Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Un cubo de agua salpicó el rostro de Rincewind, arrancándolo de un desagradable sueño en el cual un centenar de mujeres enmascaradas intentaban cortarle el pelo con espadas de doble filo, y además querían dejárselo muy, muy corto. Algunas personas considerarían una pesadilla así como un reflejo del miedo a la castración, pero el subconsciente de Rincewind conocía muy bien el miedo-a-ser-cortado-en-trocitos-muy-pequeñitos. Lo veía de cerca muy a menudo.

Se incorporó.

—¿Estás bien? —le preguntó Conina con ansiedad.

Rincewind paseó la vista por la cubierta.

—No necesariamente —respondió con precaución.

No había ningún pirata vestido de negro, al menos en posición vertical. En cambio, sí vio a muchos marineros, todos los cuales se mantenían a una respetuosa distancia de Conina. Sólo el capitán se encontraba razonablemente cerca, con una sonrisa estúpida en el rostro.

—Se han marchado —le informó Conina—. Cogieron lo que pudieron y se marcharon.

—Son canallas —dijo el capitán—, ¡pero muy deprisa reman! —Conina parpadeó cuando él le dio una sonora palmada en la espalda—. Bien lucha para ser mujer. ¡Sí! —añadió.

Rincewind se puso en pie trabajosamente. El barco se deslizaba alegremente hacia la distante mancha en el horizonte que debía de ser la zona eje de Klatch. Estaba completamente ileso. Empezó a animarse un poco.

El capitán saludó amistosamente a ambos y se fue a gritar órdenes relativas a velas, cuerdas y cosas. Conina se sentó sobre el Equipaje, que no pareció tener nada que objetar.

—Me ha dicho que está tan agradecido que nos llevará hasta Al Khali —explicó.

—¡Si eso es lo que habíamos acordado! —se asombró Rincewind—. Te vi darle el dinero y todo.

—Sí, pero sus planes eran hacernos prisioneros y venderme como esclava cuando llegáramos.

—¿Cómo, y a mí no me iba a vender? —exclamó. Luego sonrió—. Ah, claro, es por mi categoría de mago, no se atrevería…

—Mmm… la verdad es que a ti te iba a regalar —respondió Conina, contemplando fijamente una imaginaria astilla en la tapa del Equipaje.

—¿Regalarme?

—Sí. Mmm… Algo así como «un mago gratis por cada concubina que compre».

—¿Y qué tienen que ver los cubos con esto?

Conina le lanzó una mirada larga, atenta. Al ver que no sonreía, suspiró.

—¿Por qué los magos os ponéis tan nerviosos cuando hay una mujer cerca?

—¡Me alegra que lo preguntes! —suspiró Rincewind—. Mira, debo informarte…, supongo que lo principal es…, me llevo muy bien con las mujeres en general, pero me ponen nervioso las que llevan espada. —Meditó un momento, y añadió—: En realidad, me pone nervioso todo aquel que lleve una espada.

Conina retorció la astilla con concentración. El Equipaje dejó escapar un crujido contenido.

—Sé de otra cosa que te pondrá nervioso —musitó.

—¿Mmm?

—El sombrero ha desaparecido.

—¿Qué?

—No pude evitarlo, los piratas cogieron lo que pudieron…

—¿Se llevaron el sombrero?

—¡A mí no me hables en ese tono! ¡No era yo la que estaba durmiendo tranquilamente!

Rincewind sacudió las manos, frenético.

—Nononono, no te pongas nerviosa, no te hablaba en ningún tono… Tengo que pensar sobre esto…

—Según el capitán, lo más probable es que vuelvan a Al Khali —oyó decir a Conina—. Hay un lugar donde se reúnen los criminales, y pronto podremos…

—No veo por qué tenemos que hacer nada —la interrumpió Rincewind—. El sombrero quería estar lejos de la Universidad, y no creo que esos piratas pasen por allí ni aunque los invitaran.

—¿Y vas a dejar que se lo lleven? —preguntó Conina, sinceramente asombrada.

—Alguien tiene que impedirlo. Pero, desde mi punto de vista, ¿por qué yo?

—¡Porque dijiste que era el símbolo de la magia! ¡Aquello a lo que aspira todo mago! ¡No puedes permitir que se lo lleven así como así!

—Mírame y verás.

Rincewind se sentó cómodamente. Se sentía extrañamente sorprendido. Estaba tomando una decisión. Era una decisión toda suya. Le pertenecía. Nadie se la imponía. A veces, le parecía que su vida entera consistía en meterse en apuros a causa de lo que querían otras personas, pero en esta ocasión era él quien estaba tomando una decisión, y eso ya era el colmo. Desembarcaría en Al Khali y buscaría alguna manera de volver a casa. Que otro salvara el mundo, por su parte le deseaba mucha suerte. Estaba tomando una decisión.

Frunció el ceño. ¿Por qué no estaba satisfecho?

«Porque es una decisión errónea, imbécil».

«Genial», pensó, «ya estoy harto de voces en la cabeza. Lárgate».

«Pero yo vivo aquí».

«¿Quieres decir que eres yo?»

«Tu conciencia».

«Ah».

«No puedes dejar que destruyan el sombrero. Es el símbolo…»

«… muy bien, ya lo sé…»

«El símbolo de la magia bajo el control de la razón. Magia bajo el control de la humanidad. No querrás volver a aquellos oscuros iones…»

«¿Qué?»

«Iones…»

«¿Quiero decir Eones?»

«Eso. Eones. ¡No querrás volver a aquellos oscuros eones, cuando reinaba la magia en estado puro! El tejido de la realidad temblaba todos los días. Era espantoso, me lo digo yo».

«¿Cómo puedo saberlo?»

«Memoria racial».

«Anda. ¿Y yo tengo una de ésas?»

«Bueno… parte de una».

«Sí, muy bien, pero… ¿por qué yo?»

«En lo más profundo de tu alma, sabes que eres un mago de verdad. La palabra “mago” está grabada en tu corazón».

—Sí, pero lo malo es que siempre me encuentro con gente decidida a comprobarlo —dijo Rincewind, alicaído.

—¿Cómo dices? —se interesó Conina.

Rincewind contempló la mancha del horizonte y suspiró.

—Nada, hablaba solo —dijo.

* * *

Cardante examinó el sombrero con gesto crítico. Caminó alrededor de la mesa y lo contempló desde un nuevo ángulo.

—Está bastante bien —dijo por último—. ¿De dónde has sacado los octarinos?

—No son más que buenos nochemantes —sonrió Peltre—. Te han engañado, ¿eh?

Era un sombrero magnífico. Para ser sincero, Peltre hubo de admitir que tenía mejor pinta que el auténtico. El viejo sombrero de archicanciller estaba bastante raído, los bordados de oro habían perdido brillo y tenía descosidos por todas partes. La imitación presentaba grandes mejoras. Tenía estilo.

—Lo que más me gusta es el encaje —señaló Cardante.

—Tardé siglos en hacerlo.

—¿Por qué no probaste con magia?

Cardante chasqueó los dedos y agarró el vaso largo que apareció en el aire. Bajo la sombrillita de papel y las frutas, contenía un licor caro y pegajoso.

—No me salía —respondió Peltre—. La verdad, nunca conseguía exactamente lo que quería. Tuve que coser cada lentejuela a mano.

Cogió la caja del sombrero.

Cardante se atragantó con la bebida y tosió.

—No lo guardes aún —dijo, cogiéndolo de manos del tesorero—. Siempre he deseado probármelo…

Se volvió hacia el gran espejo que había en la habitación de Peltre y, reverentemente, se colocó el sombrero sobre los sucios mechones de pelo.

Estaba acabando el primer día de la rechicería, y los magos habían conseguido cambiarlo todo, excepto a ellos mismos.

Todos lo habían intentado, en silencio y cuando pensaban que nadie les veía. Hasta Peltre hizo una intentona en la intimidad de su estudio. Consiguió hacerse veinte años más joven, y con un torso que habría servido para romper piedras, pero en cuanto dejaba de concentrarse el hechizo se invertía, y el regreso a su conocida forma y edad de antes resultaba un tanto desagradable. El físico de cada persona era algo muy elástico. Cuanto más lo estirabas, más deprisa recuperaba su forma original. Y lo peor era el golpe. Las bolas de acero con púas, las espadas de doble filo y los palos pesados con ganchos se consideran en general armas temibles, pero no son nada comparadas con veinte años aplicados de repente y con considerable fuerza contra la nuca de uno.

Esto era porque la rechicería no parecía funcionar con cosas que eran intrínsecamente mágicas. De todos modos, los magos habían conseguido algunas mejoras importantes. Por ejemplo, la túnica de Cardante era ahora de seda y encaje, carísima y de un increíble mal gusto, y le hacía parecer una gran gelatina roja envuelta en un antimacasar.

—Me sienta bien, ¿no te parece? —se pavoneó Cardante.

Se ajustó el ala del sombrero, dándole un aire inapropiadamente libertino.

Peltre no dijo nada. Estaba mirando por la ventana.

Había habido unas cuantas mejoras, desde luego. El día había sido ajetreado.

Ya no existían los viejos muros de piedra. En su lugar, ahora había unas balaustradas bastante bonitas. Más allá de ellas, la ciudad casi brillaba, era un poema de mármol blanco y tejas rojas. El río Ankh ya no era la cloaca atestada de lodo que había llegado a conocer, sino una transparente cinta, clara como el cristal en la cual (buen golpe) nadaba una carpa gorda. Sus aguas eran puras como si procedieran de nieve recién derretida[12].

Desde el aire, Ankh-Morpork tenía que ser cegadora. Centelleaba. Los desechos milenarios habían desaparecido.

Por extraño que pareciera, aquello incomodaba a Peltre. Se sentía fuera de lugar, como si llevara puesta ropa nueva y le picara. Cierto es que llevaba ropa nueva, y que le picaba, pero no era ése exactamente el problema. El nuevo mundo era todo muy bonito, exactamente como debía ser, pero… pero… ¿Cuál había sido su deseo original? ¿Un cambio tan drástico, o una simple reorganización de las cosas?

—Te he hecho una pregunta, ¿no te parece hecho a mi medida?

Peltre se dio la vuelta, sin comprender.

—¿Mmm?

—¡El sombrero, hombre!

—Ah. Mmm. Muy… apropiado.

Con un suspiro, Cardante se quitó el barroco sombrero, y lo devolvió a su caja con sumo cuidado.

—Será mejor que se lo lleve —dijo—. Está empezando a preguntar por él.

—Aún me sigue preocupando el paradero del auténtico sombrero.

—Está aquí —replicó Cardante, dando una palmadita en la tapa de la caja.

—Me refería al… mmm… al de verdad.

—Éste es el de verdad.

—Quería decir…

—Este es el sombrero de archicanciller —casi deletreó Cardante—. Tú deberías saberlo mejor que nadie, es obra tuya.

—Sí, pero… —vaciló el tesorero.

—Y tú no harías una falsificación, ¿verdad?

—Falsificación, lo que se dice falsificación, no…

—No es más que un sombrero. Piense lo que piense la gente. Si la gente lo ve en la cabeza del archicanciller, creerán que es el sombrero original. En cierto modo, lo es. Las cosas se definen por lo que hacen. Igual que la gente, claro. Es una de las bases fundamentales de la magia. —Cardante hizo una pausa teatral y puso la caja en manos de Peltre—. Como se suele decir, Cogito ergo sombrerum.

Peltre había estudiado idiomas, e hizo lo posible por comprender.

—¿«Pienso, luego soy un sombrero»? —aventuró.

—¿Qué? —preguntó Cardante mientras empezaban a bajar la escalera en dirección a la renovada Sala Principal.

—¿«Cojeo, luego soy un sombrero»? —sugirió Peltre.

—Haz el favor de callarte.

La neblina aún pendía sobre la ciudad, con sus cortinas de oro y plata transformadas en sangre por la luz del sol poniente, que entraba sin trabas por las ventanas de la sala.

Coin estaba sentado en un taburete, con el cayado sobre las rodillas. A Peltre se le ocurrió que nunca había visto al niño sin él, cosa rara: la mayor parte de los magos tenían sus cayados bajo la cama, o colgados sobre la chimenea.

No le gustaba aquel cayado. Era negro, pero no porque ése fuera su color, sino más bien porque parecía un agujero móvil que daba a otro juego de dimensiones, probablemente muy desagradables. No tenía ojos, y aun así se las arreglaba para mirar a Peltre como si conociera sus pensamientos más profundos. Y eso que, en aquellos momentos, ni él mismo los conocía.

La piel le cosquilleó cuando se acercaron y sintieron la ráfaga de magia pura que emanaba la figurilla sentada.

Varias docenas de los magos más ancianos estaban reunidos en torno al taburete, y contemplaban el suelo con reverencia.

Peltre estiró el cuello para mirar, y vio…

El mundo.

Flotaba en un charco de noche negra que, de no se sabe qué manera, parecía encajada en el suelo. Y Peltre supo con espantosa certeza que era el mundo, no una simple imagen o proyección. Tenía nubes y todo. Allí estaban las heladas llanuras del Eje, el Continente Contrapeso, el Mar Circular, la Catarata Periférica, todo muy pequeño y en colores pasteles, pero no por ello menos real…

Alguien le estaba hablando.

—¿Eh? —se sobresaltó.

De repente, el brusco bajón en la temperatura metafórica lo envió de un empujón de vuelta a la realidad. Comprendió horrorizado que Coin acababa de decirle algo.

—¿Lo siento? —se corrigió—. Lo que pasa es que el mundo es… tan bonito…

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