Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Creosoto se aclaró la garganta.

—Si eso os hace sentiros mejor, a veces pienso que mi poesía deja mucho que desear.

Con todo cuidado, Rincewind trató de colocar una gran roca sobre un guijarrito. Se le cayó, pero pareció satisfecho con el resultado.

—Desde el punto de vista de un poeta —empezó Conina—, ¿qué dirías de esta situación?

Creosoto se removió, inquieto.

—Que la vida es de lo más raro —dijo.

—Muy adecuado.

Nijel se tumbó de espaldas y contempló las lejanas estrellas. De pronto, se incorporó.

—¿Habéis visto eso?

—¿El qué?

—Una especie de rayo, como…

El horizonte eje explotó como una silenciosa flor de colores, que se expandió rápidamente adoptando todos los tonos del espectro convencional antes de resplandecer con brillo octarino. Se clavó en sus órbitas oculares antes de desvanecerse.

Tras un rato, oyeron un trueno lejano.

—Debe de ser algún arma mágica —dijo Conina sin dejar de parpadear.

Una ráfaga de viento cálido levantó la niebla junto a ellos.

—Voy a despertarlo aunque luego tengamos que cargar con él —dijo Nijel.

Tocó el hombro de Rincewind en el momento en que algo pasaba sobre ellos, muy arriba, emitiendo un sonido como el de una bandada de gansos en óxido nitroso. Desapareció en el desierto, tras ellos. Les llegó un ruido que habría hecho rechinar hasta una dentadura postiza, y vieron un rayo de luz verde.

—Yo lo despertaré —dijo Conina—. Coged la alfombra.

Pasó sobre el anillo de rocas y cogió al mago dormido suavemente por un brazo. Habría sido una manera perfecta de despertar a un sonámbulo si Rincewind no hubiera dejado caer la roca que llevaba en su propio pie.

Abrió los ojos.

—¿Dónde estoy? —dijo.

—En la playa. Estabas… eh… soñando.

Rincewind parpadeó y miró la niebla, el cielo, el círculo de piedras, a Conina, otra vez el círculo de piedras y por último el cielo de nuevo.

—¿Qué ha estado pasando?

—Una especie de fuegos artificiales mágicos.

—Oh. Así que ha comenzado.

Se apartó del círculo, inseguro, tambaleándose de una manera que sugirió a Conina que quizá no estaba del todo despierto, y se acercó a los restos de la hoguera. Dio unos pasos, y pareció recordar algo.

Se miró el pie.

—Ay —dijo.

Casi había llegado junto al fuego cuando la explosión del último hechizo los alcanzó. Iba dirigido contra la torre de Al Khali, a treinta kilómetros de distancia, y la primera oleada era difusa. Apenas afectaba a la naturaleza de las cosas mientras recorría las dunas. El fuego ardió con llamas rojas y verdes durante un segundo, una de las sandalias de Nijel se transformó en un tejón airado, y una paloma salió volando del turbante del serifa.

Pasó de largo por encima del mar.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nijel.

Dio una patada al tejón, que le olisqueaba el pie.

—¿Mmm? —preguntó Rincewind.

—¡Eso!

—Ah, eso. Nada, la resaca de un hechizo. Seguramente dio en la torre de Al Khali.

—Debe de haber sido muy fuerte para afectarnos, con lo lejos que estamos.

—Probablemente.

—Ey, eso era mi palacio —dijo Creosoto débilmente—. Ya sé que no era gran cosa, pero era lo único que tenía.

—Lo siento.

—¡Seguro que había gente en la ciudad!

—Probablemente estarán bien —dijo Rincewind.

—Menos mal.

—Sean lo que sean.

—¿Qué?

Conina lo agarró por un brazo.

—No le grites. No es él mismo.

—Ah —asintió Creosoto—, toda una mejora.

—Oye, eso no es justo —protestó Nijel—. Él fue quien me sacó del pozo de la serpiente, y además sabe muchos…

—Sí, a los magos se les da muy bien sacarte de apuros en los que te han metido los magos —dijo Creosoto—. Y luego esperan que les des las gracias.

—Oh, yo pienso…

—Un acontecimiento digno de mención.

El paso de otro hechizo por el atormentado cielo los iluminó durante un instante.

—¡Mirad eso! —estalló el serifa—. Estoy seguro de que tiene buenas intenciones. Como todos ellos. Probablemente piensan que el Disco sería un lugar mucho mejor si ellos mandaran. Créeme, no hay nada peor que alguien que intenta hacer un favor al mundo. ¡Magos! ¡Bah! A ver, dime una sola cosa buena que haya hecho un mago.

—Eso es un poco cruel —dijo Conina, pero en un tono de voz que sugería que podía dejarse convencer al respecto.

—Pues a mí me dan asco —murmuró Creosoto, que empezaba a sentirse agudamente sobrio, y no le gustaba en absoluto.

—Creo que todos nos encontraremos mejor si dormimos un poco más —intervino Nijel, diplomático—. A la luz del día las cosas siempre tienen mejor aspecto. Bueno, casi siempre.

—Y además tengo un sabor de boca horrible —gimió el serifa, decidido a aferrarse a sus últimos restos de ira.

Conina volvió junto al fuego, y se dio cuenta de que había un hueco en el paisaje. Tenía la forma de Rincewind.

—¡Se ha ido!

La verdad era que Rincewind se encontraba a un kilómetro sobre el mar oscuro, sentado en la alfombra como un buda furioso. Su mente era un cocido de rabia, humillación y furia, con un toque de dignidad ultrajada.

Jamás había pedido gran cosa. Había seguido en la magia pese a que no se le daba nada bien, siempre había intentado hacer las cosas lo mejor posible, y ahora el mundo entero conspiraba contra él. Bueno, ya les enseñaría. No sabía qué iba a enseñar, ni a quién, pero eso no eran más que detalles.

Se tocó el sombrero para infundirse confianza, aunque eso le costara las últimas lentejuelas.

* * *

El Equipaje tenía sus propios problemas.

La zona en torno a la torre de Al Khali, bajo el despiadado bombardeo mágico, se alejaba ya más allá del horizonte de la realidad donde el espacio, el tiempo y la materia perdían sus identidades individuales y empezaban a intercambiarse las ropas. Era casi indescriptible.

Aquí va un intento:

Su aspecto era el sonido de un piano poco después de que lo tiren por un pozo. Sabía a amarillo, y su tacto era dulzón. Olía a eclipse de luna. Por supuesto, justo al lado de la torre las cosas sí que eran extrañas de verdad.

Esperar que algo desprotegido sobreviviera allí sería como esperar nieve de una supernova. Por fortuna, el Equipaje no lo sabía, y se deslizaba por el caos con la tapa y las bisagras llenas de magia cristalizada. Estaba de un humor de mil diablos, pero eso tampoco tenía nada de extraño.

Dentro de la torre hacía calor. No había suelos interiores, sólo largas series de galerías que discurrían por las paredes. Estaban llenas de magos, y el espacio central lo ocupaba una columna de luz octarina que crepitaba a medida que enfocaban su poder hacia ella. Junto a la base estaba Abrim. Las gemas octarinas del sombrero brillaban tanto que más bien parecían agujeros que daban a un universo diferente.

El visir tenía las manos extendidas, los dedos separados, los ojos cerrados. Su boca era una fina línea de concentración mientras equilibraba energías. Por lo general, un mago sólo puede controlar poder dentro de los límites de sus capacidades físicas, pero Abrim estaba aprendiendo deprisa.

Conviértete en el estrechamiento de un reloj de arena, en el fiel de la balanza, en el pan del perrito caliente.

Hazlo bien, y eres el poder, el poder es parte de ti y te permite… ¿Hemos mencionado ya que sus pies estaban a varios centímetros por encima del suelo? Sus pies estaban a varios centímetros por encima del suelo.

Abrim estaba reuniendo la potencia necesaria para un hechizo que se remontaría hasta el cielo y rodearía la torre de Ankh de un millar de demonios aullantes, pero en aquel momento resonó un monstruoso golpe en la puerta.

Hay un mantra que se suele decir en estas ocasiones. No importa si el suelo es de lona, de piel en una yurta, de diez centímetros de roble sólido o de baldosas de mármol con una lámpara encima de horribles fragmentos de cristal coloreado y una orquesta tocando una selección de veinte melodías populares que ningún amante de la música querría escuchar ni después de cinco años de privación sensorial.

Un mago se volvió hacia otro y le dijo:

—¿Quién puede ser a estas horas de la noche?

Resonaron otra serie de golpes en la madera.

—Ahí fuera no puede quedar nadie vivo —replicó el otro mago.

Estaba algo nervioso, porque si se eliminaba la posibilidad de que fuera alguien vivo, siempre quedaba la sospecha de que se tratara de alguien muerto.

Los siguientes golpes hicieron temblar las bisagras.

—Será mejor que alguien vaya a abrir —dijo el primer mago.

—Muchas gracias.

—Ah. Oh. Bueno.

Descendió sin demasiada prisa.

—Iré a ver quién es, nada más —dijo.

—Estupendo.

La figura que se dirigió, titubeante, hacia la puerta, era extraña. Una túnica vulgar no era protección suficiente en el fuerte campo de energía de la torre, y sobre el terciopelo y el brocado el mago llevaba un grueso mono lleno de signos cabalísticos. Se había colocado un visor de cristal ahumado ante el sombrero puntiagudo, y los enormes guantes le habrían servido para jugar de catcher en un partido de béisbol a velocidades supersónicas. Los relámpagos actínicos y las pulsaciones procedentes de la gran obra en la sala principal proyectaron sombras en torno a él mientras abría las cerraduras.

Se subió un poquito el visor y entreabrió la puerta.

—No necesitamos ningún… —empezó.

Debería haber elegido mejor sus palabras, ya que fueron su epitafio.

Pasó algo de tiempo antes de que su colega advirtiera que la ausencia empezaba a ser demasiado larga y bajara a buscarlo. La puerta había quedado abierta de par en par, el infierno mágico del exterior rugía contra la red de hechizos que lo mantenía a raya. Oyó un ruidito tras él. Se dio media vuelta.

—¿Qué…?

Fue una sílaba realmente patética para poner fin a una vida.

* * *

Por encima del Mar Circular, Rincewind empezaba a sentirse como un idiota.

A todo el mundo le pasa, tarde o temprano.

Por ejemplo, en un bar alguien te da un empujón; te vuelves rápidamente con una sarta de insultos preparada, y poco a poco te das cuenta de que lo que tienes delante es la hebilla del cinturón de un hombre que, probablemente, más que nacer fue esculpido en granito.

O un cochecito choca contra el tuyo por detrás; sales dispuesto a sacudir un puñetazo al otro conductor, quien, como va haciéndose evidente a medida que despliega más y más cuerpo, debía de ir en buena parte en el asiento de atrás.

O guías a tus compañeros amotinados hacia el camarote del capitán, golpeas la puerta, él se asoma con un machete en cada mano y le dices: «Nos hemos apoderado del barco, rata de cloaca, ¡todos los muchachos están conmigo!», y él pregunta: «¿Qué muchachos?», y de pronto sientes un gran vacío a tu espalda y dices: «Eh…».

En otras palabras, es esa conocida sensación que experimenta todo aquel que se ha dejado llevar por las oleadas de furia y descubre que ahora ya no puede nadar de vuelta a la orilla.

Rincewind seguía furioso, humillado y todo lo demás, pero las emociones se habían amortiguado un poco, y había recuperado parte de su personalidad normal. No le hacía ninguna gracia encontrarse sobre unas hebras de lana azul y amarilla, demasiado por encima de las olas fosforescentes.

Había puesto rumbo a Ankh-Morpork. Ahora intentaba recordar por qué.

Por supuesto, allí era donde había empezado todo. Quizá fuera la presencia de la Universidad, que estaba tan llena de magia que yacía como una bala de cañón sobre la cada vez más delicada realidad del universo. Ankh era donde empezaban las cosas, y a menudo también donde terminaban.

Y por encima de todo era su hogar, por malo que fuera, y le estaba llamando.

Ya se ha mencionado que Rincewind debía de tener buena parte de sangre de roedor en sus venas, y en los momentos de tensión sentía la irresistible necesidad de huir hacia su agujero.

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