Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Las manos como carámbanos del hombre habían empezado a levantar la tapa de la caja, y el brillo de los octarinos del sombrero se reflejaba en un par de ojos avarientos que ya estaban bordeados de escarcha.

—¿Lo conoces? —inquirió Conina.

Rincewind se encogió de hombros.

—Lo llaman Larry el Zorro, o Fezzy el Armiño, o algo así. No sé qué roedor. No hace más que robar cosas, es inofensivo.

—Parece un tipo frío —se estremeció Conina.

—Espero que se encuentre en un lugar más cálido. ¿No crees que deberíamos cerrar la caja?

Ya no pasa nada—dijo la voz del sombrero desde el corazón del brillo—. ¡Perezcan así todos los enemigos de la magia!

Rincewind no estaba dispuesto a confiar en la palabra de un sombrero.

—Necesitamos algo para cerrar la tapa —murmuró—. Un cuchillo, o algo así. ¿Llevas alguno por casualidad?

—Date la vuelta —avisó Conina.

Se oyó un crujir de tejido, y le llegó otra vaharada de perfume.

—Ya puedes mirar.

Rincewind recibió un cuchillo arrojadizo de treinta centímetros. Lo aceptó con presteza. En su filo brillaban diminutas partículas de metal.

—Gracias. —Se dio la vuelta—. Espero no haberte dejado sin ninguno.

—Tengo otros.

—Estaba seguro.

Rincewind extendió la mano en la que sostenía el cuchillo. Cuando lo acercó a la caja de cuero, la hoja se tornó blanca y empezó a humear. Dejó escapar un gemido cuando el frío le rodeó la mano: era un frío ardiente, como un puñal, un frío que reptaba por su brazo y atacaba con decisión a su mente. Se obligó a mover los dedos entumecidos y, con gran esfuerzo, bajó la tapa con la punta del puñal.

El brillo desapareció. La nieve dejó de caer y se transformó en una llovizna.

Conina apartó a Rincewind de un codazo y arrancó la caja de los brazos helados.

—Me gustaría poder hacer algo por él. No me parece bien dejarlo aquí.

—No le importará —replicó Rincewind sin convicción.

—Quizá, pero podríamos apoyarlo contra la pared. O algo por el estilo.

Rincewind asintió y agarró al ladrón congelado por su brazo de hielo. El hombre se le resbaló y fue a estrellarse contra las losas del callejón.

Donde se hizo pedazos.

Conina contempló los pedazos.

—Ugh —dijo.

Oyeron un ruido procedente de la puerta trasera de la Cabeza de Troll. Rincewind sintió que le arrancaban el cuchillo de las manos y que luego pasaba volando junto a su oreja, en una trayectoria segura que terminó en el poste, a veinte metros. Una cabeza que se había asomado se retiró apresuradamente.

—Lo mejor será que nos vayamos —dijo Conina, al tiempo que echaba a andar por el callejón—. ¿Hay algún lugar donde podamos escondernos? ¿En tu casa?

—Por lo general, duermo en la Universidad —explicó Rincewind, que trotaba junto a ella.

No debes volver a la Universidad —gruñó el sombrero desde las profundidades de su caja.

Rincewind asintió distraídamente. La idea no le parecía nada atractiva, desde luego.

—Además, no se permiten las visitas femeninas de noche —explicó.

—¿Y de día?

—No, tampoco.

Conina suspiró.

—Vaya tontería. ¿Qué tenéis los magos contra las mujeres?

Rincewind frunció el ceño.

—No podemos poner nada contra las mujeres —replicó—. Ahí está el problema.

* * *

Una siniestra niebla gris serpenteaba por los muelles de Morpork, goteaba en los aparejos, se enroscaba a los tejados semiderrumbados, rondaba por los callejones. Algunos pensaban que, de noche, los muelles eran aún más peligrosos que las Sombras. Dos atracadores, un ratero y alguien que se había limitado a tocar a Conina en el hombro para preguntarle la hora, lo habían descubierto ya.

—¿Te importa si te hago una pregunta? —dijo Rincewind, saltando sobre el desdichado viandante que yacía enroscado en su universo privado de dolor.

—¿Cuál?

—Bueno, es que no me gustaría ofenderte…

—¿Cuál?

—No he podido evitar darme cuenta de que…

—¿Mmm?

—Tienes una cierta manera de comportarte con los desconocidos.

Rincewind se agachó, pero no sucedió nada.

—¿Qué pasa, te has caído? —preguntó Conina.

—Lo siento.

—Ya sé lo que estás pensando. No lo puedo evitar, he salido a mi padre.

—¿Quién era? ¿Cohen el Bárbaro?

Rincewind sonrió para demostrar que era una broma. Al menos, las comisuras de sus labios se curvaron desesperadamente hacia arriba.

—No tienes por qué reírte de ello, mago.

—¿De qué?

—No es culpa mía.

Rincewind movió los labios sin emitir el menor sonido.

—Lo siento —consiguió decir al final—. ¿Te he entendido bien? ¿De verdad tu padre es Cohen el Bárbaro?

—Sí —bufó la chica—. Todo el mundo tiene que tener un padre. Supongo que hasta tú —añadió.

Examinó el terreno antes de doblar una esquina.

—Tenemos campo libre, vamos —dijo. Cuando ya estuvieron caminando sobre los guijarros húmedos, siguió hablando—: Supongo que tu padre era mago, ¿no?

—Pues no lo creo. La hechicería no es lo que se dice una profesión hereditaria.

Hizo una pausa. Conocía a Cohen, incluso había estado invitado en una de sus bodas, cuando se casó con una chica de la edad de Conina. Si algo se podía decir de Cohen, era que se las arreglaba para llenar de minutos cada hora.

—A mucha gente le gustaría salir a Cohen. Es decir, fue el mejor luchador, el mejor ladrón, el…

—Les gustaría a muchos hombres —le espetó Conina.

Se apoyó contra una pared y le miró.

—Escucha —dijo—, hay una palabra larga, no me acuerdo, me la dijo una vieja bruja…, los magos entendéis mucho de palabras largas.

Rincewind pensó en palabras largas.

—¿Mermelada? —sugirió.

La chica sacudió la cabeza, irritada.

—Significa que sales a tus padres.

Rincewind frunció el ceño. El tema de los padres no se le daba bien.

—¿Cleptomanía? ¿Receptividad? —aventuró.

—Empieza por H.

—¿Hedonismo? —señaló Rincewind a la desesperada.

—Hierrodietario —recordó Conina—. Aquella bruja me lo explicó. Mi madre era bailarina en el templo de no sé qué dios loco, mi padre la rescató, y… bueno, y se quedaron juntos una temporada. Dicen que tengo la cara y el tipo de mi madre.

—Y no están nada mal —apuntó Rincewind con desesperada galantería.

Ella se sonrojó.

—Sí, pero de él he sacado unos tendones con los que se podría amarrar un barco, unos reflejos como los de una serpiente en una lata caliente, una espantosa tendencia a robar cosas y esta horrible sensación de que, cada vez que conozco a alguien, debería lanzarle un cuchillo contra los ojos desde veinticinco metros de distancia. Además, puedo hacerlo —añadió al final con cierto orgullo.

—Cielos.

—A los hombres les molesta mucho.

—No me extraña —replicó débilmente.

—Quiero decir, cuando mis novios se enteran, es difícil retenerlos.

—Excepto por la garganta, supongo.

—No es lo que se dice una buena base para una relación.

—No, claro —asintió Rincewind—. De todas maneras, resulta muy útil si quieres ser una famosa ladrona bárbara.

—Pero no —suspiró Conina—, si lo que quieres ser es peluquera…

—Ah.

Los dos contemplaron la niebla.

—¿De verdad quieres ser peluquera? —preguntó Rincewind.

Conina asintió con tristeza.

—Pero imagino que no hay mucha demanda de peluqueras bárbaras —dijo él—. Es decir, nadie quiere un lavado y corte de cabeza.

—Lo que pasa es que, cada vez que veo un estuche de manicura, siento la tentación de usar el cortacutículas como puñal.

Rincewind suspiró.

—Te entiendo. Yo quería ser mago.

—¡Pero tú eres mago!

—Ah. Bueno, claro, pero…

—¡Silencio!

Rincewind se vio lanzado contra la pared, donde un reguero de niebla condensada empezó a gotearle inexplicablemente por el cuello. En la mano de Conina había aparecido de manera misteriosa un ancho cuchillo arrojadizo, y la chica estaba acuclillada como un animal salvaje, o peor aún, como un ser humano salvaje.

—¿Qué…? —empezó Rincewind.

—¡Silencio! —siseó ella—. ¡Se acerca algo!

Se levantó con un movimiento ágil, adelantó una pierna y lanzó el cuchillo.

Se oyó un sólo impacto, hueco, como de madera.

Conina se puso de pie y escudriñó la oscuridad. Por una vez, la sangre heroica que corría por sus venas, aniquilando todas las posibilidades de una vida vestida con batista rosa, se vio desconcertada.

—Acabo de asesinar a una caja de madera —dijo.

Rincewind asomó la cabeza por la esquina.

El Equipaje se alzaba en la calle húmeda, el cuchillo aún vibraba en su tapa, y miraba a Conina. Luego cambió ligeramente de posición, moviendo sus patitas en un complicado paso de tango, y contempló a Rincewind. El Equipaje no tenía facciones, sólo una cerradura y un par de bisagras, pero en cuestión de miradas superaba con creces a una roca cubierta de iguanas. Miraba mejor que una estatua de ojos de cristal. Si se trataba de expresar dolor y sentimientos traicionados, el Equipaje dejaba chiquito a un spaniel apaleado. De su superficie brotaban varias flechas y espadas rotas.

—¿Qué es eso? —siseó Conina.

—No es más que el Equipaje —explicó débilmente Rincewind.

—¿Es tuyo?

—No exactamente. Bueno, más o menos.

—¿Es peligroso?

El Equipaje se volvió para mirarla de nuevo.

—Hay dos escuelas de pensamiento a ese respecto —respondió Rincewind—. Algunos dicen que es muy peligroso, y otros que es muy peligroso. ¿Qué opinas tú?

El Equipaje alzó su tapa un poquito.

Estaba hecho de madera de peral sabio, una planta tan mágica que casi se había extinguido del disco y sobrevivía sólo en uno o dos lugares. Era una especie de rododendro camenerio, sólo que no crecía en lugares donde habían caído bombas, sino en aquellos que habían visto grandes derroches de magia. Por tradición, los cayados de los magos se hacían de madera de peral sabio. Igual que el Equipaje.

Entre las capacidades mágicas del Equipaje había una bastante sencilla y directa: seguía a su propietario adoptado a cualquier lugar. No a cualquier lugar en un juego de dimensiones concreto, en un país, o en un universo, o en una vida. A cualquier lugar. Librarse de él resultaba tan sencillo como quitarse un resfriado de verano, y era considerablemente más desagradable.

El Equipaje era además el protector acérrimo de su dueño. En cambio, su relación con el resto de la creación era muy difícil de escribir, aunque se podría empezar con las palabras «maldad sanguinaria» y seguir de ahí para arriba.

Conina contempló la tapa. Se parecía mucho a una boca.

—Yo votaría por «Letalmente peligroso» —dijo.

—Le gustan las patatas fritas —sugirió Rincewind. Lo pensó mejor y aclaró—: Bueno, quizá eso sea un poco exagerado. ¿Digamos que come patatas fritas?

—¿Y qué hay de la gente?

—Eso también. Creo que, hasta ahora, unas quince personas.

—¿Eran buenas o malas?

—Cadáveres, dejémoslo ahí. Además, hace la colada: guardas la ropa dentro y sale lavada y planchada.

—¿Y cubierta de sangre?

—Eso es lo gracioso del asunto.

—¿Gracioso? —repitió Conina, cuyos ojos no se apartaban del Equipaje.

—Sí, porque… verás, el interior no es siempre igual, es multidimensional, y…

—¿Cómo se porta con las mujeres?

—Oh, no es selectivo. El año pasado se comió un libro de hechizos. Estuvo de mal humor tres días, y luego lo escupió.

—Es horrible —dijo Conina, y retrocedió.

—Oh, sí —asintió Rincewind—. No te quepa duda.

—¡Me refiero a su mirada!

—Se le da bien, ¿verdad?

Tenemos que partir hacia Klatch—dijo una voz desde el interior de la caja—. Necesitaremos uno de los barcos. Apodérate de él.

Rincewind miró hacia las sombras envueltas en niebla que poblaban las brumas, bajo el bosque de aparejos. Aquí y allá, un diminuto farol proyectaba una bolita de luz en la penumbra.

—Es difícil desobedecerle, ¿eh? —señaló Conina.

—Lo estoy intentando —replicó Rincewind.

El sudor le goteaba por la frente.

Subid a bordo ya —dijo el sombrero.

Los pies de Rincewind echaron a andar por voluntad propia.

—¿Por qué me haces esto? —gimió.

Porque no me queda más remedio. Créeme, habría preferido a un mago de octavo nivel. ¡Nadie debe usarme!

—¿Por qué no? Eres el sombrero de archicanciller.

Y a través de mí hablan todos los archicancilleres que en el mundo han sido. Soy la Universidad. Soy la Sabiduría. Soy el símbolo de la magia bajo el control del hombre… ¡y no seré usado por un rechicero! ¡No debe haber más rechiceros! ¡El mundo no soportaría la rechicería!

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