Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Otra razón del bienestar general era que nadie intentaba matar a nadie. En los círculos mágicos, no es cosa corriente.

Los niveles más altos de la magia son lugares peligrosos. Todo mago intenta desalojar a los que hay por encima de él, al tiempo que pisotea los dedos a los de abajo. Decir que los magos son competitivos por naturaleza es como decir que las pirañas sienten una cierta afición por la carne poco hecha. Pero, desde que las grandes Guerras Mágicas dejaron inhabitables zonas enteras del Disco[5], los magos tienen prohibido solucionar sus diferencias mediante conjuros, en parte porque ocasionaban muchos problemas al resto de la población, y además a menudo resultaba difícil decir cuál de los montoncitos de grasa humeante era el vencedor. De manera que por lo general recurrían a cuchillos, venenos, escorpiones en los zapatos y desternillantes trampas cuyo elemento principal era un péndulo afilado como una navaja.

De todos modos, se consideraba que la Noche de los Dioses Menores no era buen momento para asesinar a un hermano mago, y por tanto todos se sentían libres para echar una cana al aire sin temor de que los estrangularan con ella.

La silla del archicanciller estaba desocupada. Gansocanso cenaba a solas en su estudio, como corresponde a un hombre elegido por los dioses tras largas discusiones a primera hora del día con magos sensatos. Pese a sus ochenta años, se sentía un poco nervioso, y casi ni tocó el segundo pollo.

Dentro de pocos minutos tendría que hacer un discurso. En su juventud, Gansocanso había buscado el poder en lugares extraños. Había peleado con demonios en octogramas llameantes, había contemplado dimensiones en las que el hombre no debería cotillear, incluso llegó a enfrentarse a un comité de ancianos de la Universidad Invisible, pero en los ocho círculos no había nada tan aterrador como doscientos rostros expectantes contemplándolo a uno entre humo de cigarrillos.

Los heraldos pasarían a recogerlo muy pronto. Suspiró y apartó a un lado el budín intacto. Cruzó la habitación, se miró en el gran espejo y rebuscó en el bolsillo de la túnica hasta localizar sus notas.

Tras un rato, consiguió ponerlas en un simulacro de orden, y carraspeó.

—Hermanos en arte —comenzó—, no tengo palabras para deciros cuánto… ehh… hasta qué punto… las bellas tradiciones de esta antigua universidad… ehh… al mirar a mi alrededor veo los retratos de los archicancilleres del pasado… —Se interrumpió un momento, volvió a repasar sus notas y siguió con algo más de seguridad—: Ahora me viene a la memoria la historia del buhonero de tres patas y las… ehh… hijas del mercader. Al parecer, este mercader…

Alguien llamó a la puerta.

—Adelante —gruñó Gansocanso mientras repasaba cuidadosamente sus notas—. Este mercader —murmuró—, este mercader, sí, este mercader tenía tres hijas. Creo que era así. Sí. Eran tres. Al parecer…

Echó un vistazo al espejo y se dio media vuelta.

—¿Quién ere…? —empezó a decir.

Y descubrió que, al fin y al cabo, hay cosas peores que pronunciar un discurso.

* * *

La menuda figura oscura que se deslizaba por los pasillos desiertos oyó el ruido, pero no hizo mucho caso. Los ruidos desagradables eran cosa común allí donde la magia se practicaba de manera cotidiana. La figura buscaba algo. No sabía muy bien qué era, sólo que lo reconocería cuando lo encontrase.

Tras algunos minutos, su búsqueda le llevó a la habitación de Gansocanso. El aire estaba lleno de tentáculos aceitosos. La brisa arrastraba pequeñas partículas de hollín, y había varias quemaduras en forma de pie en el suelo.

La figura se encogió de hombros. A veces, en las habitaciones de los magos uno encuentra cosas muy raras. Vio su reflejo multifacetado en el espejo roto, se colocó bien la capucha y prosiguió su búsqueda.

Moviéndose como quien escucha instrucciones procedentes de su interior, recorrió la habitación sin hacer el menor ruido, hasta llegar a la mesa donde había un estuche de cuero alto, redondo, desgastado. Se acercó aún más y levantó suavemente la tapa.

La voz del interior resonó como si hablara a través de muchas alfombras.

Ya era hora. ¿Por qué has tardado tanto?

* * *

—Lo que quiero decir es, ¿cómo empezó todo esto? O sea, en los viejos tiempos, eran magos de verdad, nada de toda esta idiotez de niveles. Simplemente, ponían manos a la obra, y lo hacían… ¡pumba!

Un par de clientes del oscuro bar que era el Tambor Parcheado se volvieron rápidamente al oír el ruido. Eran nuevos por allí, claro. Los habituales nunca se daban por aludidos cuando resonaban cosas sorprendentes y desagradables, como gemidos o aullidos. Era una postura mucho más saludable. En algunas zonas de la ciudad, la curiosidad no sólo mataba al gato, sino que además luego lo tiraba al río con pesas de plomo atadas a las patas.

Rincewind movía unas manos inseguras sobre la legión de vasos vacíos que tenía en la mesa ante él. Ya casi había conseguido olvidarse de las cucarachas. Una copa más y a lo mejor se olvidaba también del colchón.

—¡Sí! ¡Una bola de fuego! ¡Fluuuus! ¡Eso es!… Lo siento.

El bibliotecario apartó cautelosamente lo que quedaba de su cerveza de la trayectoria que seguían los brazos de Rincewind.

—Magia de verdad.

Rincewind disimuló un eructo.

—Oook.

Contempló los restos espumosos de su última cerveza, y entonces, con mucho cuidado para que no se le cayera la tapa de los sesos, se inclinó hacia abajo y vertió un poco en un platito para el Equipaje. El baúl estaba tumbado tranquilamente bajo la mesa, lo cual resultaba un alivio. Por lo general, solía avergonzarlo en los bares cuando se deslizaba hacia los clientes y los aterrorizaba hasta que le daban sus patatas fritas.

Se preguntó sin mucha claridad en qué momento había descarrilado su tren de pensamientos.

—¿Por dónde iba?

—Oook —le recordó el bibliotecario.

—Eso. —Rincewind se animó—. No tenían toda esa tontería de los niveles y las jerarquías, ¿sabes? En aquellos tiempos, había rechiceros. Salían al mundo real, descubrían nuevos conjuros, corrían aventuras…

Metió un dedo en un charquito de cerveza y trazó un tembloroso dibujo en la madera sucia y arañada de la mesa.

Como le había señalado uno de sus tutores «decir que su falta de comprensión de la teoría mágica era “abismal” no dejaba ninguna palabra disponible para su talento práctico». Eso siempre le había asombrado. No le parecía correcto que a uno tuviera que dársele bien la magia para ser mago. En su interior, sabía que era un mago. El talento para la magia no tenía nada que ver. Era simplemente un añadido, no bastaba para definir a nadie.

—Cuando era pequeño —dijo pensativo—, vi en un libro el retrato de un rechicero. Estaba de pie en la cima de una montaña, movía los brazos y las olas subían hasta él, ya sabes, como hacen en la Bahía de Ankh cuando hay temporal, y los relámpagos lo rodeaban…

—¿Oook?

—Pues no sé por qué no, quizá llevaba botas de goma —replicó Rincewind antes de proseguir, soñador—: Y tenía cayado y sombrero, igual que los míos. Los ojos le brillaban, las puntas de los dedos le chisporroteaban, y yo pensé: «Algún día seré así…»

—¿Oook?

—Bueno, sólo medio.

—Oook.

—¿Y cómo te las arreglas para pagarlo? Siempre que alguien te da dinero, te lo comes.

—Oook.

—Increíble.

Rincewind terminó su dibujo en la cerveza. Era una figurita rígida en la cima de un acantilado. No se le parecía mucho (dibujar con brebajes rancios no es lo que se dice un arte), pero se notaba la intención.

—Eso es lo que quería ser —asintió—. ¡Pumba! Nada de tantas tonterías. Ahora ya sólo hay libros y cosas por el estilo. Lo que necesitamos es magia de verdad.

Esta última frase le podría haber valido el premio del día a la afirmación más equivocada si Rincewind no hubiera añadido después:

—Es una pena que ya no queden auténticos magos.

* * *

Peltre golpeó la mesa con la cuchara.

Resultaba una figura impresionante con la túnica ceremonial y la capucha de púrpura y sabanadija[6]del Venerable Consejo de Videntes, y la faja amarilla que lo identificaba como mago de quinto nivel. Llevaba tres años en el quinto nivel, a la espera de que alguno de los sesenta y cuatro magos del sexto tuviera la amabilidad de caerse muerto y dejar una vacante. Aun así, estaba de muy buen humor. No sólo había tomado ya una buena cena, sino que además tenía en sus habitaciones un frasquito de un veneno con garantía de insipidez que, usado con corrección, le garantizaría el ascenso en pocos meses. La vida le sonreía.

El gran reloj al otro lado de la sala tembló al borde de las nueve en punto.

Los golpes de cuchara no habían surtido mucho efecto. Peltre cogió una enorme jarra de cerveza y la sacudió contra la mesa con todas sus fuerzas.

—¡Hermanos! —gritó. Asintió cuando las conversaciones murieron—. Gracias. Por favor, levantaos para la ceremonia de… eh… de las llaves.

Una oleada de risas recorrió la sala, se oyó un murmullo generalizado de expectación mientras los magos empujaban hacia atrás los bancos y se ponían en pie, inseguros.

Las dobles puertas de la sala estaban cerradas con llave y tres cerrojos. El archicanciller, al acercarse, tenía que pedir permiso para entrar tres veces antes de que le abrieran, simbolizando que su nombramiento contaba con la aprobación de toda la comunidad mágica. O algo por el estilo. Los orígenes se perdían en el amanecer de los tiempos, cosa que era tan buen motivo como cualquier otro para seguir con la costumbre.

Las conversaciones cesaron. Los magos reunidos miraron en dirección a la puerta.

Resonó un suave golpe.

—¡Lárgate! —gritaron los magos (y algunos lo consideraban una muestra de humor sutil).

Peltre cogió el gran aro de hierro que reunía las llaves de la Universidad. No todas eran metálicas. No todas eran visibles. Y algunas tenían un aspecto muy, muy raro.

—¿Quién es aquel que llama a la puerta? —entonó.

Yo.

Había algo extraño en la voz: a cada mago le parecía que el que hablaba estaba de pie junto a él. La mayoría llegaron incluso a mirar por encima de sus hombros.

En aquel momento de silencio asombrado, resonó el tintineo agudo de la cerradura. Todos contemplaron fascinados y horrorizados cuando los candados de hierro se abrieron por su cuenta y riesgo. Los grandes tablones de roble, que el tiempo había transformado en algo más duro que la roca, salieron de sus lugares. Las bisagras brillaron con un fuego que iba del rojo al amarillo y luego al blanco, y por último explotaron. Lentamente, con una inevitabilidad espantosa, las puertas se desplomaron hacia el interior de la sala.

Había una figura indefinida entre los restos humeantes de las bisagras.

—Diablos, Virrid —dijo uno de los magos que estaban más cerca—, menudo truco.

Cuando la figura se situó bajo la luz, todos cayeron en la cuenta de que, desde luego, no era Virrid Gansocanso.

Era como mínimo una cabeza más bajo que cualquier otro mago, y llevaba una sencilla túnica blanca. También era varias décadas más joven: aparentaba unos diez años, y en una mano sostenía un cayado considerablemente más alto que él.

—Oye, no es ningún mago…

—¿Y dónde tiene la capucha?

—¿Y el sombrero, por lo menos?

El desconocido avanzó junto a los atónitos magos, hasta llegar a la cabecera de la mesa. Peltre bajó la vista hacia el delgado rostro infantil, enmarcado por una mata de pelo rubio, y se fijó sobre todo en los ojos dorados que allí brillaban. Pero advirtió que no le miraban a él. Parecían clavados en algún punto a quince centímetros por detrás de su cabeza. Peltre tuvo la impresión de que estaba estorbando.

Reunió toda la dignidad que pudo y se irguió en toda su estatura.

—¿Qué significa… eh… esto? —dijo.

Hubo de admitir que no era una frase muy imperiosa, pero la firmeza de la mirada incandescente parecía haberle borrado todas las palabras de la mente.

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