Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

La metáfora se podía aplicar tanto a los grandes, amarillos, o a los pequeños verdes con piel rugosa, pensó honradamente para sus adentros.

—¿Y qué dijiste de mi pelo? —le animó la chica, ayudándolo a incorporarse al tiempo que volvía a llenarle la jarra.

—Oh. —El serifa frunció el ceño—. Como un rebaño de cabras que pasta en las laderas del Monte Nosequé, y es que se llama así, de verdad. En cuanto a tus orejas —añadió rápidamente—, no hay concha rosada en las arenas lamidas por el mar…

—¿En qué se parece a un rebaño de cabras? —preguntó la chica.

El serifa titubeó. Siempre había considerado que era una de sus mejores frases. Ahora se topaba con la legendaria literalidad de las mentes morporkianas. Y, por extraño que parezca, estaba impresionado.

—Quiero decir, ¿en tamaño, en forma, en olor…? —insistió ella.

—Creo —tartamudeó el serifa— que la frase exacta no es exactamente «un cabro de rebañas»…

—¿Eh?

La chica apartó la cerveza rápidamente.

—Y creo también que me gustaría beber más —dijo él con voz turbia—. Y luego… luego… —Miró de reojo a la chica y decidió arriesgarse—. ¿Eres buena narradora?

—¿Qué?

El serifa se lamió los labios, repentinamente secos.

—Quiero decir que si sabes muchos cuentos —consiguió decir.

—Oh, sí. Montones.

—¿Montones? —susurró Creosoto.

La mayor parte de sus concubinas sólo sabían uno o dos, y ya se los tenía muy oídos.

—Cientos. ¿Por qué, quieres que te cuente alguno?

—¿Cómo, ahora?

—Si te apetece… No tengo mucho trabajo ahora mismo.

Es posible que esté muerto, pensó Creosoto. Es posible que esto sea el Paraíso. La cogió por las manos.

—¿Sabes una cosa? Hace siglos que no me cuentan un buen cuento. Pero no quiero que hagas nada que no desees.

Ella le palmeó el brazo. Qué anciano tan encantador, pensó. Comparado con algunos de los que entran aquí…

—Éste es uno que me contaba mi abuela. Y me sé dos versiones.

Creosoto bebió un sorbo de cerveza y contempló la nebulosa pared. Cientos, pensó. Y de algunos sabe dos versiones.

La chica carraspeó y, con una voz cantarina que derritió el pulso de Creosoto, empezó a hablar.

—Hubo una vez un hombre que tuvo ocho hijos…

* * *

El patricio estaba sentado junto a la ventana, escribiendo. Sus recuerdos sobre la última semana eran un tanto borrosos, y eso no le gustaba nada.

Un criado había encendido una lámpara para disipar la penumbra del ocaso, y las polillas más madrugadoras orbitaban en torno a ella. El patricio las observó con cautela. Sin saber por qué, le daba cierta aprensión cualquier cilindro de cristal, pero todavía más le preocupaba lo que sentía al mirar a los insectos.

Lo que sentía era una imperiosa necesidad de atraparlos con la lengua.

Galletas, que yacía a los pies de su amo, ladró en sueños.

* * *

Las luces se encendían por toda la ciudad, pero las últimas hebras de ocaso iluminaron a las gárgolas mientras se ayudaban unas a otras a subir al tejado.

El bibliotecario las contempló a través de la puerta abierta al tiempo que se rascaba filosóficamente. Luego, entró y dio por concluido el día de trabajo.

En la biblioteca hacía calor. Siempre hacia calor, porque los escapes de magia caldeaban agradablemente el ambiente.

El bibliotecario miró con gesto aprobador a sus pupilos, hizo una última ronda entre las destartaladas estanterías, y luego se arropó con la manta bajo el escritorio, se comió un último plátano y se quedó dormido.

Poco a poco, el silencio se adueñó de la habitación. El silencio se deslizó por entre los restos del sombrero, desgarrado y quemado, que ocupaba ahora un lugar de honor en un nicho de la pared. No importa lo lejos que se vaya un mago, siempre volverá a por su sombrero.

El silencio llenó la Universidad Invisible de la misma manera que el aire llena un agujero. La noche se extendió por el disco como mermelada de ciruelas, o quizá como confitura de moras.

Pero llegaría la mañana. Siempre llegaba otra mañana.

Notas

[1] Como los diamantes, pero aún más llamativos. En cuestión de objetos brillantes, los magos son tan comedidos y tienen tan buen gusto como una urraca histérica.

[2] Hacía algún tiempo, un accidente mágico en la biblioteca, que como ya se ha dicho no es lugar para un oficinista ordenado y burocrático, había transformado al bibliotecario en un orangután. Desde entonces, se había resistido a todos los esfuerzos por devolverle su forma original. Los brazos largos le parecían muy útiles, así como los dedos de los pies prensiles y el derecho a rascarse en público, pero lo que más le gustaba era que, de repente, todos los grandes interrogantes de la existencia se habían resuelto, y sólo quedaba un vago interés por saber de dónde vendría el siguiente plátano. No era que no fuera consciente de las grandezas y bajezas del ser humano. Sencillamente, le importaban un rábano.

[3] El rastro que dejaron las gárgolas hizo que el jardinero jefe de la Universidad blandiera airado su rastrillo y pronunciara la famosa frase: «¿Y para eso se pasa uno quinientos años cuidando el césped, para que un montón de imbéciles lo pisoteen?».

[4] En la mayor parte de las bibliotecas antiguas, los libros están encadenados a los estantes para impedir que la gente los dañe. En la Biblioteca de la Universidad Invisible, la cosa viene a ser al revés, por supuesto.

[5] Inhabitables al menos para quien quisiera despertar con la misma forma, incluso la misma especie, con la que se acostó.

[6] La sabanadija es un diminuto roedor blanco y negro, pariente lejano de los lemmings, que vive en las frías regiones ejeñas. Su piel es muy escasa y se la tiene en mucha estima. Las sabanadijas están muy encariñadas con ella, y a las muy egoístas no les gusta que se la quiten. Pese a lo que pueda sugerir su nombre, nadie se hace sábanas con ellas.

[7] Sobre todo porque Gritoller se había tragado las piedras preciosas para tenerlas a buen recaudo.

[8] Según el folleto Vienbenido a Ankh-Morporke, la ciudad de las mil sorpresas, publicado por el Gremio de Comerciantes, la zona del viejo Morpork llamada «Las Sombras» es un «folclórico entramado de callejones antiguos y calles pintorescas, donde las emociones aguardan a la buelta de cada esquina y aún se pueden oír los tradicionales gritos mientras los habitantes de la zona se ocupan de sus asuntos pribados». En otras palabras, estáis avisados.

[9] El estudio de la genética en el Disco fracasó ya en sus inicios, cuando los magos hicieron experimentos tratando de cruzar especímenes tan corrientes como moscas de las frutas y guisantes. Por desgracia, no tenían muy claros los principios básicos, y el resultado de la unión (una especie de habichuela verde que zumbaba) tuvo una vida triste y breve antes de ser devorado por una araña que pasaba por allí.

[10] La inmensa mayoría de los ciudadanos comprende en este caso a todo el que no estuviera colgando de cabeza sobre un pozo de escorpiones.

[11] Los gustos de los magos en cuestión de juegos de palabras son equivalentes a sus gustos en cuestión de objetos brillantes.

[12] Aunque, por supuesto, los ciudadanos de Ankh-Morpork siempre habían asegurado que las aguas de su río eran increíblemente puras. Según ellos, cualquier agua que hubiera pasado por tantos riñones tenía que ser muy pura.

[13] Nadie había tenido valor para preguntarle qué hacía allí.

[14] O desde abajo, o en diagonal. La estructura de la biblioteca de la Universidad Invisible era una pesadilla topográfica, la sola presencia de tanta magia acumulada retorcía las dimensiones y la gravedad como si fueran unos espaguetis capaces de poner cabeza abajo a M. C. Escher. O tal vez cabeza de lado.

[15] El hachisismo, que obtenía su nombre por las ingentes cantidades de hachís que consumían sus practicantes, era una secta de asesinos salvajes que se caracterizaban tanto por su crueldad como por sus risitas cuando veían colorines nuevos e interesantes.

[16] Aunque también más rápida, seguro. Y además sólo podrían subir cuatro personas.

[17] En un universo mágico de verdad, todo tiene su opuesto. Por ejemplo, existe la antiluz. No es lo mismo que la oscuridad, porque la oscuridad no es más que la ausencia de luz. La antiluz es lo que se obtiene si se atraviesa la oscuridad y se sale por el otro lado. Según este mismo principio, un estado de nurdez no es una simple sobriedad. Por comparación, la sobriedad es como bañarse en algodón. La nurdez acaba con toda la ilusión y toda la confortable neblina rosa en la que suele vivir la gente, y permite pensar con claridad por primera vez. En esos casos, tras gritar un poco, uno se asegura de no volver a coger una nurda.

[18] Podemos encontrar una descripción de la quimera en el famoso bestiario de Escobonieblo, Anima Innaturale: «Tiene las piernas de una sirena, el cabello de una tortuga, los dientes de un caracol y las alas de una serpiente. Por supuesto, sólo tengo mi palabra al respecto, ya que la bestia tiene el aliento de un horno y el temperamento de un globo de goma en un huracán».

[19] Pero claro, los magos se suelen matar unos a otros por medios vulgares, no mágicos. Está permitido, y morir asesinado se suele considerar «causa natural» para un mago.

[20] Bueno, vale, pero ya nos entendemos.

[21] Se trataba de la Guía Mitolín, una valiosísima ayuda para todos los que se dedican a lo arcano y lo oculto. Contiene listas de cosas que no existen y, de una manera muy significativa, tampoco tienen importancia. Algunas de sus páginas sólo se pueden leer después de medianoche, o con ayuda de luces extrañas e improbables. Incluye descripciones de constelaciones subterráneas y de vinos que aún no han fermentado. Para el ocultista especializado que se puede permitir la edición cara encuadernada en piel de serpiente, se adjunta incluso un mapa del metro de Londres en el que aparecen las tres estaciones que no se atreven a incluir en los diagramas públicos.

[22] Él discutía con cualquiera que dijese que no lo era.

[23] Un juego muy popular entre dioses, semidioses, demonios y otras criaturas sobrenaturales, a las que les encantan las preguntas del tipo «¿De Qué Va Todo Esto?» y «¿Cómo Acabará?»

[24] Aunque ésta era la única semejanza que tenían con los ídolos construidos, por impulso de recuerdos antiguos, por los niños cuando nieva. Era más que improbable que este Gigante del Hielo fuera por la mañana un montón de hielo bulboso con una zanahoria por nariz.

[25] Que, sabiamente, decidió no volver a volar. Nadie lo reclamó, y se pasó el resto de sus días tirando del carro de una dama anciana. Nadie sabe qué hizo Guerra al respecto. Es casi seguro que encontró otro caballo.

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