Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Es encantador. Y no conozco a mucha gente encantadora.

—Sí, claro…

—¡Nos está mirando!

—¿Y qué? No le tendrás miedo, ¿verdad?

—¿Qué hago si me dice algo?

Rincewind se quedó en blanco. No por primera vez en su vida, comprendió que zonas enteras de la experiencia humana pasaban de largo ante él, si es que una zona puede pasar de largo ante una persona. Quizá fuera él quien pasaba de largo ante las zonas. Se encogió de hombros.

—¿Por qué permitiste que te llevaran al harem sin pelear? —preguntó.

—Siempre he querido saber qué pasaba en estos sitios.

Hubo una pausa.

—¿Y? —aventuró Rincewind.

—Bueno, pues nos sentamos todas en círculo, y un ratito más tarde llegó el serifa. Me dijo que, como era nueva, me tocaba a mí. No te imaginarás lo que quería que hiciera. Según me dijeron las chicas, es lo único que le interesa.

—Eh…

—¿Te encuentras bien?

—Sí, sí —murmuró Rincewind.

—Te has puesto todo rojo.

—No, estoy bien, estoy bien.

—Me pidió que le contara un cuento.

—¿De qué tipo? —preguntó Rincewind con tono de sospecha.

—Las otras chicas me dijeron que prefiere los de conejitos.

—Ah. Conejitos.

—Sí, conejitos blancos. Pero los únicos cuentos que sé son los que me contaba mi padre cuando era pequeña, y no creo que sean muy adecuados.

—¿No salen conejitos?

—Salen muchos brazos y piernas cortados —suspiró Conina—. Por eso no debes decirle quién soy, ¿entiendes? No estoy hecha para una vida normal.

—Contar cuentos en un harem no tiene nada de normal —señaló Rincewind.

—¡Nos está mirando otra vez!

Conina agarró a Rincewind por el brazo. Él se la sacudió.

—Oh, cielos —suspiró.

Cruzó la habitación en dirección a Nijel, quien le agarró por el otro brazo.

—No le habrás hablado de mí, ¿verdad? —casi gritó—. Me moriré si le dices la verdad, si se entera de que sólo soy un aprendiz…

—Nonono. Ella sólo quiere que nos ayudes. Es una especie de Búsqueda.

A Nijel le brillaron los ojos.

—¿Una gesta?

—¿Cómo?

—Lo dice en el libro. Para ser un auténtico héroe, hay que hacer gestas.

Rincewind frunció el ceño.

—¿Muecas con la cara?

—No, creo que son más bien una especie de obligación o algo así —replicó Nijel, sin mucha seguridad.

—Pues a mí me parece que son muecas —insistió el mago—. Creo que lo leí en un libro.

Cinco segundos más tarde, salieron del harem dejando tras ellos a cuatro guardias caídos y a las chicas, que se sentaron para contarse cuentos.

* * *

La zona periférica del desierto de Al Khali está biseccionada por el río Camis-et, sobre el cual se cuentan muchas leyendas y mentiras. Discurre por los paisajes arenosos como un largo pasadizo húmedo entre ambas orillas. Y cada orilla está cubierta de troncos resecos por el sol, y la mayor parte de los troncos son de ese tipo de troncos con dientes, y la mayor parte de los troncos abrieron un ojo perezoso al captar los lejanos chapoteos corriente arriba, y de repente a la mayor parte de los troncos les salieron patas. Una docena de cuerpos escamosos se deslizaron hacia las aguas turbias, que se cerraron sobre ellos. De pronto, la superficie parecía llena de uves.

El Equipaje nadaba corriente abajo. El agua le estaba animando un poco. Giraba ligeramente con la suave corriente.

Las uves convergieron hacia él.

El Equipaje se sacudió. Su tapa se abrió de golpe. Se hundió con un breve crujido desesperado.

Las aguas achocolatadas de Camis-et se cerraron de nuevo. Ya tenían mucha práctica.

* * *

Y la torre de la rechicería dominaba Al Khali como una gigantesca y hermosa seta, de ésas que aparecen en los libros junto a simbolitos de calaveras y tibias cruzadas.

Los guardias del serifa habían luchado, pero ahora eran un montón de iguanas y sapos desconcertados alrededor de la base de la torre, y eso los afortunados: aún tenían brazos y piernas, o al menos una especie de brazos y piernas, y la mayor parte de sus órganos esenciales seguían dentro de ellos. La ciudad estaba bajo la ley margical impuesta por la rechicería.

Algunos de los edificios cercanos a la base de la torre ya empezaban a ser del brillante mármol blanco que, obviamente, gustaba tanto a los magos.

El trío miró por un agujero en los muros del palacio.

—Es impresionante —señaló Conina en tono crítico—. Tus magos son más poderosos de lo que pensaba.

—No son mis magos —gruñó Rincewind—. No sé de quién son. Y no me gusta: los magos que yo conocía no habrían sabido juntar dos ladrillos.

—No me entusiasma la idea de que los magos lo dirijan todo —intervino Nijel—. Por supuesto, como héroe, estoy filosóficamente en contra del concepto de la magia. Llegará un momento… —Los ojos le brillaron, como si intentara recordar algo que había visto antes—. Llegará un momento en el que toda la magia desaparecerá de la faz de la tierra, y los hijos de… de… Bueno, seremos más prácticos —zanjó.

—Lo has leído en algún libro, ¿eh? —le reprochó Rincewind con amargura—. ¿Hablaba también de gestas?

—Tiene razón —señaló Conina—. No tengo nada contra los magos, pero tampoco es que sirvan de gran cosa. Son como un adorno. O lo eran hasta ahora.

Rincewind se quitó el sombrero con gesto brusco. Estaba ajado, manchado y cubierto de polvo de roca. La estrella estaba mellada, y de ella la purpurina se desprendía como polen, pero la palabra «Echicero» seguía visible bajo la porquería.

—¿Ves esto? —le espetó con el rostro congestionado—. ¿Lo ves? ¿eh? ¿Qué te dice?

—¿Que tienes muy mala ortografía? —aventuró Nijel.

—¿Qué? ¡No! Dice que soy un mago, ¡eso es lo que dice! ¡Me he pasado veinte años tras el cayado, y estoy orgulloso de ellos! ¡He super…, he hecho docenas de exámenes! ¡Si todos los hechizos que he leído estuvieran uno encima de otro, habría… tendrías… verías un montón de hechizos!

—Sí, pero… —empezó Conina.

—¿Qué?

—Pero no se te dan muy bien, ¿verdad?

Rincewind la miró. Trató de imaginar algo que decir, y una pequeña zona receptora de su mente se abrió al mismo tiempo que una partícula de inspiración, tras seguir trabajosamente un camino y superar trillones de acontecimientos aleatorios, entraba aullando en la atmósfera y se estrellaba contra el punto exacto.

—El talento sólo define lo que haces —dijo—. No define lo que eres en lo más profundo de tu ser. Cuando sabes lo que eres, puedes hacer cualquier cosa.

Meditó un momento más.

—Por eso son tan poderosos los rechiceros —añadió—. Lo más importante es saber quién eres de verdad.

Hubo una pausa llena de filosofía.

—¿Rincewind? —dijo Conina amablemente.

—¿Mmm? —respondió él, tratando de averiguar cómo habían llegado aquellas palabras a su mente.

—Sé quién eres de verdad: un idiota. ¿Lo sabías tú?

No os mováis.

Abrim, el visir, salió de entre las ruinas. Llevaba puesto el sombrero de Archicanciller.

* * *

El desierto se freía bajo las llamas del sol. No se movía nada excepto el aire vibrante, caliente como un volcán y seco como una calavera.

El basilisco yacía jadeante a la abrasadora sombra de una roca, goteando corrosiva baba amarilla. Durante los últimos cinco minutos, había estado detectando el ligero trotecillo de cientos de patitas que se movían inseguras por las dunas: aquello parecía indicar que su cena se acercaba.

Los legendarios ojillos parpadearon. Desenroscó seis metros de cuerpo hambriento, y se deslizó por la arena como una cadena de muerte fluida.

El Equipaje se detuvo bruscamente y alzó la tapa en gesto amenazador. El basilisco siseó, pero un poco inseguro, porque era la primera vez que veía una caja con patas. Mucho menos había visto una caja con patas y montones de dientes de caimán clavados en la tapa. También llevaba adheridas tiras de piel escamosa, como si acabara de salir de una pelea en una fábrica de bolsos, y le miraba de una manera que el basilisco no habría podido describir ni aunque supiera hablar.

Bueno, pensó el reptil, lo haremos a tu manera.

Clavó en el Equipaje una mirada semejante a un torno con punta de diamante, una mirada que perforaba los globos oculares del mirado e incendiaba el cerebro desde dentro, una mirada que desgarraba el frágil tejido de las cortinas del alma, una mirada que…

El basilisco comprendió que algo iba mal, muy mal. Una sensación completamente nueva e indeseable empezó a crecer tras sus ojos en forma de plato. Comenzó como uno de esos molestos picores ubicados en los pocos centímetros de espalda adonde uno no llega para rascarse por mucho que se estire, y creció hasta convertirse en un segundo sol, rojo, ardiente, interno.

El basilisco empezaba a sentir la necesidad imperiosa e irresistible de parpadear…

Entonces, hizo una auténtica tontería.

Parpadeó.

* * *

—Está hablando a través del sombrero —dijo Rincewind.

—¿Eh? —se asombró Nijel, quien empezaba a darse cuenta de que el mundo del héroe bárbaro no era el lugar limpio y sencillo que había imaginado durante los días en que la tarea más emocionante era embolsar chirivías.

—Querrás decir que el sombrero habla a través de él —dijo Conina, al tiempo que retrocedía como suele hacer la gente en presencia del horror.

—¿Eh?

No os haré daño. Me habéis resultado útiles —dijo Abrim, al tiempo que se adelantaba con las manos extendidas—. Pero tenéis razón. Creyó que podía obtener poder si se me ponía. La cosa fue al contrario, claro. Una mente asombrosamente retorcida y perspicaz.

—¿Te probaste su cabeza a ver si te sentaba bien? —preguntó Rincewind.

Se estremeció. Él se había puesto el sombrero. Obviamente, su mente no resultaba adecuada. Abrim sí que tenía una mente adecuada, y ahora sus ojos eran pozos incoloros, su piel estaba blanca y caminaba como si el cuerpo le colgara de la cabeza.

Nijel acababa de sacar su libro y pasaba las páginas febrilmente.

—¿Qué demonios haces? —preguntó Conina sin apartar los ojos de la figura espectral.

—Buscar en el índice de Monstruos Errantes —respondió Nijel—. ¿Crees que será un No Muerto? Espero que no, es muy difícil matarlos, hace falta ajo y…

—No lo encontrarás en el libro —dijo Rincewind lentamente—. Es… un sombrero vampiro.

—Aunque claro, puede tratarse de un Zombi —insistió el chico, recorriendo la página con el índice—. Aquí dice que hace falta pimienta negra y sal marina, pero…

—¡Se supone que hay que luchar contra los monstruos, no comérselos! —exclamó Conina.

Ésta es una mente que puedo usar —dijo el sombrero—. Ahora, me será posible contraatacar. Los arrasaré. En este mundo sólo hay sitio para un tipo de magia, y yo soy su encarnación. ¡Prepárate, rechicería!

—¡Oh, no! —gimió Rincewind.

La magia ha aprendido mucho en los últimos veinte siglos. Es posible derrotar a este advenedizo. Vosotros tres me seguiréis.

No era una petición. Ni siquiera era una orden. Era más bien una predicción. La voz del sombrero iba directamente a lo más profundo del cerebro sin molestarse en pasar por la consciencia, y las piernas de Rincewind empezaron a moverse sin el consentimiento de su dueño.

Los otros dos también echaron a andar, con los movimientos desmadejados que sugerían que se movían guiados por cuerdas invisibles.

—¿A qué viene el «oh, no»? —preguntó Conina—. ¿Es un «oh, no» genérico, o tiene algún motivo concreto?

—Si se nos presenta una ocasión, tenemos que huir —replicó Rincewind.

—¿A algún lugar en concreto?

—Probablemente eso no tenga importancia. De todos modos, estamos perdidos.

—¿Por qué? —preguntó Nijel.

—Bueno… —titubeó Rincewind—. ¿Has oído hablar de las Guerras Mágicas?

* * *

Había muchas cosas en el Disco que debían su origen a las Guerras Mágicas. La madera de peral sabio era una de ellas.

El árbol original era, con toda probabilidad, perfectamente normal, y se pasaba sus días bebiendo agua subterránea y comiendo rayos de sol en un estado de agradable inconsciencia. Entonces, la magia estalló a su alrededor y le retorció los genes hasta darle un estado de perspicacia aguda.

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