Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Se parecían tanto a los glaciares que el mundo creía conocer como un león sesteando a la sombra se parece a cien kilos de músculos bien coordinados saltando hacia ti con la boca abierta.

—… y… y… cuando ibas a la ventana…

La boca de Nijel, al faltarle información procedente del cerebro, se cerró.

—Venga —lo animó Conina—. Explícate. Será mejor que grites, claro.

Nijel miró hacia abajo.

—Me parece ver algunas figuras. Sobre las… las cosas que van a la cabeza —aportó Creosoto.

Nijel escudriñó a través de la nieve. Desde luego, había seres montados a lomos de los glaciares. Eran humanos, o humanoides, o al menos tenían brazos y piernas. Y no parecían muy grandes.

Al final resultó que era porque los glaciares sí que eran grandes, y las perspectivas no eran el fuerte de Nijel. Los caballos descendieron sobre el primer glaciar, y a medida que lo hacían resultó evidente que una de las razones de que a los Gigantes del Hielo se los llame Gigantes del Hielo es porque son… bueno, gigantes.

La otra es que son de hielo.

Una figura del tamaño de una casa grande cabalgaba en la cima de un toro, espoleándolo con una púa pegada a una larga pértiga. La figura tenía una superficie agrietada, de múltiples facetas, brillaba con todos los tonos del azul y el verde. Llevaba los rizos nevados sujetos por una fina cinta plateada, y sus ojos eran pequeños y negros, muy juntos, como trozos de carbón[24].

Resonó un crujido desgarrado cuando los primeros glaciares chocaron contra un bosque. Los pájaros huyeron aterrados. La nieve y las astillas sacudieron el aire en torno a Nijel cuando galopó por el aire para situarse junto al gigante.

Carraspeó.

—Eh… perdona…

Por delante del hirviente remolino de tierra, nieve y madera destrozada, una manada de ciervos huía ciegamente, sin que al parecer sus cascos rozaran lo que quedaba de suelo.

Nijel hizo otra intentona.

—¡Eh! —llamó.

El gigante volvió la cabeza hacia él.

—¿Qué quiees? —dijo—. Apata, pesona caliente.

—Lo siento, pero… ¿crees que esto es necesario?

El gigante se volvió hacia él con gélido asombro. Dio la vuelta lentamente y contempló el resto de la manada, que parecía extenderse hasta el Eje. Clavó de nuevo la vista en Nijel.

—Sí —respondió—. Supongo que sí. Si no, ¿po qué lo hacemos?

—Es que hay un montón de gente que preferiría que no lo hicierais —explicó Nijel a la desesperada.

Una espiral de roca se alzó un instante ante el glaciar, se tambaleó unos instantes y luego desapareció.

—Hay niños, y animalitos… —añadió.

—Padeceán po causa del pogueso. Es hoa de que eclamemos el mundo —replicó el gigante—. Todo un mundo de hielo. Según la inevitabilidad de la histoia y el tiunfo de la temodinámica.

—Sí, pero nada os obliga a hacerlo.

—El caso es que queemos hacelo —dijo el gigante—. Los dioses se han machado, acabaemos con las cadenas de la supestición modena.

—Pues a mí eso de congelar todo el mundo no me parece muy progresista.

—A nosotos nos gusta.

—Sí, sí —replicó Nijel, con la voz maníaca de quien intenta ver un asunto desde todos los puntos de vista posibles y está seguro de que se dará con una solución si la gente de buena voluntad se reúne en torno a una mesa y discute las cosas racionalmente, como personas sensatas—. Pero ¿crees que es el momento adecuado? ¿Crees que el mundo está preparado para el triunfo del hielo?

—Más le vale —replicó el gigante.

Alzó su vara contra Nijel. No acertó al caballo, pero al chico le dio en todo el pecho y lo derribó de la silla, lanzándolo contra el glaciar. Nijel cayó girando, se estrelló contra la nieve, rodó por una de las gélidas laderas entre restos de tierra y árboles.

Se puso en pie con gran esfuerzo, y escudriñó indefenso la gélida niebla. Otro glaciar se abalanzó hacia él.

Lo mismo hizo Conina. Se inclinó hacia adelante mientras su caballo cortaba la niebla, cogió a Nijel por los tirantes bárbaros de cuero y lo hizo montar ante ella.

Cuando se remontaron de nuevo, el chico lanzó un bufido.

—Menudo canalla —dijo—. Por un momento, pensé que íbamos a llegar a un acuerdo. Con algunas personas no se puede hablar.

La manada embistió contra otra colina, la dejó poco menos que plana, y la Llanura Sto, tachonada de ciudades, se extendió indefensa ante ella.

* * *

Rincewind se deslizó hacia la Cosa más cercana, agarrando a Coin con una mano y blandiendo el calcetín lleno de arena con la otra.

—¿Nada de magia, entonces? —dijo.

—Eso —asintió el chico.

—¿Pase lo que pase, no debes usar la magia?

—Exacto. Aquí, no. No tienen mucho poder mientras no usemos la magia. Pero una vez que salgan…

Dejó la frase inconclusa.

—Desagradable —asintió Rincewind.

—Terrible —le corrigió Coin.

Rincewind suspiró. Le gustaría haber tenido aún su sombrero. Tendría que arreglárselas sin él.

—Muy bien —dijo—. Cuando grite, corre hacia la luz, ¿entiendes? Ni se te ocurra mirar hacia atrás, pase lo que pase.

—¿Pase lo que pase? —preguntó Coin, inseguro.

—Pase lo que pase. —Rincewind le dirigió una sonrisa valiente—. Sobre todo, oigas lo que oigas.

Se animó un poco al ver que la boca de Coin se transformaba en una «O» de terror.

—Y luego —continuó—, cuando vuelvas al otro lado…

—¿Qué quieres que haga?

Rincewind titubeó.

—No sé —dijo—. Lo que quieras. Tanta magia como te apetezca. Lo que sea con tal de que los detengas. Y… eh…

—¿Sí?

El mago lanzó una mirada a la Cosa, que aún contemplaba la luz.

—Si… ya sabes… si el mundo sale de ésta… bueno, si todo vuelve a la normalidad, más o menos, me gustaría que le dijeras a la gente que me quedé, más o menos. Quizá lo escriban en alguna parte, más o menos. O sea, tampoco quiero una estatua, ni nada de eso —añadió con modestia.

Pasaron unos momentos.

—Creo que deberías sonarte la nariz —añadió.

Coin lo hizo con el borde de su túnica, y luego estrechó solemnemente la mano de Rincewind.

—Si alguna vez… —empezó—. O sea, eres el primer…, ha sido un gran…, verás, yo nunca… —Su voz se apagó—. Sólo quería que lo supieras —consiguió añadir.

—Había otra cosa que quería decirte —empezó Rincewind, soltándole la mano. Se quedó con la mente en blanco un momento, luego añadió—: Oh, sí. Es muy importante que recuerdes quién eres de verdad. Es vital. No debes dejar que otros lo hagan por ti, ¿sabes? Porque siempre meten la pata.

—Trataré de recordarlo —le aseguró Coin.

—Es muy importante —repitió Rincewind, casi para sus adentros—. Ahora, lo mejor será que eches a correr.

Rincewind se acercó más a la Cosa. Aquella en concreto tenía patas de pollo, pero por suerte la mayor parte del resto quedaba oculto bajo una cosa que parecían alas plegadas.

Le pareció que era el momento adecuado para unas cuantas últimas palabras. Lo que dijera en aquel momento sería muy importante. Quizá se le recordara por esas palabras, quizá los niños las memorizaran, incluso era posible que las tallaran en granito.

En ese caso, más valía que no fueran palabras con letras muy complicadas de grabar, las eses por ejemplo siempre salían mal.

—Ojalá no estuviera aquí —murmuró.

Sopesó el calcetín, lo hizo girar un par de veces y golpeó a la Cosa en un lugar que esperaba fuera la rodilla.

La Cosa lanzó un chirrido agudo, se giró salvajemente batiendo las alas, lanzó un desviado picotazo a Rincewind con su cabeza de buitre, y recibió otro calcetinazo en un costado.

Rincewind se volvió a la desesperada mientras la Cosa se tambaleaba, y vio que Coin seguía de pie donde lo había dejado. Horrorizado, advirtió que el niño empezaba a caminar hacia él, con las manos alzadas instintivamente para lanzar el fuego mágico que, en aquel lugar, los condenaría a los dos.

—¡Corre ya, idiota! —gritó mientras la cosa se recuperaba y se preparaba para el contraataque.

Sin saber cómo, dio con las palabras adecuadas.

—¡Ya sabes lo que les pasa a los niños malos!

Coin palideció, se dio media vuelta y echó a correr hacia la luz. Se movía despacio, luchando contra la ladera de entropía. La imagen distorsionada del mundo se volvió del revés, se elevó unos metros, luego se alejó unos centímetros…

Un tentáculo se enroscó a su pierna y lo derribó hacia adelante.

Al caer, una de sus manos tocó la nieve. Inmediatamente, se la agarró algo que parecía un cálido guante de piel, pero bajo el tacto suave había una garra de acero templado que tiró de él hacia adelante, arrastrando también a lo que fuera que lo había asido por la pierna.

La luz tenue se hizo a su alrededor, y de pronto se encontró sobre guijarros resbaladizos por el hielo.

El bibliotecario le soltó la mano y se irguió junto a Coin, esgrimiendo un trozo de viga de madera. El simio retrocedió en la oscuridad. El hombro, codo y muñeca de su mano derecha se desplegaron en una perfecta aplicación de la ley de palancas. Y, con un movimiento tan imparable con el amanecer de la inteligencia, descargó el golpe. Hubo un sonido pegajoso, un grito de dignidad ultrajada, y la ardiente presión en la pierna de Coin desapareció.

La oscura columna onduló. De ella salían graznidos y golpes, distorsionados por la distancia.

Coin se puso en pie como pudo y echó a correr de vuelta a la oscuridad, pero esta vez el brazo del bibliotecario le bloqueó el paso.

—¡No podemos dejarlo ahí!

El simio se encogió de hombros.

De la oscuridad les llegó otro siniestro crujido, y luego un momento de silencio casi absoluto.

Pero sólo casi absoluto. A los dos les pareció oír, a lo lejos, pero claramente, el sonido de unos pies corriendo que se perdía a lo lejos.

Encontró su eco en el mundo exterior. El simio miró a su alrededor, y luego empujó a Coin apresuradamente a un lado, cuando algo cuadrado, destartalado y con cientos de patitas trotó por el patio y, sin pausa alguna, saltó a la oscuridad que desaparecía por momentos. Ésta parpadeó un último instante y se desvaneció.

Coin se liberó de la garra del bibliotecario y corrió al círculo, que ya se estaba volviendo blanco. Sus pies levantaron la arena fina.

—¡No ha salido!

—Oook —respondió el bibliotecario filosóficamente.

—Creí que saldría. Ya sabes, en el último momento.

—¿Oook?

Coin examinó los guijarros de cerca, como si con un esfuerzo de concentración pudiera cambiar lo que había visto.

—¿Está muerto?

—Oook —señaló el bibliotecario, dando a entender que Rincewind se encontraba en una zona donde las cosas como el tiempo y el espacio eran algo nebulosas, y que probablemente no servía de gran cosa especular sobre su estado actual en aquel momento, si es que se encontraba en un sitio donde la palabra «momento» tenía sentido, y por tanto quizá apareciera mañana, o vistas las circunstancias ayer, pero sobre todo que si había alguna posibilidad de sobrevivir, Rincewind sobreviviría.

—Oh —respondió Coin.

Vio como el bibliotecario se volvía a la Torre del Arte, y se sintió invadido por una desesperada soledad.

—¡Oye! —gritó.

—¿Oook?

—¿Qué hago ahora?

—¿Oook?

Coin señaló el desolado patio.

—Pues no sé, quizá pudiera hacer algo con todo esto —dijo con una voz en la que asomaba el terror—. ¿Crees que será buena idea? Es que yo puedo ayudar a la gente. Estoy seguro de que te gustaría volver a ser humano, ¿no?

La eterna sonrisa del bibliotecario se transformó en una mueca que dejaba al descubierto sus dientes.

—O quizá no —se apresuró a añadir Coin—, pero seguro que puedo hacer otras cosas, ¿no?

El bibliotecario le miró un instante, luego clavó los ojos en la mano del chico. Coin se sobresaltó, sintiéndose algo culpable, y abrió los dedos.

El simio atrapó la brillante bolita plateada antes de que chocara contra el suelo, y se la acercó a un ojo. La olfateó, la sacudió suavemente y se la arrimó al oído.

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