Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Muy bien, El Destructor —asintió Rincewind a la desesperada.

—Hijo de Liebrecoja, Vendedor de Ultramarinos…

—¿Qué?

—Tienes que ser hijo de alguien —explicó Nijel—. Lo dice aquí, por alguna parte.

Rebuscó en una andrajosa bolsa de piel, y al final sacó un librito sucio y roto.

—Aquí hay un párrafo sobre la elección de nombre —murmuró.

—Oye, ¿cómo acabaste en este pozo?

—Pretendía robar el tesoro de Creosoto, pero tuve un ataque de asma —respondió Nijel, todavía pasando las crujientes páginas.

Rincewind bajó la vista hacia la serpiente, que seguía en su rincón tratando de no estorbar a nadie. Se estaba divirtiendo en el pozo, y sabía que se avecinaban problemas. No pensaba meterse bajo los pies de ninguno de los dos. Devolvió la mirada a Rincewind y se encogió de hombros, cosa que tiene su mérito en un reptil sin hombros.

—¿Cuánto hace que eres un héroe bárbaro?

—Acabo de empezar. Siempre he querido serlo, y pensé que podría aprender sobre la marcha. —Alzó unos ojillos miopes hacia Rincewind—. Está bien, ¿no?

—En realidad, es una forma de vida muy dura —sugirió.

—¿Y te imaginas lo que sería vender ultramarinos los próximos cincuenta años? —murmuró sombrío Nijel.

Rincewind lo pensó un momento.

—¿También lechugas? —preguntó.

—Oh, sí —asintió Nijel, al tiempo que guardaba de nuevo el misterioso librito en su bolsa.

Se dedicó a contemplar fijamente las paredes del pozo.

Rincewind suspiró. Le gustaba la lechuga, era increíblemente aburrida. Se había pasado años en busca del aburrimiento, y nunca lo había conseguido. Justo cuando pensaba que lo tenía, su vida adquiría un interés casi terminal. La idea de que alguien pudiera renunciar voluntariamente a la perspectiva de cincuenta años de aburrimiento le hacía sentir náuseas. Si le dejaran cincuenta años a él, pensó, podría transformar el tedio en un arte. No habría límite para las cosas que no haría.

—¿Sabes chistes de mechas de lámparas? —preguntó, acomodándose sobre la arena.

—Creo que no —respondió Nijel con educación, al tiempo que golpeaba una losa.

—Yo me sé cientos. Son muy graciosos. Por ejemplo, ¿cuántos trolls hacen falta para cambiar una mecha de lámpara?

—Esta losa se mueve —dijo Nijel—. Mira, es una especie de puerta. Échame una mano.

Empujó con entusiasmo. Sus bíceps sobresalían como guisantes en un lapicero.

—Supongo que es una especie de pasadizo secreto —añadió—. Venga, haz algo de magia. La losa está muy pegada.

—¿No quieres que te cuente el resto del chiste?

La voz de Rincewind estaba llena de dolor. Se encontraba en un lugar cálido y seco, no había ningún peligro inmediato si se exceptuaba el que podía representar la serpiente, que intentaba parecer invisible. Había gente que no se conformaba con nada.

—No creo que sea el momento adecuado —respondió Nijel—. En vez de eso preferiría un poco de ayuda mágica.

—Es que no se me da muy bien —dijo Rincewind—. Nunca le he cogido el truco, ¿sabes? No se trata sólo de señalar con un dedo y decir «kazam»…

Hubo un sonido como el de un potente rayo octarino al dar de lleno en una pesada losa de roca y convertirla en un millar de fragmentos de arena al rojo. Cosa lógica.

Tras un momento, Nijel se puso lentamente en pie y se sacudió el resto de las brasas de los calzones.

—Sí —dijo con la voz de alguien decidido a no perder el autocontrol—. Bueno. Muy bien. Esperemos a que esto se enfríe un poco, ¿eh? Y luego podemos, luego podemos, podemos ponernos en marcha.

Carraspeó para aclararse la garganta.

—Nnh —dijo Rincewind.

Se estaba mirando fijamente la punta del dedo, manteniendo el brazo bien estirado y con cara de lamentar no tener los brazos más largos.

Nijel contempló el humeante agujero.

—Da a una especie de habitación —le informó.

—Nnh.

—Tú primero —dijo educadamente Nijel.

Dio un empujoncito a Rincewind.

El mago se tambaleó hacia adelante, se golpeó la cabeza contra la roca, pero no pareció darse cuenta, y luego entró en el agujero.

Nijel dio una palmadita a la pared y frunció el ceño.

—¿No notas algo? —preguntó—. Es como si la piedra temblara.

—Nnh.

—¿Te encuentras bien?

—Nnhh.

Nijel arrimó la oreja a las piedras.

—Es un ruido muy extraño —dijo—. Una especie de murmullo.

Una partícula de polvo se desprendió del muro sobre su cabeza y flotó hacia abajo.

Luego un par de rocas mucho más pesadas se liberaron de sus nichos en las paredes y cayeron a la arena.

Rincewind ya se había adentrado por el túnel, emitiendo ruiditos de asombro y haciendo caso omiso de las piedras que no le acertaban por milímetros, aunque en algunos casos le acertaban por kilogramos.

Si hubiera estado en condiciones de darse cuenta, habría sabido lo que estaba sucediendo. El aire tenía un tacto aceitoso y olía a lata quemada. En cada borde o punta aparecían diminutos arcoíris. Había una acumulación de magia muy cerca de ellos, una gran acumulación de magia que trataba de aflorar.

Un mago, aunque fuera un mago tan inútil como Rincewind, destacaba como un faro de cobre.

Nijel salió de entre los cascotes y el polvo, y tropezó contra el mago rodeado por un aura octarina en otra cueva.

Rincewind tenía un aspecto terrible. Sin duda Creosoto habría hecho algún comentario sobre sus ojos brillantes y su cabello al viento.

Tenía el aspecto de alguien que se acabara de comer un puñado de glándulas pineales acompañadas por una jarra de adrenalina. Parecía tan tenso como para utilizarlo como tirachinas.

Tenía todos los cabellos erizados, al igual que el vello, y de cada puntita brotaban chispas. Hasta su piel parecía intentar apartarse de él. Daba la sensación de que sus ojos giraban horizontalmente. Cuando abrió la boca, en sus dientes brillaron puntitos color menta. Allí donde había pisado, la piedra se fundía, o le crecían orejas, o se convertía en algo pequeño, escamoso y purpúreo que huía al instante.

—Te he preguntado si estás bien —insistió Nijel.

—Nnnh —respondió Rincewind.

La sílaba se transformó en una gran rosquilla.

—No pareces estar bien —señaló el chico con lo que, dadas las circunstancias, era una perspicacia inusual.

—Nnh.

—¿Por qué no intentamos salir de aquí? —preguntó Nijel.

Sabiamente, se lanzó de bruces al suelo.

Rincewind asintió como una marioneta y señaló con un recargado dígito en dirección al techo, que se fundió como el hielo bajo un soplete.

Aun así, los temblores continuaron, enviando sus inquietantes vibraciones por todo el palacio. Es bien sabido que hay frecuencias capaces de provocar el pánico, y frecuencias que pueden causar una embarazosa incontinencia, pero la temblorosa roca resonaba con una frecuencia que hace que se funda la realidad y chorree por todas partes.

Nijel observó el techo goteante y lo probó con suma cautela.

—Mostaza —dijo—. Supongo que no hay manera de poner una escalera, claro…

De los maltratados dedos de Rincewind brotó más fuego, que se condensó para formar una escalera mecánica casi perfecta, menos por el hecho de que era la única del universo forrada con piel de caimán.

Nijel agarró al mago, que giraba suavemente, y saltó a bordo. Tuvieron la suerte de llegar a la cima antes de que la magia se desvaneciera de repente.

En el centro del palacio, destrozando los techos como una seta que brotara del antiguo pavimento, había una torre, más alta que ningún otro edificio del Al Khali.

Unas grandes puertas dobles se habían abierto en su base y por ellas, caminado como si fueran los dueños del lugar, salían docenas de magos. A Rincewind le pareció reconocer unos cuantos rostros, rostros que había visto antes en salas de conferencias, aulas o contemplando el mundo desde los terrenos de la Universidad Invisible. No eran rostros hechos para la maldad. Ni uno de ellos tenía colmillos protuberantes. Pero sus expresiones tenían un denominador común capaz de aterrar a cualquier persona sensata.

Nijel retrocedió para ocultarse tras una pared que le fue que ni pintada, y se encontró mirando de frente los ojos preocupados de Rincewind.

—¡Eh, eso es magia!

—Lo sé —asintió él—. No está bien.

Nijel examinó la centelleante torre.

—Pero…

—Está mal, lo noto —insistió Rincewind—. No me preguntes por qué.

Media docena de los guardias del serifa salieron por un arco y se lanzaron hacia los magos. La carrera era aún más siniestra por el silencio en que entraban en batalla. Por un momento, las espadas brillaron a la luz del sol, y luego un par de los magos se volvieron, extendieron las manos y…

Nijel apartó la vista.

—Urgh —dijo.

Unos cuantos alfanjes cayeron al suelo.

—Creo que deberíamos marcharnos sin llamar la atención.

—¿Es que no has visto en qué los han convertido?

—En cadáveres —replicó Rincewind—. Lo sé. No quiero pensar sobre el asunto.

Nijel estaba seguro de que nunca podría dejar de pensar en ello, sobre todo a las tres de la madrugada de las noches tormentosas. Lo malo de que te matara la magia era que la magia resultaba mucho más… bueno, inventiva, que el acero: hay docenas de maneras nuevas e interesantes de morir, y no podía apartar de su imaginación las formas que había visto, sólo un instante, antes de que la marea de fuego octarino las devorara piadosamente.

—No creía que los magos fueran así —dijo mientras corrían por un pasillo—. Pensaba que eran… pues más tontos que siniestros. Una especie de payasos.

—Ve a reírte de esos —murmuró Rincewind.

—Pero los acaban de matar, sin siquiera…

—Oye, preferiría que dejaras de hablar sobre el tema. Yo también lo he visto.

Nijel retrocedió. Entrecerró los ojos.

—Tú también eres mago —dijo, acusador.

—Pero no de ese tipo —replicó él secamente.

—¿De qué tipo eres?

—Del tipo que no mata.

—Fue esa manera de mirarlos, como si no importara… —siguió Nijel, sacudiendo la cabeza—. Eso fue lo peor.

—Sí.

Rincewind dejó caer la solitaria sílaba pesadamente ante el tren de pensamiento de Nijel, como un tronco de árbol. El chico se estremeció, pero al fin cerró la boca. En realidad, Rincewind empezaba a sentir piedad por él, cosa muy desacostumbrada… Por lo general, necesitaba toda la piedad para sí mismo.

—¿Es la primera vez que ves cómo matan a alguien? —le preguntó.

—Sí.

—¿Cuánto tiempo llevas siendo héroe bárbaro, exactamente?

—Eh… ¿en qué año estamos?

Rincewind asomó la cabeza por una esquina antes de salir, pero la gente que seguía en pie estaba demasiado aterrada como para preocuparse por ellos.

—¿Vamos allá? —preguntó tranquilamente—. ¿Has perdido la noción del tiempo? Te comprendo. Estamos en el Año de la Hiena.

—Oh. En ese caso, unos… —Nijel movió los labios sin emitir sonido alguno—. Unos tres días. Mira —añadió rápidamente—, ¿cómo puede la gente matar así? ¿Sin siquiera pensar en ello?

—No lo sé —respondió Rincewind, con un tono de voz que sugería que él sí estaba pensando en ello.

—Quiero decir… hasta cuando el visir hizo que me arrojaran al pozo de la serpiente, al menos parecía que se tomaba interés en ello.

—Eso está bien. Todo el mundo debería tener un interés.

—¡Si hasta se rió!

—Ah. Y también sentido del humor.

A Rincewind le pareció que podía ver su futuro con la misma claridad nítida con la que un hombre que cae por un precipicio ve el suelo, y por motivos muy similares. Así que cuando Nijel dijo…

—Es que se limitaron a señalar con el dedo, como si…

… Rincewind no pudo resistirlo más.

—¿Quieres callarte de una vez? —le espetó—. ¿Cómo crees que me siento? ¡Yo también soy mago!

—Entonces a ti no te pasará nada —murmuró Nijel.

No fue un golpe fuerte porque, incluso estando furioso, Rincewind tenía músculos de sémola, pero acertó al chico en una sien y lo derribó, más por la sorpresa que por la energía intrínseca.

—Sí, cierto, soy un mago —siseó—. ¡Un mago al que no se le da bien la magia! ¡Si he sobrevivido hasta ahora es porque no soy tan importante como para morir! Y si los magos son odiados y temidos, ¿cuánto calculas exactamente que duraré?

—¡Eso es ridículo!

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