Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Rincewind se arriesgó a echar un vistazo a su espalda.

—Estoy seguro de que venía conmigo cuando llegué —dijo, menos seguro.

Sería erróneo decir que el Equipaje no estaba a la vista. Estaba a la vista, pero en otro lugar, y no cerca de Rincewind.

Abrim rodeó lentamente la mesa sobre la que descansaba el sombrero, y se retorció el bigote.

—Te lo repito —dijo—. Esto es un instrumento poderoso, lo presiento. Tienes que decirme para qué sirve.

—¿Por qué no se lo preguntas?

—No me lo quiere decir.

—Bueno, ¿y para qué quieres saberlo?

Abrim se echó a reír. No era un sonido agradable. Parecía como si alguien le hubiera explicado lo que era la risa, probablemente muy despacio y varias veces, pero no hubiera oído ninguna en realidad.

—Eres un mago —dijo—. La magia es poder. Yo también estoy interesado en la magia. Tengo talento, ¿sabes? —El visir se irguió, algo rígido—. Oh, sí. Pero no me dejaron ingresar en tu Universidad. Me dijeron que era mentalmente inestable, ¿te imaginas?

—No —respondió sinceramente Rincewind.

La mayoría de los magos que había conocido en la Universidad le habían parecido bastante sonados. Abrim tenía pinta de mago normal.

El visir le dedicó una sonrisa alentadora.

Rincewind miró de reojo el sombrero. Éste no dijo nada. Volvió la vista hacia el visir. Si la carcajada había sido extraña, la sonrisa ahora la hacía parecer un trino de pajarillo. Parecía como si Abrim la hubiera aprendido de una radiografía.

—Ni con una manada de caballos salvajes hará que te ayude —dijo.

—Ah —asintió el visir—. Un desafío.

Hizo una señal al guardia más cercano.

—¿Tenemos caballos salvajes en los establos?

—Sí, unos bastante rabiosos, señor.

—Encabritad a cuatro y llevadlos al patio levo. Ah, y llevad también unas cuantas cadenas.

—Enseguida, señor.

—Mmm… mira… —empezó Rincewind.

—¿Sí? —dijo Abrim.

—Bueno, si te pones así…

—¿Quieres decir algo?

—Ya que te empeñas, es el sombrero de archicanciller —explicó Rincewind—. El símbolo de la magia.

—¿Poderoso?

Rincewind se estremeció.

—Mucho.

—¿Por qué lo llaman «sombrero de archicanciller»?

—El archicanciller es el mago más anciano, ya sabes. El jefe. Pero, mira…

Abrim cogió el sombrero y le dio vueltas entre las manos.

—¿Es como si dijéramos el símbolo de su cargo?

—Exacto, pero mira, si te lo piensas poner, te advierto…

Cállate.

Abrim dio un salto hacia atrás, el sombrero se le cayó al suelo.

El mago no sabe nada. Haz que se vaya. Tenemos que negociar.

—¿Negociar yo? ¿Con un gorro viejo?

Puesto en la cabeza adecuada, tengo mucho que ofrecer.

Rincewind estaba asombrado. Como ya se ha mencionado, poseía ese instinto para el peligro que sólo suelen tener algunos roedores de pequeño tamaño, y en esos momentos dicho instinto le martilleaba en una sien, tratando de huir para esconderse en alguna parte.

—¡No le hagas caso! —gritó.

Pónteme, dijo el sombrero, seductor, con una voz antigua que sonaba como si el que hablaba tuviera la boca llena de fieltro.

Si de verdad había una escuela de visires, Abrim se había graduado el primero de la clase.

—Antes, hablaremos —dijo.

Hizo una señal a los guardias y señaló a Rincewind.

—Lleváoslo, echadlo al tanque de las arañas —dijo.

—¡No! ¡Arañas, encima no! —gimió Rincewind.

El capitán de los guardias se adelantó y saludó respetuosamente.

—Nos hemos quedado sin arañas, señor —dijo.

—Oh. —El visir se quedó desconcertado un momento—. En ese caso, encerradlo en la jaula del tigre.

El guardia titubeó, tratando de pasar por alto los sollozos que sonaban a su lado.

—El tigre ha estado enfermo, señor. No ha dejado de dar vueltas en toda la noche.

—¡Pues echad a este maldito cobarde al foso del fuego eterno!

Dos de los guardias intercambiaron miradas por encima de la cabeza de Rincewind, que había caído de rodillas.

—Ah. Necesitaremos algo de tiempo de preparación señor…

—… para encenderlo, claro…

El visir descargó dos puñetazos sobre la mesa. El capitán de la guardia se animó horriblemente.

—Queda el pozo de las serpientes, señor.

Los otros guardias asintieron. Quedaba el pozo de las serpientes.

Cuatro cabezas se volvieron hacia Rincewind, quien se había levantado y se estaba sacudiendo la arena de las rodillas.

—¿Qué te parecen las serpientes? —le preguntó un guardia.

—¿Las serpientes? No me gustan much…

—Al pozo de las serpientes —ordenó Abrim.

—Eso, al pozo de las serpientes —asintieron los guardias.

—… quiero decir, algunas serpientes sí que me gustan… —continuó Rincewind mientras dos guardias le agarraban por los codos.

En realidad, sólo había una serpiente muy cautelosa, que permanecía obstinadamente enroscada en un rincón del sombrío pozo y observaba a Rincewind con sospecha, quizá porque le recordaba a una mangosta.

—Hola —dijo al final—. ¿Eres un mago?

Como frase para una serpiente, era una considerable mejora en sustitución de la habitual ristra de eses, pero Rincewind estaba lo suficientemente desanimado como para no perder el tiempo haciéndose preguntas tontas.

—Lo llevo escrito en el sombrero —replicó—. ¿Acaso no sabes leer?

—En diecisiete idiomas, para ser exactos. He aprendido sola.

—¿De verdad?

—Pedí cursos por correspondencia, pero claro, no suelo leer mucho. No pega en una serpiente.

—No, claro.

Desde luego, era la voz de serpiente más cultivada que Rincewind había oído.

—Con la voz pasa lo mismo —añadió la serpiente con un suspiro—. En realidad, no debería estar hablando contigo. Al menos, no así. Supongo que podría gruñir un poco. Y quizá debería intentar matarte, y todo.

—Tengo poderes extraños e inusuales —dijo Rincewind.

Y es verdad, pensó. Una incapacidad absoluta para dominar cualquier tipo de magia es algo bastante inusual en un mago, y al fin y al cabo mentir a una serpiente no es pecado.

—Vaya. En ese caso, supongo que no te quedarás aquí mucho tiempo.

—¿Mmm?

—Saldrás levitando como una bala de un momento a otro.

Rincewind alzó la vista y contempló los muros de tres metros que constituía el pozo de la serpiente. Se frotó las magulladuras.

—Es posible —replicó, con cautela.

—En ese caso, ¿te importaría llevarme contigo, por favor?

—¿Eh?

—Sé que es mucho pedir, pero este pozo es… bueno, es un pozo.

—¿Llevarte conmigo? Pero si eres una serpiente, estás en tu pozo. Por lo general, las serpientes se quedan en sus pozos y la gente va a ellas. Yo entiendo de estas cosas.

Detrás de la serpiente, una sombra se desplegó y se irguió.

—No parece una idea muy agradable —dijo.

La figura se adelantó y salió a la luz.

Era un joven, algo más alto que Rincewind. Es un decir, porque Rincewind estaba sentado, pero el chico seguiría siendo más alto que él aunque se levantara.

Decir que estaba delgado sería desaprovechar una oportunidad perfecta para usar la palabra «escuálido». Parecía como si en su árbol genealógico hubiera habido cientos de percheros y espantapájaros, y la razón de que resultara tan obvio era su ropa.

Rincewind se fijó mejor.

Por primera vez, había dado en el clavo.

La figura de pelo lacio que tenía delante usaba el traje tradicional de los héroes bárbaros: unos calzones de cuero tachonado, grandes botas de piel, una mochilita también de piel y la carne de gallina. Eso no tenía nada de extraño, las calles de Ankh-Morpork estaban llenas de aventureros que lucían una indumentaria muy similar, pero nadie había visto nunca a uno con…

El joven siguió su mirada, bajó la vista y se encogió de hombros.

—No puedo evitarlo —dijo—. Se lo prometí a mi madre.

—¿Ropa interior de lana?

* * *

Aquella noche sucedían cosas extrañas en Al Khali. Un viso plateado brotaba del mar y tenía desconcertados a los astrónomos de la ciudad, pero eso no era lo más extraño. Había rayitos de magia pura en todos los cantos afilados, como electricidad estática, pero eso tampoco era lo más extraño.

Lo más extraño caminó hacia el interior de una taberna en las afueras de la ciudad, donde el sempiterno viento metía el olor del desierto a través de una ventana sin cristal, y se sentó en el centro del suelo.

Los ocupantes miraron un momento, al tiempo que bebían su café aliñado con orakh del desierto. Esta bebida, fabricada con savia de cactos y veneno de escorpión, es uno de los brebajes alcohólicos más virulentos que existen, pero los nómadas del desierto no lo beben por sus efectos en ese sentido. Lo beben porque con algo tienen que mitigar los efectos del café klatchiano.

Y no es porque ese café se pueda usar para impermeabilizar tejados. Ni porque bajara por el estómago no entrenado como una bola de fuego a través de un barril de mantequilla. Lo que hacía era peor.

Te ponía nurdo[17].

Los hijos del desierto contemplaron con gesto de sospecha sus tazas del tamaño de dedales, y se preguntaron si no se habrían pasado con el orakh. ¿Estaban viendo todos lo mismo? ¿Sería muy ridículo decir algo? Es el tipo de cosas que deben preocupar a uno si quiere conservar una cierta credibilidad como perspicaz hijo del desierto. Señalar con un dedo tembloroso y decir: «¡Eh, mirad, acaba de entrar una caja con cientos de patitas! ¿No es extraordinario?» demostraría una terrible (y posiblemente letal) falta de machismo.

Los clientes de la taberna intentaron no mirarse entre ellos, ni siquiera cuando el Equipaje se deslizó hacia la hilera de jarras de orakh situadas junto a la pared contraria. El Equipaje tenía una manera terrible de quedarse quieto, aún más espantosa que la de moverse.

Por fin, uno de ellos se animó a hablar.

—Creo que quiere una copa —dijo.

Hubo un largo silencio, y luego uno de los otros dijo, con la precisión de un maestro del ajedrez dando mate:

—¿El qué?

El resto de los observadores contemplaron sus tazas, impasibles.

No hubo ningún sonido durante un rato, aparte de las pisadas de un geco en el techo húmedo.

—Me refería —dijo el primer bebedor que había hablado— al demonio que acaba de situarse detrás de ti, oh hermano de las arenas.

El actual propietario del Trofeo Continental a la Imperturbabilidad sonrió hasta que sintió un tironcito en la túnica. La sonrisa siguió allí, pero el resto de su rostro perdió toda relación con ella.

El Equipaje estaba locamente enamorado, y estaba haciendo lo que haría cualquier persona sensata en sus circunstancias: emborracharse. No tenía dinero, ni manera de pedir lo que quería, pero de alguna manera el Equipaje nunca parecía tener muchas dificultades para hacerse entender.

El camarero de la taberna se pasó una larga y solitaria noche llenando un platito con orakh, antes de que el Equipaje, bastante inseguro, saliera destrozando una de las paredes.

El desierto estaba silencioso. Estaba anormalmente silencioso. Estaba, como de costumbre, animado con los sonidos de las cigarras, los zumbidos de los mosquitos y los siseos de alas que planeaban sobre las colinas cada vez más frías. Pero aquella noche estaba silencioso con ese silencio espeso, ajetreado, de docenas de nómadas plegando sus tiendas y largándose a toda velocidad.

* * *

—Se lo prometí a mi madre —dijo el muchacho—. Es que tengo tendencia a resfriarme, ¿sabes?

—¿Y no te iría mejor llevar… bueno, algo más de ropa?

—Oh, no. Hay que ponerse todo esto de cuero.

—Yo no utilizaría la palabra «todo». No hay suficiente como para llamarlo «todo». ¿Por qué tienes que ponértelo?

—Para que la gente sepa que soy un héroe bárbaro, por supuesto.

Rincewind apoyó la espalda contra los fétidos muros del pozo de la serpiente, y contempló al chico. Miró los dos ojos semejantes a uvas hervidas, la mata de pelo rubio y una cara que era un campo de batalla entre las pecas nativas y las temibles hordas invasoras del acné.

En momentos como aquel, Rincewind solía disfrutar mucho. Le convencían de que no estaba loco, porque si él estaba loco, no quedaba ninguna palabra para describir a algunas de las personas con las que se encontraba.

—Un héroe bárbaro —murmuró.

—Está bien, ¿no? Esta ropa de cuero me costó muy cara.

—Sí, pero mira… ¿cómo te llamas, chico?

—Nijel…

—Pues mira, Nijel…

—…el Destructor.

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