparos perdidos recorrían la ciudad. Allí donde daban, las cosas eran… diferentes.

Por ejemplo, buena parte del «zueco» se había convertido en un bosque impenetrable de setas amarillas gigantescas. Nadie sabía qué efecto había surtido sobre los habitantes, aunque lo más probable era que no se hubieran dado cuenta.

El templo de Offler, el Dios Cocodrilo, patrón de la ciudad, era ahora una cosa con aspecto de melaza, construida en cinco dimensiones. Pero esto no representaba ningún problema, ya que en aquellos momentos la devoraba una horda de hormigas gigantes.

Por otra parte, no quedaba mucha gente para valorar esta manifestación contra las alteraciones cívicas incontroladas, porque la mayor parte de los habitantes amantes de la vida habían escapado. Huían en una marea constante por los campos fértiles. Algunos se habían dirigido a los botes, pero este método de fuga dejó de ser popular cuando el puerto se transformó en un cenagal donde, sin razón aparente, un par de elefantitos rosa construían un nido.

En el pánico de las calles, el Equipaje chapoteaba lentamente por una de las zanjas de desagüe bordeadas de hierbajos. Lo precedía una ondulante manada de caimanes, ratas y tortugas, que se apartaban de su camino como podían, escapando por las orillas: los impulsaba algún instinto animal, tan vago como certero.

La tapa del Equipaje mostraba una expresión de sombría determinación. No pedía gran cosa al mundo, excepto la extinción total de toda forma de vida, pero lo que en aquel momento necesitaba más que ninguna otra cosa era a su propietario.

* * *

Les resultó sencillo ver que era la sala del tesoro, dado lo increíblemente vacía que estaba. De las puertas colgaban ganchos desiertos. Los barrotes de los nichos estaban destrozados. Había cofres abiertos por todas partes, cosa que hizo sentir un pinchazo de culpabilidad a Rincewind, quien se preguntó durante cosa de dos segundos dónde estaría el Equipaje.

Hubo un silencio respetuoso, como siempre que acaba de desaparecer una gran suma de dinero. Nijel vagó por la sala, sondeando algunos de los cofres en busca de cajones secretos, según se explicaba en el capítulo once.

Conina se agachó y recogió una pequeña moneda de cobre.

—Es horrible —dijo al final Rincewind—. Una sala del tesoro sin tesoro.

El serifa sonrió.

—No es para preocuparse —dijo.

—¡Pero si te han robado todo el dinero! —exclamó Conina.

—Supongo que habrán sido los criados. Qué poco leales.

Rincewind le miró, extrañado.

—¿No te preocupa?

—No mucho. La verdad es que nunca he gastado nada, y siempre he querido saber cómo era ser pobre.

—Pues vas a tener ocasión de averiguarlo.

—¿Hace falta entrenarse?

—No, sale espontáneamente —replicó Rincewind—. Se aprende sobre la marcha.

Hubo una explosión lejana, y parte del techo se convirtió en gelatina.

—Eh, perdón… —carraspeó Nijel—. Esa alfombra…

—Sí —asintió Conina—, la alfombra…

Creosoto les dirigió una sonrisa benevolente.

—Ah, sí. La alfombra. Presiona la nariz de la estatua que tienes detrás, oh rosado melocotón del amanecer en el desierto, tú cuyas nalgas son como piedras preciosas.

Conina se sonrojó y llevó a cabo el pequeño sacrilegio sobre la gran estatua verde de Offler, el Dios Cocodrilo.

No sucedió nada. Los compartimientos secretos suelen fallar a menudo.

—Mmm… prueba con la mano izquierda.

Conina giró la mano de la estatua. Nada. Creosoto se rascó la cabeza.

—Quizá fuera la mano derecha…

—Yo en tu lugar haría memoria —replicó Conina, cuando eso tampoco funcionó—. Hay pocos trozos más que yo quiera tocar.

—¿Qué es eso de ahí? —preguntó Rincewind.

—Si no es la cola, te enterarás —dijo ella al tiempo que le asestaba una patada.

Resonó un chirrido metálico distante, como el de una sartén agonizante. La estatua se estremeció. Se oyeron después varios golpes pesados en algún lugar dentro del muro, y Offler, el Dios Cocodrilo, se deslizó pausadamente hacia un lado. Tras él quedó un túnel.

Autore(a)s: