Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—¿Tienes la más ligera idea de lo que estás haciendo? —preguntó el patricio—. Exijo saber de inmediato qué significa este…

—Tú no exiges nada —le interrumpió el mago—. Y esto significa que, de ahora en adelante, los magos gobernarán, como debe ser. Venga, llevadlo…

—¿Vosotros? ¿Vosotros gobernaréis Ankh-Morpork? ¿Unos magos que ni siquiera saben gobernarse a ellos mismos?

—¡Sí!

Cardante era consciente de que no estaba diciendo la última palabra, y aún más consciente del hecho de que el perro, Galletas, que había sido teleportado junto con su amo, andaba trabajosamente por el suelo y examinaba con sus ojillos miopes las botas del mago.

—En ese caso, todos los hombres con dos dedos de frente preferirán la seguridad de una bonita mazmorra, cuanto más profunda mejor —dijo el patricio—. Y ahora, acabad con esta tontería y devolvedme a mi palacio; hasta es posible que no vuelva a hablar del tema. O al menos que vosotros no tengáis oportunidad de hacerlo.

Galletas dejó de investigar las botas de Cardante y trotó hacia Coin, perdiendo unos cuantos pelos por el camino.

—¡Esta payasada está durando demasiado! —se airó el patricio—. Pienso ir…

Galletas ladró. Fue un ladrido profundo, primario, que despertó recuerdos en la memoria racial de todos los presentes y les infundió el deseo de trepar a un árbol. Un ladrido que sugería grandes formas grises en el amanecer de los tiempos. Era increíble que un animal tan pequeño pudiera contener tanta amenaza junta, y toda ella iba dirigida al cayado que Coin tenía en la mano.

El patricio se inclinó para recoger al animal, y Cardante alzó una mano: envió un rayo de fuego azul y anaranjado que cruzó la habitación.

El patricio desapareció. En su lugar había un pequeño lagarto amarillo que parpadeaba y los miraba con malévola estupidez reptil.

Cardante se miró los dedos, atónito, como si se los viera por primera vez.

—Muy bien —susurró con voz ronca.

Los magos contemplaron el lagarto, y luego, en el exterior, la ciudad que centelleaba con las primeras luces de la mañana. Allí fuera estaba el consejo de regidores, y la guardia de la ciudad, y el Gremio de Ladrones, y el Gremio de Mercaderes, y los sacerdotes… y ninguno de ellos sabía lo que se les venía encima.

* * *

Ha comenzado —dijo la voz desde su caja en la cubierta.

—¿El qué? —quiso saber Rincewind.

El reinado de la rechicería.

Rincewind se quedó inexpresivo.

—¿Y eso es bueno o malo?

¿Alguna vez comprendes lo que te dicen?

El mago se encontraba ahora en terreno más seguro.

—No —respondió—. Siempre, no. Últimamente, no. A menudo, no.

—¿Estás seguro de que eres un mago? —preguntó Conina.

—Es la única cosa de la que he estado seguro en mi vida —respondió convencido.

—Qué extraño.

Rincewind se sentó sobre el Equipaje, caldeándose al sol de la cubierta de proa del Bailarín Oceánico mientras éste se deslizaba tranquilamente por las aguas verdes del Mar Circular. En torno a ellos, los marineros hacían algo que sin duda eran importantes maniobras náuticas, y tenía la esperanza de que las realizaran correctamente, porque lo que más detestaba después de las alturas eran las profundidades.

—Pareces preocupado —señaló Conina, que le estaba cortando el pelo.

Rincewind trataba de hacer que su cabeza fuera lo más pequeña posible mientras las tijeras pasaban como un relámpago junto a ella.

—Debe de ser porque lo estoy.

—¿Qué es exactamente el Apocrilipsis?

Rincewind titubeó.

—Bueno —dijo—, es el fin del mundo. Más o menos.

—¿Más o menos? ¿Más o menos el fin del mundo? ¿Quieres decir que la cosa no quedará muy clara? ¿Que miraremos alrededor y no sabremos si el mundo ha acabado o no?

—Lo que pasa es que no ha habido dos videntes que se pusieran de acuerdo sobre el tema. Existen todo tipo de predicciones vagas. Algunas bastante enloquecidas. Por eso lo llaman Apocrilipsis. —Pareció algo avergonzado—. Porque es una especie de Apocalipsis apócrifo. Se trata de un juego de palabras, ¿sabes?

—Pues no es muy bueno.

—No, creo que no[11].

Las tijeras de Conina se abrían y cerraban ajetreadamente.

—La verdad es que el capitán parece encantado de tenernos a bordo —observó.

—Es porque creen que trae buena suerte llevar un mago en el barco —replicó Rincewind—. Y no es verdad, claro.

—Pues hay mucha gente que lo piensa.

—Oh, trae buena suerte a otras personas, pero a mí no. No sé nadar.

—¿Cómo, ni un poquito?

Rincewind titubeó, jugueteó con la estrella de su sombrero puntiagudo.

—¿Qué profundidad crees que tiene el mar en este punto, aproximadamente? —preguntó.

—No sé, unas doce brazas, supongo.

—En ese caso, podré nadar unas doce brazas, sean lo que sean.

—Deja de temblar, casi te corto una oreja —ordenó Conina. Miró a uno de los marineros y blandió las tijeras—. ¿Qué pasa, nunca has visto a un hombre cortándose el pelo?

Entre los aparejos, alguien hizo un comentario que arrancó una carcajada de risas obscenas de los hombres que había junto a las jarcias, a no ser que fueran castillos de proa.

—Haré como si no hubiera oído nada —replicó Conina al tiempo que imprimía un movimiento salvaje al peine, desalojando a numerosas criaturitas inofensivas.

—¡Ay!

—¡Para que aprendas a estarte quieto!

—¡Es difícil estarse quieto cuando sabes quién maneja unas hojas de acero junto a tu cabeza!

Y así transcurrió la mañana, con el rumor de las olas, el crujir de los aparejos y un complicado corte de pelo en capas. Cuando se miró en un trozo de espejo, Rincewind tuvo que admitir que era toda una mejora.

El capitán les había dicho que se dirigían hacia la ciudad de Al Khali, en la costa eje de Klatch.

—Se parece a Ankh, sólo que hay arena en vez de lodo —explicó Rincewind, apoyado en la baranda—. Pero tiene un buen mercado de esclavos.

—La esclavitud es inmoral —dijo Conina con firmeza.

—¿Sí? Vaya.

—¿Quieres que te arregle la barba? —preguntó la chica, esperanzada.

Se detuvo con las tijeras ya abiertas, y observó el mar tranquilo.

—¿Hay algún tipo de marinero que utilice una canoa con una especie de cosas a los lados y otra cosa que parece un ojo pintada al frente y tenga una vela pequeñita? —quiso saber.

—He oído que los piratas esclavistas klatchianos —respondió Rincewind—. Pero este barco es grande. No creo que uno de esos botes se atreviera a atacarnos.

—Uno de ellos quizá no —dijo Conina, todavía mirando la zona nebulosa donde el mar se convertía en cielo—, pero estos cinco, puede que sí.

Rincewind miró a lo lejos, y luego alzó la vista hacia el vigía, quien sacudió la cabeza.

—Anda ya —rió con tanto humor como una alcantarilla atascada—. No me dirás que ves algo desde aquí, ¿verdad?

—Diez hombres en cada canoa —insistió Conina con tono sombrío.

—Mira, una broma es una broma…

—Con largas espadas curvas.

—Pues yo no veo ni…

—El viento les agita unas cabelleras bastante sucias.

—Y además tendrán las puntas rotas, seguro.

—¿Te estás haciendo el gracioso?

—¿Yo?

—¡Y no tengo ni un arma! —exclamó Conina—. Seguro que en este barco no hay ni una mala espada.

—No importa, quizá sólo quieran lavar y marcar.

Mientras Conina rebuscaba frenética en su petate, Rincewind se deslizó hacia la caja del sombrero de archicanciller, y alzó un poco la tapa.

—Ahí no hay nada, ¿verdad? —preguntó.

¿Cómo quieres que lo sepa? Pónteme.

—¿Qué? ¿En mi cabeza?

Lo que hay que aguantar.

—¡Pero si no soy archicanciller! —exclamó Rincewind—. Mira, he oído hablar de mentes frías, pero…

Necesito usar tus ojos. Pónteme. En la cabeza.

—Mmm.

Rincewind no podía desobedecer. Con todo cuidado, se quitó el desastrado sombrero gris, miró con añoranza su ajada estrella, y sacó el de archicanciller de su caja. Era más pesado de lo que había imaginado. Los octarinos brillaban débilmente.

Se lo colocó con cautela sobre su nuevo corte de pelo, aferrando bien el ala por si sentía un simple escalofrío.

Lo que sucedió fue que se encontró increíblemente ligero. Notó también una sensación de poder y sabiduría…, no presente en realidad, sino… bueno, mentalmente hablando, en la punta de su lengua metafórica.

Antiguos restos de recuerdos aletearon por su mente, y no eran recuerdos que él recordara haber recordado con anterioridad. Examinó uno con precaución, como cuando se tocaba con la lengua un hueco en un diente, y allí estaban…

Doscientos archicancilleres muertos, todos inmersos en un gélido pasado, lo observaron con inexpresivos ojos grises.

Por eso es tan frío, se dijo para sus adentros, el mundo de los muertos absorbe el calor. Oh, no…

Cuando el sombrero habló, vio el movimiento de doscientos pares de labios blancos.

¿Quién eres?

«Rincewind», pensó Rincewind. Y en los rincones más profundos de su mente, trató de pensar en privado un «socorro».

Sintió que los nudillos se le curvaban bajo el peso de los siglos.

«¿Qué se siente al estar muerto?», pensó.

La muerte no es más que un sueño —dijeron los magos muertos.

«Pero, ¿cómo es?»

Cuando esas canoas de guerra lleguen aquí, tendrás una inmejorable oportunidad de averiguarlo, Rincewind.

Con un aullido de terror, saltó y se arrancó el sombrero de la cabeza. La vida y sonidos reales regresaron, pero, como alguien estaba golpeando frenéticamente un gongo muy cerca de su oreja, no fue ninguna mejora. Ahora todos divisaban las canoas, que hendían el agua en un silencio escalofriante. Las figuras vestidas de negro que manejaban los remos deberían haber estado gritando y aullando; eso no habría mejorado las cosas, pero al menos sería más apropiado. El silencio tenía una cualidad desagradablemente premeditada.

—Dioses, ha sido espantoso —dijo—. Pero bueno, esto también lo es.

Los marineros recorrían la cubierta esgrimiendo machetes. Conina palmeó a Rincewind en el hombro.

—Intentarán cogernos con vida —le aseguró.

—Oh —respondió Rincewind débilmente—. Bien.

Entonces recordó otra cosa sobre los esclavistas klatchianos, y se le secó la garganta.

—Tú… tú serás la única que les interese —dijo—. Alguien me contó lo que hacen…

—¿Crees que debo saberlo?

Para espanto de Rincewind, parecía que la chica no había encontrado ningún arma.

—¡Te meterán en un serrallo!

Ella se encogió de hombros.

—Podría ser peor.

—Pero tiene púas de hierro, y luego cierran la puerta… —aventuró Rincewind.

Las canoas ya estaban lo suficientemente cerca como para que divisaran las expresiones decididas de los remeros.

—Eso no es un serrallo, es una Doncella de Hierro. ¿No sabes lo que es un serrallo?

—Eh…

La chica se lo explicó. Él se puso rojo como la grana.

—De todos modos, antes tendrán que capturarme —terminó Conina—. Tú eres el que debería preocuparse.

—¿Por qué?

—Porque, aparte de mí, eres el único que lleva vestido.

Rincewind se mosqueó.

—Es una túnica…

—Bueno, sí, una túnica. Esperemos que conozcan la diferencia.

Una mano que parecía un racimo de plátanos con anillos agarró a Rincewind por el hombro e hizo que se girara. El capitán, un ejeño con la constitución de un oso corpulento, le sonrió a través de una masa de vello facial.

—¡Ja! ¡No saben que a bordo un mago tenemos! ¡En sus barrigas fuego verde crearás! ¿Ja?

Los bosques oscuros de sus cejas se arquearon cuando resultó obvio que, al menos de manera inmediata, Rincewind no pensaba lanzar magia vengadora contra los invasores.

—¿Ja? —insistió, haciendo que una simple sílaba hiciera la labor de toda una sarta de amenazas aterradoras.

—Bueno, sí, es que estoy… haciendo de tripas corazón. Eso es, de tripas corazón. ¿Fuego verde, dices?

—Y también plomo fundido en sus huesos quiero que corra —asintió el capitán—. Y que la piel les arda, y escorpiones vivos sin piedad sus cerebros coman desde dentro, y…

La primera canoa se situó junto al barco, y un par de garfios se engancharon a la barandilla. Cuando aparecieron los primeros esclavistas, el capitán desenfundó su espada y se lanzó hacia ellos. Se detuvo un momento para volverse a Rincewind.

—Que sea pronto —dijo—. O no tripas ni corazón. ¿Ja?

Rincewind se volvió hacia Conina, que estaba apoyada en la barandilla y se examinaba las uñas.

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