Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Al mirar a su alrededor, Rincewind alcanzó a ver otras riadas de cuerpecillos grises que abandonaban la Universidad por todos los agujeros existentes, en dirección al muro exterior. Junto a su oreja, la hiedra crepitó cuando unas ratas realizaron saltos mortales para caer sobre sus hombros y deslizarse por su túnica. No le prestaron la menor atención, pero eso tampoco era extraño. Casi ninguna criatura prestaba atención a Rincewind.

El mago se dio media vuelta y echó a correr hacia el interior de la Universidad, con los faldones de la túnica enredándose a sus rodillas, hasta que llegó al despacho del tesorero. Aporreó la puerta, que se abrió con un crujido.

—Ah, eres… Rincewind, ¿no? —le saludó el tesorero sin mucho entusiasmo—. ¿Qué pasa?

—¡Nos hundimos!

El tesorero le miró fijamente unos momentos. Se llamaba Peltre. Era alto, fibroso, y por su cara uno diría que había sido caballo en sus anteriores vidas, y que se hubiera librado por poco en ésta. Todo el mundo tenía la impresión de que los miraba con los dientes.

—¿Que nos hundimos?

—¡Sí! ¡Las ratas se marchan!

El tesorero le lanzó otra mirada.

—Pasa, Rincewind —dijo con amabilidad.

Rincewind le siguió al interior de la habitación oscura, de techo bajo, y se situó junto a la ventana. Desde ella se divisaban los jardines y el río, que se deslizaba tranquilamente hacia el mar.

—No te habrás estado… excediendo, ¿eh? —inquirió el tesorero.

—¿Excediéndome en qué? —replicó Rincewind, con tono culpable.

—Esto es un edificio, ¿sabes? —Como la mayoría de los magos cada vez que se enfrentaban a un enigma, empezó a liarse un cigarrillo—. No es un barco. Hay multitud de detalles que lo indican. No hay delfines nadando junto a la proa, no hay pantoques, esas cosas. Las posibilidades de un naufragio son muy remotas. Si no, eh… tendríamos que manejar el timón, remar hacia la orilla y todo eso, ¿no?

—Pero, las ratas…

—Supongo que habrá llegado al puerto un barco con grano, o algo así. Quizá sea un ritual de primavera.

—Además, estoy seguro de que el edificio temblaba —insistió Rincewind, ahora un poco inseguro.

En aquella habitación tranquila, con el fuego que chisporroteaba en la chimenea, la cosa no parecía tan real.

—Un terremoto minúsculo. Un hipido de Gran A’Tuin, eh… quizá. La verdad, deberías controlarte. No habrás estado bebiendo, ¿verdad?

—¡No!

—Eh… ¿te apetecería?

Peltre rebuscó en un armarito de roble oscuro y sacó un par de copas, que llenó con el contenido de la jarra de agua.

—A estas horas se me da bien el jerez —dijo al tiempo que extendía las manos sobre las copas—. Oye, por cierto… ¿dulce o seco?

—Pues… paso, gracias —respondió Rincewind—. Quizá tengas razón, será mejor que vaya a descansar un poco.

—Buena idea.

Rincewind vagó por los gélidos pasillos de piedra. De cuando en cuando, rozaba una pared y prestaba atención, pero luego sacudía la cabeza.

Cuando cruzó de nuevo el patio, vio una enorme cantidad de ratones que pululaban por una balconada y se dirigían hacia el río. El suelo sobre el que corrían también parecía moverse. Rincewind miró más de cerca y se dio cuenta de que era porque estaba cubierto de hormigas.

No eran hormigas vulgares y corrientes. Los siglos y siglos de escapes de magia, que llegaron a impregnar los muros de la Universidad, les habían provocado efectos extraños. Algunas tiraban de diminutos carritos, otras cabalgaban sobre escarabajos, pero lo importante era que todas abandonaban la Universidad tan deprisa como les era posible. El césped formaba oleadas a su paso.

Alzó la vista cuando un viejo colchón de rayas salió disparado por una de las ventanas superiores y cayó al patio. Tras una pausa, al parecer para recuperar el aliento, se elevó un poquito sobre el suelo. Luego echó a andar por el césped sin tratar de esquivar a Rincewind, que se las arregló para apartarse de un salto justo a tiempo. Oyó un chirrido agudo, y atisbó miles de patitas decididas bajo el tejido antes de que se perdiera de vista. Hasta las chinches se daban a la fuga… y, por si no encontraban un alojamiento tan cómodo como aquel, habían tomado precauciones. Una de ellas le saludó y lanzó un chirrido de despedida.

Rincewind retrocedió hasta que algo le rozó las piernas por detrás. Un escalofrío le recorrió la columna. Resultó ser un banco de piedra. Lo contempló unos momentos. No parecía tener prisa por marcharse, así que se sentó, bastante agradecido.

Tiene que haber una explicación natural, pensó. O perfectamente antinatural, como mínimo.

Un sonido agudo le hizo mirar hacia el otro lado del césped.

Para aquello no había ninguna explicación natural. Con increíble lentitud, bajando por las cañerías y las columnas en silencio absoluto a excepción del arañar de piedra contra piedra, las gárgolas estaban abandonando su tejado.

Es una lástima que Rincewind no hubiera visto nunca una película mala con escenas a cámara lenta, porque así habría sabido cómo describir lo que estaba contemplando. Las criaturas no se movían, al menos no literalmente, sino que avanzaban en una progresión de imágenes sin continuidad: lo que pasaba ante él era una procesión de picos, melenas, alas, garras y excrementos de paloma.

—¿Qué está pasando aquí? —aulló.

Una cosa con cara de duende, cuerpo de arpía y patas de gallina giró la cabeza con una serie de movimientos discontinuos, y habló con una voz semejante a la peristalsis de las montañas (aunque el efecto profundo y resonante quedaba bastante mermado porque, por supuesto, no podía cerrar la boca).

—¡Iene un echiceo! ¡Huye si apecias tu ida!

—¿Cómo dices? —preguntó Rincewind.

Pero la cosa ya se había alejado, arrastrándose por el césped milenario[3].

De manera que Rincewind se sentó y contempló el vacío durante unos diez segundos, antes de lanzar un gritito y echar a correr tan deprisa como pudo.

No se detuvo hasta que no llegó a su habitación, en el edificio de la biblioteca. Como habitación, no era gran cosa, puesto que se usaba sobre todo para almacenar muebles viejos, pero era su hogar.

Junto a una de las sombrías paredes había un armario. No era como esos armarios modernos, que sólo valen para que los amantes se metan dentro cuando el marido llega temprano, sino un antiguo trasto de roble, negro como la noche, en cuyas polvorientas profundidades medraban y se reproducían las perchas; manadas de zapatos poblaban su suelo. Seguramente fuera una puerta secreta que daba a mundos fabulosos, pero nadie había intentado cruzarla debido al molesto olor de las bolas antipolillas.

Y en la cima del armario, envuelto en pliegos de papel amarillento y sábanas viejas, había un gran baúl con incrustaciones de latón. Se llamaba Equipaje. Sólo él sabía por qué había accedido a ser propiedad de Rincewind, y no pensaba decirlo, pero probablemente no existía ningún otro objeto en toda la historia de los accesorios para viajes con una historia semejante de misterios y lesiones graves. Alguien lo había descrito como «mitad maleta, mitad maniaco homicida». Tenía muchas cualidades poco corrientes que quizá (o quizá no) sean evidentes a corto plazo, pero, en aquel momento, sólo una cosa lo diferenciaba de un baúl vulgar: estaba roncando, con el sonido de un serrucho sobre un tronco muy duro.

El Equipaje era mágico, sí. Era terrible, sí. Pero, en lo más profundo de su alma enigmática, compartía los gustos de cualquier otra maleta del universo, y prefería pasarse los inviernos durmiendo en la cima de los armarios.

Rincewind lo golpeó con una escoba hasta que el serrucho se interrumpió. Se llenó los bolsillos con cachivaches que sacó del embalaje para plátanos que hacía las veces de cómoda, y se dirigió hacia la puerta. No pudo evitar darse cuenta de que su colchón había desaparecido, pero no le importó demasiado, porque no tenía la menor intención de volver a dormir sobre un colchón, jamás, en su vida.

El Equipaje aterrizó en el suelo con un sólido golpe. Tras unos segundos, con gran cuidado, se alzó sobre sus cientos de patitas rosadas. Avanzó y retrocedió un poco, desentumeciendo cada pata, y luego abrió la tapa y bostezó.

—¿Vienes o no?

La tapa se cerró con un chasquido. El Equipaje hizo una complicada maniobra con sus patas para ponerse de cara a la puerta, y echó a andar tras su amo.

La Biblioteca seguía en un estado de tensión, con ocasionales tintineos[4] o el crepitar sordo de las páginas. Rincewind se agachó junto al escritorio y agarró al bibliotecario, que seguía acurrucado bajo su manta.

—¡He dicho que salgas!

—Oook.

—Te invitaré a una copa —prometió Rincewind a la desesperada.

El bibliotecario se desplegó como una araña de cuatro patas.

—¿Oook?

Rincewind sacó al simio de su nido casi a rastras, y lo obligó a cruzar la puerta. No se dirigió hacia la entrada principal, sino hacia una anodina zona del muro donde unas cuantas piedras sueltas llevaban dos mil años proporcionando a los estudiantes una salida discreta después de que se apagaran las luces. Entonces, se detuvo tan bruscamente que el bibliotecario chocó contra él, y el Equipaje contra ambos.

—¡Oook!

—Oh, dioses —gimió—. ¡Mira eso!

—¿Oook?

Una brillante marea negra fluía a través de una rejilla cercana a la cocina. La luz de las primeras estrellas arrancaba destellos de los millones de pequeños lomos negros.

Pero lo turbador no era la visión de las cucarachas. Era el hecho de que marchaban al paso, en perfectas filas de a cien. Por supuesto, al igual que todos los habitantes infernales de la Universidad, las cucarachas eran algo inusuales, pero había algo particularmente desagradable en el sonido de los billones de patitas golpeando las losas a un ritmo impecable.

Rincewind salvó de una zancada la marcial columna. El bibliotecario la saltó.

El Equipaje, como era de esperar, los siguió con un ruido semejante al de alguien bailando claque sobre una bolsa de patatas fritas.

Y así, obligando al equipaje a dar un rodeo para cruzar la puerta de entrada (si no, se limitaría a abrir un agujero en el muro), Rincewind abandonó la Universidad junto con el resto de los insectos y roedores asustados, y decidió que unas cuantas cervezas sosegadas le permitirían ver las cosas desde una perspectiva diferente, y unas cuantas más probablemente le tranquilizarían. Desde luego, valía la pena intentarlo.

Por eso no se encontraba en la Sala Principal a la hora de la cena. Tal y como se desarrollaron los hechos, se perdió la comida más importante de su vida.

* * *

En otro punto del muro de la Universidad, resonó un ligero tintineo cuando un garfio se enganchó a las puntas metálicas que protegían la cima. Un momento después, una figura esbelta, negra, se dejó caer con elasticidad en el patio de la Universidad, y echó a correr silenciosamente hacia la Sala Principal, donde pronto se perdió entre las sombras.

Pero nadie se dio cuenta. Al otro lado del campus, el Rechicero caminaba hacia la entrada de la Universidad. Cuando sus pies rozaban los guijarros, surgían chispas azules que crepitaban y evaporaban el primer rocío de la noche.

* * *

Hacía mucho, mucho calor. La gran chimenea en el extremo dextro de la Sala Principal estaba prácticamente incandescente. Los magos se resfrían con facilidad, de manera que la ráfaga de calor puro que surgía de los leños en llamas fundía las velas a seis metros de distancia y hacía burbujear el barniz de las largas mesas. El aire parecía azul por el humo del tabaco, que adoptaba formas curiosas cuando soplaban ráfagas de magia incontrolada. En la mesa central, un cerdo asado entero parecía muy molesto por el hecho de que alguien lo hubiera matado sin esperar a que terminara de comerse la manzana, y la maqueta de la Universidad realizada en mantequilla se hundía suavemente en un charco de grasa.

Había mucha cerveza. Por doquier, los magos de rostro enrojecido cantaban alegremente viejas canciones de borracho, para lo cual al parecer era imprescindible palmearse las rodillas con frecuencia. La única excusa posible para este comportamiento es que los magos son célibes, y tienen que divertirse como mejor pueden.

Autore(a)s: