Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—¿Así es la nieve? —preguntó—. Había oído hablar de ella en los cuentos. Pero pensaba que nacía del suelo. Como los champiñones, o algo así.

—Esas nubes no son normales —replicó Conina.

—¿Os importa que bajemos ya? —preguntó Nijel débilmente—. Al menos cuando estábamos en marcha no daba tanto miedo…

Conina no le hizo caso.

—Prueba con la lámpara —ordenó—. Quiero saber qué pasa.

Nijel rebuscó en su bolsa y sacó la lámpara.

La voz del genio sonó bastante baja y lejana.

—Calma, un momento, calma… estoy intentando contactar con vosotros.

Luego oyeron una musiquita tintineante, la música que emitiría un chalet suizo si se pudiera tocar como un instrumento, antes de que una trampilla se dibujara en el aire y apareciera el genio. Éste miró a su alrededor, luego clavó la vista en ellos.

—Vaya —dijo.

—Algo sucede con el clima —dijo Conina—. ¿Qué es?

—¿Quieres decir que no lo sabéis?

—Si lo supiéramos, no preguntaríamos.

—Bueno, no soy quién para juzgar, pero esto parece el Apocrilipsis.

—¿Qué?

El genio se encogió de hombros.

—Los dioses han desaparecido, ¿no? —dijo—. Y según…, bueno, ya sabéis, las leyendas, eso significa…

—Los Gigantes del Hielo —susurró Nijel horrorizado.

—¡Más alto! —pidió Creosoto.

—Los Gigantes del Hielo —repitió Nijel, algo irritado—. Los dioses los mantienen prisioneros. En el Eje. Pero, cuando el mundo se acabe, se liberarán y cabalgarán sobre sus temibles glaciares, para recuperar sus antiguos dominios y aplastar las llamas de la civilización hasta que el mundo yazga desnudo y helado bajo unas estrellas gélidas y el Tiempo mismo se congele. O algo así.

—Pero aún no es el momento del Apocrilipsis —intervino Conina a la desesperada—. Es decir, antes tiene que alzarse un temible dominador, debe haber una guerra terrible, los cuatro jinetes oscuros tienen que cabalgar, luego las Dimensiones Mazmorra irrumpirán en el mundo…

Se interrumpió, con el rostro casi tan blanco como la nieve.

—Pues quedar enterrados bajo trescientos metros de hielo se parece demasiado a eso que describes —señaló el genio.

Cogió la lámpara de manos de Nijel.

—Lo siento mucho, pero es hora de liquidar mis existencias en esta realidad. A ver si volvemos a vernos. Bueno… ya me entendéis.

Desapareció hasta la cintura, y después, con un último grito («¡Siento lo de la comida!»), se esfumó por completo.

Los tres jinetes contemplaron la nieve proveniente del Eje.

—Puede que sean imaginaciones mías —dijo Creosoto—. Pero ¿no oís una especie de quejidos y gemidos?

—Cállate —le ordenó Conina.

Creosoto le dio unas palmaditas cariñosas en la mano.

—Anímate, mujer —dijo—. No es el fin del mundo. —Consideró un instante esta última afirmación—. Lo siento. Es una forma de hablar, ya me entiendes.

—¿Qué podemos hacer? —gimió la chica.

Nijel respiró hondo.

—Creo que debemos ir a explicarles el asunto.

Se volvieron hacia él con la expresión de rostro que se suele reservar para los mesías o para los idiotas redomados.

—Sí —insistió el chico con más confianza—. Tenemos que explicárselo.

—¿Explicárselo… a los Gigantes del Hielo? —susurró Conina.

—Sí.

—Perdona —insistió ella—, a ver si te he entendido bien. ¿Crees que deberíamos buscar a los aterradores Gigantes del Hielo y, en pocas palabras, decirles que había un montón de gente de cuerpo cálido que preferiría que no aplastaran el mundo bajo inmensas montañas de nieve, para que reconsideren el asunto? ¿Es eso lo que opinas?

—Sí. Exacto. Me has entendido perfectamente.

Conina y Creosoto intercambiaron miradas. Nijel siguió orgullosamente erguido en su silla, con una leve sonrisa en el rostro.

—¿Te está causando problemas tu cesta? —se interesó el serifa.

—Gesta —le corrigió tranquilamente Nijel—. Y no, no me causa problemas. Lo que pasa es que tengo que hacer una hazaña antes de morir.

—Eso es lo malo —suspiró Creosoto—. Haces una hazaña, y luego mueres.

—¿Qué alternativa nos queda?

Los dos lo pensaron.

—No se me da muy bien explicar las cosas —suspiró Conina en un hilo de voz.

—A mí sí —respondió Nijel con firmeza—. Siempre tengo que dar explicaciones.

* * *

Las partículas dispersas de lo que había sido la mente de Rincewind se reunieron y vagaron por las capas de oscura inconsciencia, como un cadáver de tres días flotando hacia la superficie.

La mente sondeó los recuerdos más recientes, de la misma manera en que uno se rasca la costra de una herida.

Recordaba algo sobre un cayado, y un dolor tan intenso que parecía que le habían insertado un cincel entre cada célula del cuerpo y luego se los habían martilleado repetidamente.

Recordó que el cayado había huido, arrastrándolo tras él. Y luego, el momento aterrador en que la Muerte apareció, extendió la mano a través de él, y el cayado se retorció y cobró vida de repente.

SUPERUDITO EL ROJO, YA TE TENGO —había dicho la Muerte.

Y así estaban las cosas.

Por el tacto, Rincewind dedujo que estaba tendido en la arena. En una arena muy fría.

Se arriesgó a ver algo espantoso, y abrió los ojos.

Lo primero que vio fue su brazo izquierdo y, sorprendentemente, su mano. Era la mano mugrienta de siempre. Había esperado encontrarse con un muñón.

Parecía de noche. La playa, o lo que fuera, se extendía hacia una cadena de montañas lejanas bajo el cielo de la noche, glaseado con un millón de estrellas blancas.

Un poco más cerca de él había una tosca línea en la arena plateada. Alzó la cabeza un poco y vio las gotitas de metal fundido. Eran de octihierro, un metal tan intrínsecamente mágico que no había forja en el Disco capaz de calentarlo siquiera.

—Oh —dijo—. Así que hemos ganado.

Se desplomó de nuevo.

Tras un buen rato, alzó la mano derecha en un gesto automático y se tocó la parte superior de la cabeza. Luego se tocó los lados de la cabeza. Después, cada vez más ansioso, empezó a palpar la arena a su alrededor.

Consiguió comunicar su preocupación al resto de Rincewind, porque el mago se levantó.

—Oh, mierda —dijo.

Su sombrero no estaba por ninguna parte. Pero alcanzó a ver una pequeña forma blanca tendida inmóvil en la arena a cierta distancia, y más allá…

Una columna de luz diurna.

Zumbaba y se mecía en el aire, era un agujero tridimensional que daba a alguna parte. De cuando en cuando brotaban de ella ráfagas de nieve. La luz le permitió distinguir algunas siluetas que quizá fueran edificios, o paisajes retorcidos por alguna extraña curvatura. Pero no lo pudo ver con claridad, porque estaban rodeados de sombras altas.

La mente humana es asombrosa. Puede operar a varios niveles a la vez. Y, de hecho, mientras Rincewind desperdiciaba su intelecto gimiendo y buscando su sombrero, una parte interior de su cerebro observaba, valoraba, analizaba y comparaba.

Ahora esa zona reptó hacia su cerebelo, le dio un toquecito en el hombro, envió un mensaje a su mano y huyó a toda velocidad. El mensaje decía más o menos: Espero que, al recibo de la presente, me encuentre bien. La última ráfaga de magia fue demasiado para el atormentado tejido de la realidad. Se ha abierto un agujero. Estoy en las Dimensiones Mazmorra. Y las cosas que tengo delante son… las Cosas. Ha sido un placer conocerme.

La cosa más cercana a Rincewind medía por lo menos tres metros de altura. Parecía un caballo muerto al que hubieran reanimado al cabo de tres meses para presentarle a algunos amigos, al menos uno de los cuales tenía forma de pulpo.

No había advertido la presencia de Rincewind. Estaba demasiado ocupado concentrándose en la luz.

Rincewind se arrastró hacia el cuerpo inerte de Coin y lo sacudió con suavidad.

—¿Estás vivo? —preguntó—. Si no lo estás, preferiría que no respondieras.

Coin se dio la vuelta y lo miró con ojos asombrados.

—Recuerdo… —dijo tras un momento.

—Mala suerte.

El niño tanteó la arena a su alrededor.

—Ya no está —explicó Rincewind en voz baja.

La mano se detuvo en su búsqueda.

El mago ayudó a Coin a sentarse. Éste contempló inexpresivo la fría arena plateada, luego el cielo, después las Cosas lejanas, y por último a Rincewind.

—No sé qué hacer —dijo.

—No es para avergonzarse. Yo nunca he sabido qué hacer —replicó éste en un fallido intento de humor—. Me he pasado la vida desconcertado. —Titubeó—. Creo que a eso lo llaman ser «humano».

—¡Pero yo siempre he sabido qué hacer!

Rincewind abrió la boca para señalar que ya lo había notado, pero cambió de opinión.

—Ánimo —dijo en vez de eso—. Míralo por el lado bueno. Podría ser peor.

Coin echó otro vistazo a su alrededor.

—¿Cómo? —preguntó en un tono de voz algo más normal.

—Mmm…

—¿Dónde estamos?

—Pues es una especie de dimensión extraña. La magia se filtró hacia ella y nos arrastró.

—¿Y esas cosas?

Contemplaron las Cosas.

—Creo que son Cosas. Quieren pasar a través del agujero —dijo Rincewind—. No es fácil, por los niveles de energía y esas cosas. Recuerdo que nos dieron una charla sobre eso. Eh…

Coin asintió, y extendió una delgada mano blanca hacia la frente del mago.

—¿Te importa…? —empezó.

Rincewind se estremeció ante el toque.

—¿El qué?

¿Te importa si echo un vistazo dentro de tu cabeza?

—Aaaargh.

Esto es un caos, no me extraña que no encuentres nada.

—Eeergh.

Deberías aclararte un poco.

—Ooogh.

—Ah.

Rincewind sintió que la presencia se alejaba. Coin frunció el ceño.

—No podemos dejar que entren —anunció—. Tienen poderes horribles. Intentan agrandar el agujero, y pueden hacerlo. Esperan para entrar en nuestro mundo desde hace… —Frunció el ceño—. ¿Iones?

—Eones.

Coin abrió la otra mano, que había mantenido fuertemente apretada, y mostró a Rincewind la pequeña perla gris.

—¿Sabes qué es esto?

—Ni idea.

—Es… No me acuerdo. Pero debemos devolverla a su lugar.

—Muy bien. Usa la rechicería. Hazlos pedazos y luego nos vamos a casa.

—No. Se alimentan de magia, eso no haría más que empeorar las cosas. No puedo usar la magia.

—¿Estás seguro?

—Me temo que tu memoria era muy buena en ese tema.

—En ese caso, ¿qué hacemos?

—¡No lo sé!

Rincewind meditó un momento, y luego, con aire decidido, empezó a quitarse su otro calcetín.

—Aquí no hay medios ladrillos —dijo sin dirigirse a nadie en concreto—. Tendré que llenarlo de arena.

—¿Los vas a atacar con un calcetín lleno de arena?

—No. Voy a huir de ellos. El calcetín de arena es para cuando nos sigan.

* * *

La gente empezaba a volver a Al Khali, donde las ruinas de la torre no eran más que un montón de piedras humeantes. Unos cuantos valientes se dirigieron hacia ellas, argumentando que podría haber supervivientes a los que rescatar, o botín que saquear, o ambas cosas.

Y, entre los cascotes, se podría haber oído la siguiente conversación:

—¡Aquí abajo hay algo que se mueve!

—¿Bajo eso? ¡Por las dos barbas de Imtal, tú estás loco! ¡Debe de pesar una tonelada!

—¡Es ahí, hermanos! ¡Ayudadme!

Tras diversos jadeos y maldiciones, la discusión continuaría.

—¡Es una caja!

—¿Crees que contendrá un tesoro?

—¡Por las Siete Lunas de Nasreem, le están saliendo patas!

—Son cinco lunas…

—¿Adónde ha ido?

—No importa, no importa. Aclaremos esto. Según la leyenda, eran cinco lunas…

En Klatch se toman la mitología muy en serio. En lo que no creen es en la vida real.

* * *

Los tres jinetes advirtieron el cambio mientras descendían a través de las pesadas nubes en el extremo Eje de la Llanura Sto. Había un olor punzante en el aire.

—¿Lo notáis? —dijo Nijel arrugando la nariz—. Lo recuerdo de cuando era niño, me quedaba en la cama la primera mañana del invierno, se notaba en el aire…

Las nubes se abrieron bajo ellos, y allí, llenando las altas llanuras de extremo a extremo, estaban los rebaños de los Gigantes del Hielo.

Se extendían kilómetros y kilómetros en todas las direcciones, y el retumbar de su estampida llenaba el aire.

Los glaciares toros iban a la cabeza, levantando nubes del polvo en su enloquecida marcha. Tras ellos iba la gran masa de vacas y terneros, pisando por el lecho rocoso que sus líderes habían dejado al descubierto.

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