Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Mi abuelo hizo construir este lugar para nuestro tesoro más interesante —dijo Creosoto—. Era muy… —Buscó la palabra—. Muy ingenioso.

—Si creéis que voy a meterme ahí… —empezó Rincewind.

—Aparta a un lado —intervino Nijel—. Yo iré delante.

—Puede haber trampas… —titubeó Conina.

Lanzó una mirada al serifa.

—Es lo más probable, oh gacela del edén —respondió—. No venía aquí desde que tenía seis años. Había algunas losas en las que no se podía pisar.

—No te preocupes por eso —dijo Nijel, escudriñando la penumbra del túnel—. No hay trampa que yo no intuya.

—Tienes experiencia con estas cosas, ¿eh? —ironizó Rincewind con amargura.

—Bueno, me sé el capítulo catorce de memoria. Y tenía ilustraciones —dijo Nijel mientras entraba en las sombras.

Aguardaron varios minutos en lo que habría sido un espantoso silencio de no ser por los gruñidos sordos y los ocasionales tropezones que se oían en el túnel. Al final, la voz de Nijel los llamó desde el fondo.

—No hay absolutamente nada —dijo—. Lo he probado todo. Firme como la roca. Si había trampas, están desconectadas o algo así.

Rincewind y Conina intercambiaron miradas.

—No sabe lo más importante de las trampas —suspiró la chica—. Cuando tenía cinco años, mi padre me hizo atravesar un pasadizo lleno de ellas, sólo para enseñarme…

—Pero Nijel ha pasado, ¿no? —señaló Rincewind.

Oyeron un ruido como el de un dedo húmedo frotado contra un cristal, pero amplificado un billón de veces, y el suelo se estremeció.

—De cualquier manera, no tenemos mucho donde elegir —añadió.

Se metió en el túnel, y los demás le siguieron. Muchos de los conocidos de Rincewind habían llegado a considerarlo una especie de canario minero[20] con dos patas, y daban por hecho que si el mago estaba de pie y no huía es que al menos había algo de esperanza.

—Es divertido —dijo Creosoto—, estoy robando mi propio tesoro. Si me atrapo con las manos en la masa, me haré arrojar al pozo de las serpientes.

—Pero puedes pedirte piedad —replicó Conina, examinando con ojos paranoicos los muros polvorientos.

—Oh, no. Creo que debo darme una lección, para poner ejemplo.

Un «clic» sonó sobre ellos. Una losa pequeña se deslizó hacia un lado y un oxidado garfio de metal descendió lentamente, a trompicones. Otra barra salió crujiendo de la pared y tocó a Rincewind en un hombro. Cuando se dio la vuelta, el primer garfio le pegó un papelito amarillo en la espalda, y se replegó de nuevo hacia el techo.

—¿Qué me ha hecho? ¿Qué me ha hecho? —gritó Rincewind mientras trataba de quitárselo.

—Dice «Dame una patada bien fuerte» —leyó Conina.

Una sección de la pared se deslizó junto al mago petrificado. Una gran bota, situada al final de una complicada serie de palancas metálicas, le dio una patadita desganada antes de romperse en pedazos.

Los tres la contemplaron en silencio.

—Nos enfrentamos a una mente retorcida —dijo al final Conina.

Rincewind se apresuró a quitarse el papelito y lo dejó caer. Conina le empujó a un lado y echó a andar por el pasadizo con cautelosa decisión: cuando una mano metálica se extendió hacia ella gracias a su muelle y se agitó amistosamente, ella no la estrechó, sino que siguió su recorrido hasta una maraña de cables y electrodos corroídos en una gran jarra de cristal.

—¿Tu abuelo tenía sentido del humor? —preguntó.

—Oh, sí. Siempre se estaba riendo —asintió Creosoto.

—Bien.

La chica tocó suavemente una losa que a Rincewind no le pareció diferente de las demás. Con un sonido de muelle oxidado, un plumero brotó de la pared y se sacudió a la altura del sobaco.

—Creo que me habría gustado el viejo serifa —dijo Conina, aunque tenía los dientes apretados—. Pero no le habría estrechado la mano. Ayúdame a subir, mago.

—¿Perdón?

Conina señaló con irritación una puerta entreabierta, a cierta altura.

—Quiero echar un vistazo por ahí —dijo—. Sólo tienes que juntar las manos para que apoye un pie, ¿entendido? ¿Cómo te las arreglas para ser tan inútil?

—Porque ser útil sólo me ha servido para meterme en líos —murmuró Rincewind, tratando de no sentir la carne cálida que se frotaba contra su nariz.

La oyó trastear con la puerta.

—Lo que pensaba —asintió Conina.

—¿Qué hay? ¿Lanzas afiladas dispuestas a caer sobre nosotros?

—No.

—¿Una serie de cuchillas que nos cortarán…?

—Es un cubo —se limitó a decir Conina, al tiempo que le daba un empujoncito.

—¿De qué, de veneno corrosivo…?

—De blanquete. De blanquete seco.

Conina saltó al suelo.

—Así era mi abuelo. Con él nunca te aburrías.

—Pues empiezo a estar harta —replicó Conina con firmeza. Señaló hacia el otro extremo del túnel—. Venid los dos.

Estaban a poco menos de un metro del final cuando Rincewind sintió un movimiento en el aire por encima de él. Conina le pegó un empujón en la rabadilla y lo lanzó hacia la habitación. El mago rodó por el suelo, y algo le arañó el pie mientras un rugido le ensordecía.

Todo el techo, un gigantesco bloque de piedra de metro y medio de espesor, acababa de desplomarse en el túnel.

Rincewind reptó por entre las nubes de polvo y, con un dedo tembloroso, recorrió las letras grabadas en un lado de la piedra.

—«A ver si os reís de esto» —dijo.

Se sentó.

—Así era mi abuelo —dijo Creosoto alegremente—. Siempre…

Interceptó la mirada de Conina, que tenía el peso de una tubería de plomo, y tuvo suficiente sentido común como para callarse.

Nijel salió de entre la nube de polvo, tosiendo.

—Vaya, ¿qué ha pasado? —preguntó—. ¿Estáis todos bien? Cuando pasé yo, no sucedió nada.

Rincewind buscó una respuesta, pero no encontró ninguna mejor que «¿De verdad?».

La luz entraba en la habitación a través de diminutas ventanas, cubiertas de barrotes, situadas cerca del techo. No había ninguna salida excepto atravesar los varios cientos de toneladas de roca que bloqueaban el túnel. O, por decirlo de otra manera, que era como lo decía Rincewind, no cabía duda de que estaban atrapados. Se relajó un poco.

Al menos, la alfombra mágica era inconfundible. Estaba enrollada, sobre una losa elevada en el centro de la sala. Junto a ella había una lamparita de aceite y (Rincewind estiró el cuello para ver mejor) un pequeño anillo de oro. Dejó escapar un gemido. Una débil aura octarina pendía sobre las tres cosas, indicando que eran mágicas.

Cuando Conina desenrolló la alfombra, varios objetos de pequeño tamaño cayeron al suelo, entre ellos un arenque de latón, una oreja de madera, varias lentejuelas cuadradas y un cubo de plomo que contenía una burbuja de jabón.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Nijel.

—Bueno —respondió Rincewind—, antes de que intentaran comerse la alfombra, debían de ser polillas.

—Vaya.

—Eso es lo que la gente nunca entiende —dijo Rincewind débilmente—. Pensáis que la magia es algo que se puede coger y usar, como… como…

—¿Una chirivía? —sugirió Nijel.

—¿Una botella de vino? —aventuró el serifa.

—Algo por el estilo —replicó Rincewind con cautela. Siguió hablando—: Pero la verdad es… es…

—¿Muy diferente?

—¿Más parecida a una botella de vino? —preguntó el serifa esperanzado.

—La magia usa a la gente —se apresuró a decir Rincewind—. Te afecta a ti tanto como tú la afectas a ella, más o menos. No se puede trastear con cosas mágicas sin que te afecten. Me pareció oportuno avisaros.

—Como una botella de vino —asintió Creosoto—. Una botella de vino que…

—… que te bebe. Así que, para empezar, deja esa lámpara y ese anillo, y por lo que más quieras, no se te ocurra frotar nada.

—Mi abuelo amasó la fortuna familiar con estos objetos —dijo el serifa—. Su malvado tío lo encerró en una cueva, ¿sabíais? Tuvo que apañárselas con lo que tenía a mano. Lo único que poseía era una alfombra mágica, una lámpara mágica, un anillo mágico y un puñado de joyas surtidas.

—Tuvo que empezar desde cero, ¿eh? —ironizó Rincewind.

Conina extendió la alfombra en el suelo. Tenía un complicado estampado de dragones amarillos sobre fondo azul. Eran dragones muy complejos, con largas barbas, orejas y alas, que parecían a punto de moverse, capturados en el momento de la transición de un estado a otro. Sugerían que el telar donde había nacido la alfombra tenía más dimensiones aparte de las tres habituales, pero lo peor era que si la mirabas fijamente mucho rato el dibujo acababa siendo de dragones azules sobre fondo amarillo, y uno tenía la sensación de que no debía persistir en tal actitud si no quería que el cerebro se le saliera por las orejas.

Rincewind apartó la vista, no sin cierta dificultad, cuando otra explosión distante hizo temblar el edificio.

—¿Cómo funciona? —preguntó. Creosoto se encogió de hombros.

—Nunca la he utilizado —respondió—. Supongo que basta con decir «arriba» y «abajo», y cosas por el estilo.

—¿Qué te parece «atraviesa la pared»? —sugirió el mago.

Los tres alzaron la vista para contemplar los altos, oscuros y, por encima de todo, sólidos muros de la habitación.

—Podemos probar a sentarnos sobre ella y decir «arriba» —sugirió Nijel—. Y luego, antes de chocar con el techo, podemos decir «alto». —Meditó un instante antes de añadir—: Si es que es ésa la palabra.

—O «abajo» —dijo Rincewind—. O «desciende», o «baja», o «al suelo».

—O «en picado» —sugirió Conina, sombría.

—Aunque claro —aventuró Nijel—, con toda la magia suelta que flota por aquí, podrías usar un poco.

—Eh… bueno…

—En tu sombrero pone «echicero» —señaló Creosoto.

—Cualquiera puede escribirse cosas en el sombrero —replicó Conina—. No te creas todo lo que lees.

—Esperad un minuto —se enfadó Rincewind.

Esperaron un minuto.

Esperaron incluso diecisiete segundos más.

—No es tan fácil como pensáis —suspiró al final.

—¿Qué os había dicho? —se burló Conina—. Venga, vamos a excavar la roca con las uñas.

Rincewind la hizo callar con un gesto, se quitó el sombrero, sacudió el polvo de la estrella, se volvió a poner el sombrero, ajustó el ángulo del ala, se arremangó, flexionó los dedos y empezó a gimotear.

A falta de otra cosa mejor que hacer, se apoyó contra la piedra.

Estaba vibrando. No eran sacudidas, no: parecía una palpitación procedente del interior de la pared.

Era un temblor muy semejante al que había sentido en la Universidad, justo antes de la llegada del rechicero. Era obvio que algo ponía muy nerviosa a la piedra.

Recorrió el muro con las manos y apoyó la oreja contra otra losa, más pequeña y cortada para encajar en un ángulo de la pared. No era una losa distinguida, sino una piedra vulgar que realizaba pacientemente su labor en pro de la pared como un todo. También temblaba.

—¡Shhh! —ordenó Conina.

—No oigo nada —dijo Nijel en voz alta.

Nijel era una de esas personas que, cuando alguien dice «no mires ahora», vuelven inmediatamente la cabeza como un búho. Son esas mismas personas que, cuando les señalas una flor poco corriente que tienen al lado, se vuelven torpemente y la pisan. Si se pierden en un desierto, para encontrarlas sólo hace falta poner en la arena algo pequeño y frágil, como un jarrón que ha pertenecido a tu familia durante generaciones, y esperar a que lo rompan.

En fin.

—¡De eso se trata! ¿Qué ha pasado con la guerra?

Una cascada de arenilla cayó del techo sobre el sombrero de Rincewind.

—Algo está actuando sobre las piedras —dijo éste con tranquilidad—. Intentan liberarse.

—Pues tenemos muchas encima —observó Creosoto.

Sobre ellos se oyó un ruido atroz, y entró un haz de luz solar. Para sorpresa de Rincewind, no iba acompañado por una muerte repentina por aplastamiento. Resonó otro crujido silíceo, y el agujero creció. Las piedras estaban cayendo. Hacia arriba.

—Creo que es el momento de probar la alfombra.

Junto al serifa, la pared empezó a sacudirse como un perro y se apartó a un lado, no sin antes asestar varios golpes a Rincewind.

Los cuatro aterrizaron sobre la alfombra azul y dorada en medio de una tormenta de rocas volantes.

Autore(a)s: