Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Dejó que la alfombra fuera a la deriva en las corrientes de aire durante un rato mientras el amanecer, que según Creosoto probablemente tendría dedos rosados, dibujaba un círculo de fuego en torno a la periferia del Disco. Extendía su luz perezosa sobre un mundo sutilmente diferente.

Rincewind parpadeó. Era una luz extraña. No, ahora que lo pensaba, no era extraña, sino EXTRAÑA, o sea, extrañísima. Era como contemplar el mundo a través de la neblina producida por el calor, pero esta neblina tenía una especie de vida propia. Danzaba y se estiraba, y parecía insinuar que no era una simple ilusión óptica, sino que se trataba de la mismísima realidad harta de recibir malos tratos.

Las ondulaciones se acrecentaban en dirección a Ankh-Morpork, donde los relámpagos y los surtidores de aire atormentado indicaban que la lucha no había cesado. Una columna similar pendía sobre Al Khali, y fue en aquel momento cuando Rincewind se dio cuenta de que no era la única.

¿No había también una torre en Quirm, donde el Mar Circular se abría al gran Océano Periférico? Y había aún más…

Las cosas iban de mal en peor. La magia llevaba las de perder. Adiós a la Universidad, a los niveles, a las Órdenes. En lo más profundo de su ser, todo mago sabía que la unidad natural de la magia era un mago. Las torres se multiplicarían, la pelea proseguiría hasta que sólo quedara una en pie, y probablemente después los magos seguirían luchando hasta que sólo quedara un mago en pie.

Que seguramente se enfrentaría a sí mismo.

Toda la estructura que equilibraba la magia se estaba derrumbando. A Rincewind le dolía en lo más profundo. Nunca se le había dado bien la magia, pero no se trataba de eso. Sabía cuál era su lugar. Estaba en la parte más baja, sí, pero sabía cuál era. Podía alzar la vista y ver el funcionamiento de la delicada maquinaria.

No tenía nada, pero ya era algo, y ahora se lo habían quitado.

Rincewind hizo maniobrar a la alfombra hasta que tuvo frente a él el brillo lejano que era Ankh-Morpork, una mota brillante a la primera luz del amanecer, y una parte de su mente no hacía otra cosa que preguntarse por qué era tan deslumbrante. También parecía haber una luna llena, y hasta Rincewind, cuyos conocimientos de filosofía natural no podían ser más vagos, estaba seguro de que el día anterior sólo había habido una.

Bueno, tampoco importaba. Ya estaba harto. No quería seguir intentando comprender nada. Se iba a casa.

Pero los magos no pueden ir nunca a casa.

Es uno de los dichos más antiguos sobre los magos, y está lleno de sentido, aunque no se sabe muy bien por qué. Los magos no pueden tener esposa, pero sí padres, y la mayoría vuelven a su pueblo natal la Noche de la Vigilia de los Puercos o el Jueves de Pastel, les gusta cantar, recordar y ver cómo los críos huyen de ellos por las calles.

Se parece bastante al otro dicho que nunca han entendido, ése de que no se puede cruzar el mismo río dos veces. Ciertos experimentos llevados a cabo con un mago de piernas largas y un río estrechito indicaron que se puede cruzar el mismo río de treinta a treinta y cinco veces en un minuto.

A los magos no les gusta mucho la filosofía. Por lo que a ellos respecta, se puede aplaudir con una sola mano, lo que pasa es que se hace la mitad de ruido.

Pero, en este caso concreto, Rincewind no podía irse a casa porque ya no tenía casa. Había una ciudad a orillas del río Ankh, pero no era la que había conocido: era blanca, limpia, y no olía como un retrete lleno de arenques muertos.

Aterrizó en lo que en el pasado había sido la Plaza de las Lunas Rotas, y la conmoción fue terrible. Había fuentes. Allí había habido fuentes antes, claro, pero el agua era más semejante a puré que a otra cosa. Ahora las losas eran blancas como la leche y tenían incrustaciones brillantes. Y, aunque el sol sobresalía por encima del horizonte como medio huevo frito, no había nadie por allí. Por lo general, Ankh era una ciudad permanentemente atestada, y el color del cielo no era más que un detalle de fondo.

El humo se alzaba de la ciudad en altas columnas aceitosas, y sobre la Universidad el aire parecía hervir. Era el único movimiento, aparte del de las fuentes.

Rincewind siempre había estado orgulloso del hecho de sentirse solo incluso en la abarrotada ciudad, pero las cosas eran mucho peores cuando se tenía la conciencia clara de estar solo.

Enrolló la alfombra, se la cargó al hombro y echó a andar por las calles desiertas en dirección a la Universidad.

El viento abría y cerraba las puertas. La mayor parte del edificio estaba destrozado por los hechizos perdidos. La torre de rechicería, demasiado alta como para ser real, parecía intacta. No se podía decir lo mismo de la vieja Torre del Arte. La mitad de la magia dirigida contra la torre contigua parecía haber rebotado para estrellarse contra ella. Se había fundido en buena parte. Algunas zonas brillaban, otras estaban cristalizadas, algunas incluso se habían salido del marco normal de las tres dimensiones. Daba pena ver a la pobre piedra tan atormentada. De hecho a la torre le había pasado de todo menos un derribo. Estaba tan maltratada que ni la gravedad se seguía ensañando con ella.

Rincewind suspiró y paseó por la base de la torre, en dirección a la biblioteca.

En dirección a donde había estado la biblioteca.

La mayor parte de las paredes seguían en pie, pero buena parte del techo se había derrumbado, y el hollín lo ennegrecía todo.

Rincewind se quedó mirando el lugar.

Luego, dejó caer la alfombra y echó a correr, tropezando y resbalando entre los cascotes que casi bloqueaban la entrada. Las piedras seguían cálidas. Aquí y allá, entre los restos, algunas estanterías humeaban.

Cualquier espectador habría visto a Rincewind correr por entre los montones de piedras, rebuscando entre ellas, apartando los muebles chamuscados y moviendo los fragmentos de techo caído con una fuerza que tampoco podría calificarse de sobrehumana, para qué engañarnos.

Lo hubiera visto detenerse en un par de ocasiones para recuperar el aliento, y luego volver a lanzarse a la búsqueda, cortándose las manos con fragmentos de cristal medio fundido procedentes de la cúpula. Quizá hubiera oído los sollozos.

Por fin, sus dedos inquisitivos dieron con algo cálido y blando.

El frenético mago apartó a un lado una viga chamuscada, rebuscó entre un montón de losas rotas y miró hacia abajo.

Allí, medio aplastado por la viga, ennegrecido por el fuego, había un racimo de plátanos pasados.

Cogió uno con sumo cuidado, se sentó y lo miró largo rato.

Luego, se lo comió.

* * *

—No debimos permitir que se marchara —dijo Conina.

—¿Cómo podríamos haberlo impedido, oh bella de ojos de cervatillo?

—¡Pero puede hacer alguna estupidez!

—Me parece muy probable —asintió Creosoto.

—Mientras nosotros hacemos cosas inteligentes, como quedarnos sentados en una playa ardiente sin nada para comer o beber, ¿verdad?

—Podrías contarme un cuento —sugirió Creosoto, temblando un poco.

—Cállate.

El serifa se pasó la lengua por los labios.

—¿Ni siquiera una anécdota rápida? —gimió.

Conina dejó escapar un suspiro.

—En la vida hay más cosas aparte de la narrativa, ¿sabes?

—Lo siento. En ese tema, pierdo el control.

Ahora, a la luz del sol, la playa de fragmentos de conchas brillaba como una llanura salina. El mar no tenía mejor aspecto de día. Se movía como una delgada lámina de aceite.

En todas las direcciones, la playa se extendía formando una larguísima llanura, con la escasa animación de las dunas en las que sólo crecían hierbajos que se alimentaban de la humedad ambiental. No había rastro alguno de sombra.

—Así están las cosas —decidió Conina—: esto es una playa, y eso significa que tarde o temprano llegaremos hasta un río, de manera que sólo tenemos que ir caminando en una sola dirección.

—Pero no sabemos en cuál, deliciosa nieve en las laderas del monte Eritor.

Nijel suspiró y rebuscó en su bolsa.

—Ejem —carraspeó—. Disculpad. ¿Servirá de algo esto? Lo robé. Lo siento.

Mostró la lámpara que habían encontrado en la sala del tesoro.

—Es mágica, ¿no? —añadió esperanzado—. He oído historias sobre lámparas mágicas, ¿no vale la pena probar?

Creosoto sacudió la cabeza.

—¡Pero si dijiste que tu abuelo la utilizó para labrar su fortuna! —exclamó Conina.

—Usó una lámpara —la corrigió el serifa—. No esta lámpara. No, la lámpara original era un trasto viejo, y un día llegó un comerciante de esos que cambiaban lámparas nuevas por viejas, y mi abuela le dio la nuestra a cambio de ésta. La familia la ha conservado como recuerdo de ella. Era una auténtica idiota. No funciona, claro.

—¿Lo habéis intentado?

—No, pero no nos la habrían dado si sirviera de algo, ¿no crees?

—Frótala un poco —sugirió Conina—. No tenemos nada que perder.

—Yo en tu lugar no lo haría —advirtió Creosoto.

Nijel sostuvo la lámpara ante él. Tenía unas líneas extraordinariamente esbeltas, como si alguien la hubiera diseñado para ir muy deprisa.

La frotó.

Los efectos fueron curiosamente vulgares. Sonó un «pop» desganado, hubo una nubecilla de humo cerca de los pies de Nijel. A varios metros del humo, en la playa, apareció una línea. Se extendió rápidamente para dibujar un cuadrado en la arena, que luego desapareció.

Una figura apareció bruscamente en la playa, tropezó y dejó escapar un gemido.

Llevaba un turbante, un bronceado de los caros, un pequeño medallón de oro, calzones cortos y largas zapatillas con punteras retorcidas.

—Las cosas claras —dijo—. ¿Dónde estoy?

Conina fue la primera en recuperarse.

—Esto es una playa.

—Ya lo veo —replicó el genio—. Pregunto en qué lámpara estoy. Y en qué mundo.

—¿No lo sabes?

La criatura tomó la lámpara de manos de Nijel.

—Oh, en este trasto —asintió—. Me tocan dos semanas en agosto.

—¿Tienes muchas lámparas? —preguntó el chico.

—Y la verdad es que empiezo a estar un poco harto de ellas —asintió el genio—. De hecho estoy pensando en entrar en el tema de los anillos. Los anillos tienen futuro, hay mucho movimiento. Perdonad, muchachos, ¿qué puedo hacer por vosotros?

La última frase la formuló en ese tono de voz especial que la gente utiliza para autoparodiarse, pensando erróneamente que así parecerán menos engreídos.

—Queremos… —empezó Conina.

—Quiero algo de beber —le espetó Creosoto—. Y se supone que tenías que decir que mis deseos son órdenes para ti.

—Ya nadie dice esas tonterías —respondió el genio, haciendo aparecer un vaso en el aire.

Obsequió a Creosoto con una luminosa sonrisa que duró una centésima de segundo.

—Queremos que nos lleves al otro lado del mar, a Ankh-Morpork —dijo Conina con firmeza.

El genio la miró con cara de no comprender nada. Luego, hizo aparecer un grueso volumen[21] y lo consultó.

—Buena idea —dijo al final—. ¿Qué tal si comemos el jueves?

—¿Qué?

—Ahora estoy un poco energético.

—¿Un poco…?

—Estupendo —dijo el genio con sinceridad. Se miró la muñeca—. Vaya se me ha hecho tarde.

Desapareció.

Los tres contemplaron la lámpara en silencio pensativo. Fue Nijel quien lo rompió.

—¿Qué se ha hecho de los tipos gordos con pantalones bombachos y el Escucho Y Obedezco Oh Amo?

Creosoto bufó. Acababa de beberse el contenido del vaso. Era agua con gas, y sabía a neumáticos calientes.

—¡No pienso soportarlo! —se enfureció Conina.

Cogió la lámpara y la frotó como si lamentara no tener un estropajo en la mano.

El genio reapareció en un lugar diferente, que seguía estando a varios metros de la débil explosión y la obligatoria nube de humo.

Ahora sostenía algo curvo y brillante cerca de su oreja, y escuchaba con atención. Miró el rostro furioso de Conina y se las arregló para sugerir, con un simple arqueo de cejas y un rápido movimiento de la mano libre, que en aquel momento estaba ocupado con asuntos molestos, cosa que por desgracia le impedía dedicarle su atención inmediatamente, pero que en cuanto se librara de su inoportuno interlocutor la chica podía contar con que sus deseos, sin duda unos deseos inteligentes y sensatos, serían órdenes para él.

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