Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Hizo una pausa y levantó la pluma, pensativo.

—Quizá no valga lo de mildiú —dijo—. Ahora que lo pienso mejor…

Rincewind contempló la vegetación domesticada, las rocas cuidadosamente distribuidas, los altos muros circundantes.

—¿Esto es una Espesura?

—Creo que mis jardineros incorporaron todos los rasgos esenciales, sí. Tardaron siiiglos en hacer que los arroyuelos fueran debidamente sinuosos. Se me ha informado de que hay en perspectiva otros planes para logros de asombrosa belleza natural.

—¿Eso incluye escorpiones? —preguntó Rincewind, cogiendo otra galleta.

—No lo sé —respondió el poeta—. Los escorpiones me parecen muy poco poéticos. Creo que las abejas silvestres y las cigarras son más apropiadas, dado el nivel de lirismo reinante, aunque la verdad es que nunca me han gustado los insectos. En cambio, parece que a ti te encantan —dijo a Rincewind.

—Además, mi padre siempre decía que las langostas eran muy sabrosas —señaló Conina, mientras su acompañante tosía y escupía—. No quisiera parecer desagradecida —siguió—, pero… ¿por qué nos has hecho traer aquí?

—Buena pregunta.

Creosoto la miró inexpresivo, como si tratara de recordar por qué estaban allí.

—Eres una mujer muy atractiva —dijo al final—. ¿Por casualidad sabes tocar el dulcémele?

—¿Cuántos filos tiene? —preguntó Conina.

—Qué lástima —suspiró el serifa—. Acaban de traer uno de importación.

—Mi padre me enseñó a tocar la armónica —ofreció ella.

Creosoto movió los labios sin emitir sonido alguno, mientras analizaba la idea.

—No es lo mismo, pero gracias —dijo al final. Le lanzó otra mirada pensativa—. ¿Sabes que eres realmente deseable? ¿Te han dicho alguna vez que tu cuello es como una torre de marfil?

—Nunca —replicó Conina.

—Qué lástima —repitió Creosoto.

Rebuscó entre sus cojines y sacó una campanilla. La hizo sonar.

Tras un momento, una figura alta y delgada apareció procedente de detrás del pabellón. Parecía una de esas personas cuyo hilo de pensamiento puede seguir toda la longitud de un sacacorchos sin doblarse, y el brillo de sus ojos habría hecho que el roedor rabioso medio se marchara desanimado.

Era, en definitiva, el tipo de hombre que ha nacido para ser gran Visir. Nadie le podía enseñar nada acerca de estafar a viudas y encerrar a jóvenes impresionables en supuestas cuevas llenas de tesoros. En cuestión de trabajos sucios, era probable que hubiera escrito un libro, aunque era más probable todavía que se lo hubiera robado a alguien.

Llevaba un turbante del que sobresalía un sombrerito puntiagudo. Y, por supuesto, lucía un largo bigote de finas guías.

—Ah, Abrim —dijo Creosoto.

—¿Alteza?

—Mi gran visir —lo presentó el serifa.

Ya me parecía a mí, se dijo Rincewind.

—¿Por qué hemos hecho venir a estos muchachos?

El visir se retorció el bigote, probablemente previendo otra docena de desahucios.

—El sombrero, alteza —dijo—. El sombrero, acuérdate.

—Ah, sí. Fascinante. ¿Dónde lo hemos puesto?

—Un momento —intervino Rincewind, ansioso—. Ese sombrero… ¿es por casualidad uno puntiagudo, bastante ajado, con montones de cositas pegadas, encajes y cosas así? —Titubeó un instante—. Y… y nadie ha intentado ponérselo, ¿verdad?

—Dio órdenes de que no —respondió Creosoto—, así que Abrim hizo que un esclavo se lo probara, por supuesto. Dice que le dio dolor de cabeza.

—El sombrero también nos dijo que vosotros llegaríais pronto —confirmó el visir, haciendo una ligera reverencia en dirección a Rincewind—. Por tanto, yo… quiero decir, el visir, pensó que quizá pudierais contarnos algo más sobre ese maravilloso artefacto, ¿verdad?

Hay un cierto tono de voz que se suele denominar interrogativo, y el visir lo estaba usando. Pero un cierto matiz sugería que, si no se le informaba de más cosas sobre el sombrero, y deprisa, pondría en práctica diversas actividades en la descripción de las cuales entraban palabras como «al rojo vivo» y «hojas afiladas». Claro está que los grandes visires siempre hablan así. Seguramente hay alguna escuela donde les enseñan.

—Cielos, me alegro de que lo hayáis encontrado —dijo Rincewind—. Ese sombrero es gngngnh…

—¿Cómo dices? —preguntó Abrim, al tiempo que hacía una señal a un par de guardias supuestamente ociosos para que se acercaran—. Me he perdido lo que dijiste después de que la joven… —hizo una reverencia en dirección a Conina— te diera un codazo en la oreja.

—Creo que lo mejor será que nos lo mostréis —replicó ella, con educada firmeza.

Cinco minutos más tarde, desde su lugar de reposo sobre una mesa en la cámara de tesoros del serifa, el sombrero los saludó:

Ya era hora. ¿Por qué habéis tardado tanto?

* * *

En un momento como éste, cuando Rincewind y Conina están a punto, casi con toda seguridad, de ser víctimas de un asesinato, y Coin se dispone a dirigirse a la asamblea de magos acobardados para darles una conferencia sobre la traición, todo eso mientras el Disco va a caer bajo las garras de una dictadura mágica, vale la pena mencionar el tema de la poesía y la inspiración.

Por ejemplo, el serifa, en su Espesura artificial, acaba de repasar sus obras hasta llegar al poema que comienza con los versos:

¡Despierta! La copa del día
se ha volcado y llega al mediodía…

… y está suspirando, porque las palabras al rojo blanco que rondan por su imaginación nunca salen exactamente como él las quiere.

De hecho, es imposible que salgan.

Por desgracia, cosas como ésta suceden constantemente.

Es un hecho establecido que en los polidimensionales mundos del multiverso que la mayor parte de los grandes descubrimientos se deben a un breve momento de inspiración. Siempre hay bastantes trabajos previos, claro, pero lo que dispara el asunto suele ser algo tan sencillo como una manzana que se cae del árbol, o una tetera con el agua hirviendo, o el agua que se desborda de la bañera. Algo encaja dentro de la cabeza del observador. Según se dice, el descubrimiento de la forma del ADN se debe a que el científico vio una escalera de caracol en el momento en que tenía la mente a la temperatura receptiva exacta. Si hubiera cogido el ascensor, toda la ciencia de la genética habría sido muy diferente[16].

Se suele considerar que esto es algo maravilloso. Pues no. Es trágico. En el universo están entrando constantemente pequeñas partículas de inspiración, que atraviesan la materia, más densa, de la misma manera que un neutrino atraviesa un algodón dulce, y la mayor parte de ellas se pierden.

Peor aún, la mayoría de las que aciertan alcanzan un objetivo cerebral total, definitiva y drásticamente erróneo.

Por ejemplo, la extraña idea de una rosquilla de plomo, de kilómetro y medio de diámetro, que en una mente adecuada habría disparado la invención de un generador gravitacional de electricidad (una forma de energía barata, inagotable y no contaminante, que el mundo llevaba siglos buscando, y al encontrarla se enzarzó en una guerra terrible e inútil) la tuvo en realidad un patito, que se quedó muy desconcertado.

Por otro golpe de mala suerte, la visión de una manada de caballos blancos galopando por un campo de jacintos silvestres, habría llevado a un compositor muerto de hambre a escribir la famosa Suite de los dioses voladores, que habría sido un bálsamo para millones de almas, si no hubiera estado en la cama con herpes. En lugar de alcanzarlo a él, la inspiración cayó sobre un sapo cercano, que no se encontraba en situación de hacer una aportación deslumbrante al mundo de la poesía.

Muchas civilizaciones han comprendido lo devastador de este desperdicio, y han ensayado diversos métodos para evitarlo, muchos de los cuales implicaban divertidos (pero ilegales) intentos de sintonizar la mente en la onda adecuada mediante el uso de hierbas exóticas o productos en polvo. Nunca funcionaron.

Y así Creosoto, que había soñado con la inspiración para componer un gran poema sobre la vida y la filosofía, y la razón por la que ambas cosas tienen mucho mejor aspecto vistas a través del fondo de una copa de vino, fue totalmente incapaz de componerlo, porque tenía tanto talento lírico como una hiena.

No se sabe por qué los dioses permiten que sucedan este tipo de cosas.

En realidad, el relámpago de inspiración necesario para explicarlo con claridad y precisión había tenido lugar, pero la criatura que lo recibió (una diminuta hembra de herrerillo) nunca pudo hacerse entender, ni con agotadores mensajes codificados en los tapones de las botellas de leche. Por una extraña coincidencia, un filósofo que había dedicado varias noches insomnes al mismo misterio se despertó aquella mañana con una maravillosa idea nueva para colocar cacahuetes en los comederos de los loros sin que te piquen.

Lo que nos lleva bastante directamente al asunto de la magia.

A mucha distancia, en las oscuras simas del espacio interestelar, una solitaria partícula de inspiración se desliza, sin saber su destino. Mejor que mejor, porque su destino es chocar, en cuestión de horas, contra la diminuta zona ocupada por la mente de Rincewind.

Sería un destino cruel incluso aunque el nódulo creativo de Rincewind fuera de un tamaño razonable, pero el sino de la partícula le había planteado el problema de acertar a un blanco móvil del tamaño de una uva pasa desde una distancia de varios cientos de años luz. La vida puede ser muy dura para una pequeña partícula subatómica en un universo tan grande.

Pero, si la cosa sale bien, Rincewind tendrá una buena idea filosófica. Si no, un ladrillo cercano tendrá un importante planteamiento con el que no sabrá qué hacer.

* * *

El palacio del serifa ocupaba la mayor parte del centro de Al Khali que no estaba ocupada por la Espesura. Muchas de las cosas relacionadas con Creosoto eran famosas en la mitología, y se decía que el palacio, lleno de arcos, cúpulas y columnas, tenía muchas más habitaciones de las que había podido contar hombre alguno. Rincewind había perdido la cuenta hacía rato.

—Es mágico, ¿no? —preguntó Abrim, el visir.

Dio un codazo en las costillas a Rincewind.

—Tú eres mago —insistió—. Dime qué hace.

—¿Cómo sabes que soy mago? —preguntó Rincewind a la desesperada.

—Porque lo llevas escrito en el sombrero.

—Ah.

—Y estabas en el barco con él puesto. Mis hombres te vieron.

—¿El serifa contrata esclavistas? —bufó Conina—. ¡Eso no parece el colmo de la sencillez!

—No, los contrato yo. Para eso soy el visir —replicó Abrim—. Es lo que se espera de mí.

Contempló a la chica con gesto pensativo, y luego hizo un gesto a un par de guardias.

—El actual serifa tiene unos puntos de vista algo… literarios —dijo—. Pero yo, no. Llevadla al Serrallo. Aunque… —puso los ojos en blanco y suspiró, irritado— estoy seguro de que el único destino que te aguarda allí es el aburrimiento. Y tal vez un poco de ronquera.

Se volvió hacia Rincewind.

—No digas nada —ordenó—. No muevas las manos. No intentes ningún truco mágico. Estoy protegido por amuletos extraños y poderosos.

—Alto ahí un momento… —empezó Rincewind.

—Muy bien —le interrumpió Conina—. Siempre he querido saber cómo es un harem.

Rincewind siguió abriendo y cerrando la boca sin emitir sonido alguno. Por fin lo consiguió.

—¿De verdad?

Ella le guiñó un ojo. Debía de ser una señal. Quizá Rincewind tendría que entenderla, pero en lo más profundo de su ser se agitaban pasiones peculiares. No iban a darle valor, pero desde luego le estaban poniendo furioso. Acelerado, el diálogo que tenía lugar tras sus ojos venía a ser el siguiente:

«Ugh».

«¿Quién anda ahí?»

«Tu conciencia. Estoy hecha polvo. Mira, se la llevan al harem».

«Prefiero que se la lleven a ella y no a mí», pensó Rincewind sin mucha convicción.

«¡Haz algo!»

«¡Hay demasiados guardias! ¡Me matarán!»

«Bueno, ¿y qué? No es el fin del mundo».

«Para mí, sí», pensó Rincewind, sombrío.

«Pero imagina lo bien que te sentirás en tu próxima vida…»

«Oye, ¿quieres callarte? Ya estoy harto de mí».

Abrim se dirigió hacia Rincewind y le miró con curiosidad.

—¿Con quién hablas? —quiso saber.

—Te lo advierto —amenazó Rincewind con los dientes apretados—, esta caja mágica con patas es mía, y no tiene piedad con quienes me atacan. Si le doy la orden…

—Estoy impresionado —replicó Abrim—. ¿Es invisible?

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