Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

SÍ. ESTÁS MUERTO, A VER SI TE DAS CUENTA. —La Muerte miró a su alrededor, en busca de la sombra de Superudito, y no la encontró—. ¿DÓNDE ESTÁS?

En el cayado.

La Muerte se apoyó en su guadaña y suspiró.

QUÉ TONTERÍA. NO ME COSTARÍA NADA SACARTE DE AHÍ.

Pero tendrías que destruir el cayado —dijo la voz de Superudito. A la Muerte le pareció que ahora estaba como más contento—. Ahora el niño ha aceptado el cayado, no puedes destruirlo sin acabar también con él. Y no puedes acabar con él sin zarandear el destino. Mi última magia. No ha estado mal, modestia aparte.

La Muerte dio vueltas al cayado. Chisporroteó, las chispas recorrieron insultantes toda su longitud…

Por extraño que parezca, no estaba particularmente furiosa. La furia es una emoción, y para sentir emociones hay que tener glándulas; la Muerte conocía las glándulas por referencias, y le costaba lo suyo enfadarse. En todo caso, estaba algo molesta. Suspiró de nuevo. La gente siempre intentaba aquellos trucos. Por otra parte, eso animaba en cierto modo la rutina, y al menos éste había sido más original que la típica partida simbólica de ajedrez, a la que la Muerte siempre temía porque nunca se acordaba de cómo movía el caballo.

NO ESTÁS HACIENDO MÁS QUE POSTERGAR LO INEVITABLE —dijo.

En eso consiste la vida.

¿Y QUÉ ESPERAS GANAR, EXACTAMENTE?

Quiero estar al lado de mi hijo. Le enseñaré, aunque él no lo sabrá. Le guiaré hacia el conocimiento. Y, cuando esté preparado, guiaré sus pasos.

DIME UNA COSA —pidió la Muerte—, ¿CÓMO GUIASTE LOS PASOS DE TUS OTROS HIJOS?

Los mandé a hacer gárgaras. Se atrevieron a discutir conmigo, no querían atender a lo que les enseñaba. Pero éste sí querrá.

¿TE PARECE QUE ES BUENA IDEA?

El cayado guardó silencio. Junto a él, el niño rió ante el sonido de la voz cuya procedencia no veía.

* * *

No existe analogía alguna para describir la manera en que Gran A’Tuin, la tortuga del mundo, se mueve por la noche galáctica. Cuando uno mide quince mil kilómetros de largo, y tiene el caparazón lleno de cráteres de meteoritos y congelado con el hielo de los cometas, no puede parecerse a nada excepto a uno mismo, al menos si se quiere ser realista.

Así que Gran A’Tuin nadaba lentamente por las profundidades interestelares, como ha hecho siempre la gran tortuga, transportando en su caparazón a los cuatro gigantescos elefantes que llevaban en sus lomos el vasto círculo del Mundodisco, con su centelleante catarata circundante, un mundo que sólo existía gracias a una desviación imposible en la curva de la probabilidad, o a que a los dioses les gustan las bromas tanto como a cualquiera.

De hecho, más que a mucha gente.

Cerca de las orillas del Mar Circular, en la antigua ciudad de Ankh-Morpork, sobre un cojín de terciopelo situado en un estante, en lo más alto de la Universidad Invisible, había un sombrero.

Era un buen sombrero. Era un sombrero magnífico.

Puntiagudo, claro, con un ala ancha y flexible. Pero, tras ultimar los detalles básicos, el diseñador había puesto manos a la obra de verdad. Tenía encajes de oro, y perlas, y cintas de plata purísima, y nochemantes[1] de brillo cegador, algunas lentejuelas de una horterez incalculable y, de propina, un círculo de octarinos.

Como por el momento no estaban en un campo mágico poderoso, no brillaban, y parecían diamantitos de segunda.

La primavera había llegado a Ankh-Morpork. De momento no se notaba, pero el entendido podía captar ya indicios obvios. Por ejemplo, la porquería del río Ankh, el ancho desagüe de flujo lento que servía a la ciudad de embalse, cloaca y a veces también como morgue, había adquirido un tono verde iridiscente. Los tambaleantes tejados de la ciudad se cubrieron con una sábana de vegetación, que sustituyó a la manta escarchada del invierno. En lo más profundo de los polvorientos sótanos, las vigas se retorcieron y gimieron cuando su savia seca respondió a la antigua llamada de la raíz y la selva. Los pájaros construyeron nidos entre los canalones y aleros de la Universidad Invisible, aunque es de destacar que, por muy apretados que estuvieran, nunca se instalaban en las bocas invitadoramente abiertas de las gárgolas que bordeaban el tejado, cosa que las gárgolas no dejaban de lamentar.

Una especie de primavera había llegado incluso a la mismísima Universidad. Aquella noche era la Vigilia de los Dioses Menores, y se elegiría un nuevo Archicanciller.

Bueno, la palabra «elegir» no es del todo exacta, ya que a los magos eso de las votaciones les parece una soberana tontería, y todo el mundo sabe que los Archicancilleres se eligen por designio de los dioses; aquel año estaba bastante claro que los dioses se las arreglarían para elegir al viejo Gansocanso, que era un anciano bastante majete y llevaba años esperando pacientemente su turno.

El Archicanciller de la Universidad Invisible era el jefe oficial de todos los magos del Disco. En un pasado casi legendario, eso significaba que debía ser el más experto en las artes mágicas, pero ahora corrían tiempos más tranquilos y, para ser sinceros, los magos superiores miraban la magia un poco por encima del hombro. Solían preferir las cuestiones administrativas, mucho más seguras y casi igual de divertidas, y también las buenas cenas.

Así fue pasando la larga tarde. El sombrero ocupaba su descolorido cojín en las habitaciones de Gansocanso, mientras éste, sentado en su bañera ante la chimenea, se enjabonaba la barba. Otros magos sesteaban en sus estudios, o paseaban por los jardines para abrirse el apetito en previsión del festín. Una docena de pasos se consideraban ejercicio suficiente.

En la Sala Principal, bajo las miradas pintadas o talladas de los doscientos Archicancilleres anteriores, los criados colocaban las largas mesas y bancos. En el laberinto abovedado que eran las cocinas… bueno, la imaginación no debería necesitar ayuda alguna. En este caso, la imaginación debe incluir como elementos imprescindibles mucha grasa, mucho calor y muchos gritos. Había cubas de caviar, bueyes asados, cadenas de salchichas de pared a pared. El cocinero jefe en persona, en una de las salas de conservación en frío, daba los últimos toques a una escultura de la Universidad, tallada en mantequilla por algún motivo inexplicable. Lo hacía cada vez que había un gran festín: cisnes de mantequilla, edificios de mantequilla, zoológicos enteros de rancia grasa amarillenta… Se divertía tanto que nadie tenía valor para decirle que lo dejase correr.

En su propio laberinto de bodegas, el mayordomo rondaba entre los barriles, decantando y probando.

El ambiente de expectación se había contagiado incluso a los cuervos que habitaban en la Torre del Arte, que medía doscientos cincuenta metros de altura y se decía que era el edificio más antiguo del mundo. Sus ruinosas piedras daban vida a bosques en miniatura por encima de los tejados de la ciudad. Allí habían evolucionado especies enteras de escarabajos y pequeños mamíferos, ya que la gente rara vez subía, debido a la molesta tendencia de la torre a mecerse con la brisa, de manera que los cuervos se habían apropiado de ella. Ahora la sobrevolaban, algo nerviosos, como mosquitos antes de una tormenta. Sería buena idea que a alguien se le ocurriera mirarlos desde abajo.

Estaba a punto de suceder algo terrible.

Lo notas, ¿verdad?

* * *

Pues no eres el único.

—¿Qué les pasa? —gritó Rincewind para hacerse oír por encima del estrépito.

El bibliotecario se agachó cuando un grimorio encuadernado en piel salió disparado del estante, aunque se detuvo bruscamente en el aire, retenido por su cadena. Luego bajó en picado, giró y aterrizó sobre un ejemplar de Demonología Aplicada: Maleficios y Anécdotas, que se dedicaba a machacar su atril.

—¡Oook! —dijo.

Rincewind apoyó el hombro contra una estantería temblorosa, y empujó los crepitantes volúmenes con las rodillas para que volvieran a su sitio. El ruido era espantoso.

Los libros de magia tienen una especie de vida propia. Algunos, incluso demasiada. Por ejemplo, la primera edición del Necrotelicomicon tiene que estar siempre entre planchas de hierro, el Verdadero Arte de la Levitación se ha pasado los últimos ciento cincuenta años sobre las alfardas, y el Compenedyum de Sexymajia de Ge Fordge se guarda en una cuba de hielo, en una habitación sólo para él. Además existe una regla muy estricta según la cual sólo lo pueden leer magos de más de ochenta años, preferentemente muertos.

Pero hasta los grimorios e incunables cotidianos de las estanterías principales estaban tan inquietos y nerviosos como los habitantes de un gallinero cuando algo entra serpenteando por debajo de la puerta. De entre sus cubiertas salían sonidos apagados, como de unas garras rascando las páginas.

—¿Qué has dicho? —gritó Rincewind.

—¡Oook! [2]

—¡Eso mismo!

Rincewind, como ayudante honorario del bibliotecario, no había progresado mucho más allá de la catalogación básica y la caza de plátanos, y no le quedaba más remedio que admirar la manera en que el simio deambulaba entre las vibrantes estanterías, unas veces acariciando las encuadernaciones temblorosas con su mano de cuero negro, otras consolando a un diccionario asustado con unos tranquilizadores murmullos simiescos.

Tras un rato, la biblioteca empezó a calmarse, y Rincewind sintió que los músculos de los hombros se le relajaban.

Pero la paz duró poco. Una página crepitó por aquí, otra por allá… De los estantes más lejanos le llegó el ominoso crujido de un lomo al quebrarse. Tras el pánico inicial, la biblioteca estaba ahora tan alerta e inquieta como un gato en una fábrica de mecedoras.

El bibliotecario deambuló por los pasillos entre las estanterías. Tenía un rostro que sólo le parecería bonito al neumático de un camión, y una mueca permanente que se asemejaba a una sonrisa; pero, por su manera de entrar en el cubículo bajo el escritorio, Rincewind supo que estaba muy preocupado.

Examinemos a Rincewind mientras contempla las inquietas estanterías. Hay ochenta niveles de hechicería en el Disco; tras dieciséis años de práctica, Rincewind no había llegado ni al primero. De hecho, si tenemos en cuenta la opinión de algunos de sus tutores, es incapaz hasta de llegar al nivel cero, que es con el que nace la mayor parte de la gente. Por decirlo de otra manera, alguien llegó a sugerir que, cuando Rincewind muriera, el potencial mágico de la raza humana subiría un poquito.

Es alto, delgado, y tiene una de esas barbas desmañadas que usa la gente a la que la naturaleza no dotó para tener barba. Viste una túnica color rojo oscura que ha tenido mejores días, posiblemente mejores décadas. Pero salta a la vista que es un mago, porque lleva un sombrero puntiagudo con el ala un tanto torcida. En el sombrero está la palabra «Echicero», bordada en grandes letras plateadas por alguien que sabía de coser tanto como de ortografía. Hay una estrella en la punta, pero se le han caído casi todas las puntas.

Calándose bien el sombrero, Rincewind traspasó las antiguas puertas de la Biblioteca y salió a la luz dorada de la tarde. Era un día tranquilo, de una calma quebrada tan sólo por los graznidos histéricos de los cuervos que sobrevolaban la Torre del Arte.

Rincewind los observó durante un rato. Los cuervos de la Universidad eran pájaros duros de pelar. Hacía falta algo gordo para trastornarlos.

Por otra parte…

… el cielo era de un azul claro teñido de oro, con unos pocos jirones de nubes algodonosas rosadas. Los viejos nogales del patio ya habían florecido. Por una ventana abierta llegaba el sonido de un estudiante de magia que practicaba con su violín, sin demasiado talento. El entorno no era lo que se dice ominoso.

Rincewind se apoyó contra el cálido muro. Y gritó.

El edificio temblaba. Sentía como la vibración se subía por los brazos, era una sensación rítmica en esa frecuencia exacta que sugiere un terror incontrolable. Las piedras estaban muertas de miedo.

Al oír un ligero tintineo, bajó la vista, horrorizado. Una ornamentada tapa de desagüe cayó a un lado cuando una de las ratas de la Universidad asomó los bigotes. Lanzó a Rincewind una mirada de desesperación mientras salía y escapaba a toda velocidad, seguida por docenas de miembros de su tribu. Algunas llevaban ropa, cosa bastante habitual en la Universidad, donde el elevado nivel de magia ambiental surte efectos extraños sobre los genes.

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