Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—¡Pero es que sabía mi nombre!

Pues claro que lo sabemos, idiota. Al fin y al cabo somos mágicos, ¿no?

La voz del sombrero no sólo era aterciopelada, cosa natural dadas las circunstancias; además, tenía un extraño efecto coral, como si muchas voces desagradables hablaran al mismo tiempo, casi al unísono.

Rincewind se rehízo como pudo.

—Oh, gran sombrero —declamó en tono pomposo—. Haz caer tu ira sobre esta mujer imprudente que ha tenido la audacia, no, la…

Corta el rollo. Me robó porque yo se lo ordené. Y lo hizo muy bien, por cierto.

—¡Pero si es una…! —Rincewind titubeó—. Pertenece al sexo femenino —murmuró al final.

Igual que tu madre.

—Sí, bueno, pero ella se fugó antes de que yo naciera.

De todas las tabernas de mala reputación que hay en la ciudad, tenías que elegir la suya —se quejó el sombrero.

—Es el único mago que he encontrado —explicó la chica—, me pareció que serviría. Tenía un sombrero que ponía «Echicero», y todo eso.

No te creas todo lo que lees. Bueno, ahora ya es demasiado tarde. No nos queda mucho tiempo.

—Alto ahí, alto ahí —interrumpió Rincewind, apremiante—. ¿Qué está pasando? ¿Querías que ella te robara? ¿Por qué no nos queda mucho tiempo? —Señaló el sombrero con gesto acusador—. Además, no deberías ir por ahí dejando que te robaran, se supone que debes estar en… ¡en la cabeza del archicanciller! La ceremonia era esta noche, se me olvidó por completo…

En la Universidad está ocurriendo algo terrible. Es vital que no nos hagan ir allí, ¿comprendes? Tienes que llevarnos a Klatch, donde hay alguien digno de usarme.

—¿Por qué?

Rincewind se dio cuenta de que en aquella voz había algo muy, muy extraño. Parecía imposible desobedecerla, como si estuviera hecha de destino sólido. Si le ordenaba que saltara por un barranco, estaría a medio camino antes de que se le ocurriera negarse.

Se aproxima la muerte de toda la magia.

Rincewind miró a su alrededor, sintiéndose culpable.

—¿Por qué?

El mundo va a terminar.

—¿Por qué?

Hablo en serio—refunfuñó el sombrero—. El triunfo de los Gigantes de Hielo, El Apocrilipsis, el Despido de los Dioses, el acabóse.

—¿Podemos impedirlo?

En ese aspecto, el futuro es incierto.

La expresión de decidido horror de Rincewind se desvaneció poco a poco.

—¿Se trata de un acertijo?

Creo que todo sería más sencillo si haces lo que te dicen sin intentar comprender las cosas—replicó el sombrero—. Jovencita, vuelve a meternos en la caja. Pronto habrá mucha gente buscándonos.

—Eh, alto ahí —dijo Rincewind—. Hace años que te conozco, y nunca habías hablado.

No tenía nada que decir.

Rincewind asintió. Parecía una respuesta sensata.

—Mira, mételo en la caja y vamos allá —dijo la chica.

—Un poco más de respeto, jovencita —dijo Rincewind con gesto altivo—. Estás hablando del más alto símbolo de la magia.

—Entonces, llévalo tú.

—Oye, espera —dijo Rincewind, apresurándose tras ella mientras atravesaban callejones, cruzaban una estrecha avenida y entraban en otro callejón, entre un par de casas que se inclinaban tan ebriamente que los pisos superiores llegaban a tocarse.

Ella se detuvo.

—¿Qué pasa? —le espetó.

—Eres el ladrón… bueno, la ladrona misteriosa, ¿no? —preguntó—. Todo el mundo habla de ti, dicen que has robado cosas hasta de habitaciones cerradas, y todo eso. Eres diferente de como te imaginaba.

—¿Sí? —replicó la chica con frialdad—. ¿Y cómo me imaginabas?

—Pues, mmm… más baja.

—¡Anda ya! ¡Vamos!

Las farolas de la calle, que en aquella zona de la ciudad no abundaban demasiado, desaparecieron por completo en un momento dado. Ante ellos sólo quedaba una oscuridad tensa.

—¡Vamos! —repitió la chica—. ¿De qué tienes miedo?

Rincewind respiró hondo.

—De los asesinos, ladrones, atracadores, violadores, revientapisos, rateros, chantajistas y homicidas —respondió—. ¡Nos estamos metiendo en Las Sombras![8]

—Sí, pero aquí no vendrán a buscarnos.

—Puede que sí vengan, lo que pasa es que no saldrán —señaló Rincewind—. Y nosotros tampoco. Es decir, una joven tan bonita como tú… No soporto la idea de que… Por aquí vive una gente que…

—Por suerte tú me protegerás.

Rincewind oyó el sonido de múltiples pies a paso de marcha, demasiado cerca de ellos.

—¿Sabes? —suspiró—. Estaba seguro de que dirías eso.

Un hombre puede caminar por estas calles, se dijo. Pero será mucho mejor que corra.

* * *

En aquella neblinosa noche primaveral, las calles de las Sombras estaban tan oscuras que nos resultaría difícil seguir el avance de Rincewind por ellas, de manera que describiremos mejor los ornamentados tejados, el bosque de chimeneas retorcidas, y admiraremos las pocas estrellas parpadeantes que se las arreglan para taladrar la niebla. Será mejor que pasemos por alto los sonidos de abajo… el ruido de pies, las carreras apresuradas, los gritos, los gemidos ahogados. Puede que haya algún animal salvaje recorriendo las Sombras, y también puede que lleve dos semanas a dieta de hambre.

En algún lugar del centro de las Sombras (nadie ha hecho nunca un mapa decente del barrio), hay un pequeño patio. Allí por lo menos brillan algunas antorchas en los muros, pero la luz que proyectan es una luz propia de las Sombras: desagradable, enrojecida, oscura en el centro.

Rincewind entró en el patio tambaleándose, y se apoyó en una pared para sostenerse en pie. La chica se situó tras él, bajo una de las luces, canturreando para sus adentros.

—¿Te encuentras bien? —preguntó ella.

—Nrrrg —dijo Rincewind.

—¿Cómo?

—Esos hombres —tartamudeó—. Quiero decir, les diste unas patadas en…, cuando los agarraste por…, cuando apuñalaste a aquél justo en…, ¿quién eres?

—Me llamo Conina.

Rincewind la miró un momento, inexpresivo.

—Lo siento, no me suena.

—Es que no llevo mucho tiempo por aquí.

—Sí, no me parecía que fueras de la ciudad —asintió—. Me habría enterado.

—He alquilado unas habitaciones aquí. ¿Entramos?

Rincewind contempló el destartalado poste, apenas visible a la tenue luz de las antorchas chisporroteantes. Indicaba que la posada tras la pequeña puerta oscura ostentaba el nombre de Cabeza de Troll.

Quizá alguien haya llegado a la conclusión de que el Tambor Parcheado, escenario de las reyertas de hace apenas una hora, era una taberna de mala reputación. No es cierto. Es una taberna con reputación de mala reputación. Sus clientes tienen una cierta respetabilidad de canallas: se pueden asesinar unos a otros de una manera familiar, de igual a igual, pero no lo hacen con mala intención. Allí podría entrar un niño a pedir una limonada con la seguridad de que no le sucedería nada malo, como máximo recibiría un pescozón de su madre cuando ésta se enterase de su nuevo vocabulario ampliado. En las veladas más tranquilas, cuando estaba seguro de que el bibliotecario no se iba a presentar, el propietario hasta ponía platitos con cacahuetes en la barra.

Cabeza de Troll era harina de otro costal, y de un costal bastante más sucio. Si sus clientes se reformaban, se lavaban de arriba abajo y renovaban su imagen hasta el punto de resultar irreconocibles, quizá, y sólo quizá, podrían aspirar a que los considerasen desperdicios de la sociedad. Y en las Sombras, desperdicio quiere decir desperdicio.

Por cierto, lo que hay en el poste no es un cartel. Cuando decidieron llamar al local Cabeza de Troll, no se anduvieron con rodeos.

Algo mareado, aferrando la gruñona caja del sombrero contra su pecho, Rincewind entró.

Silencio. Un silencio que los rodeó casi con tanta fuerza como el humo de una docena de sustancias destinadas a convertir en queso cualquier cerebro normal. Los ojos de sospecha los miraron entre la neblina.

Un par de dados tintinearon sobre una mesa. Fue un sonido muy fuerte, y probablemente no mostraban el número de la suerte de Rincewind.

Fue consciente de que las miradas de los clientes seguían a la figura blanca y sorprendentemente menuda de Conina cuando cruzó la sala. Miró de reojo los rostros atentos de los hombres que lo matarían sin pensar (y de hecho les resultaría mucho más sencillo lo primero que lo segundo).

En el lugar que hubiera ocupado la barra en una taberna decente, no había más que una hilera de botellas negras y un par de barriles mohosos.

El silencio se cerró sobre ellos como un torniquete. Será en cualquier momento, pensó Rincewind.

Un hombretón corpulento, vestido sólo con un chaleco de piel y un taparrabos de cuero, echó hacia atrás su taburete, se puso trabajosamente en pie y guiñó un ojo a sus camaradas. Abrió una boca como un agujero inmenso.

—¿Buscas a un hombre, nena? —preguntó.

—Te ruego que me dejes pasar.

Una oleada de carcajadas recorrió la sala. La boca de Conina se cerró como un sobre.

—Ah —gorgoteó el hombretón—, muy bien, muy bien, me gustan las chicas temperamentales…

La mano de Conina se movió. Era como un rayo blanco que se detenía aquí y allá: tras unos segundos de incredulidad, el hombre dejó escapar un pequeño gemido y se dobló sobre sí mismo, muy despacio.

Rincewind retrocedió y se encogió al tiempo que los demás hombres presentes se inclinaban hacia adelante. Su primer instinto fue huir, y supo que ese instinto le causaría una muerte inmediata. Al otro lado de la puerta estaban las Sombras. No sabía qué le iba a suceder, pero le sucedería allí donde estaba. No era una idea nada tranquilizadora.

Una mano se cerró sobre su boca. Dos más le arrancaron la caja del sombrero de entre los brazos.

Conina giró junto a él, al tiempo que se levantaba la falda para estampar un piececito contra un lugar concreto cerca de la cintura de Rincewind. Alguien gimió junto a su oído antes de derrumbarse. Mientras la chica describía graciosas piruetas, se las arregló para coger dos botellas, romperlas contra una mesa y caer de pie, con los extremos cortantes ante ella. En la jerga callejera las llamaban «dagas de Morpork».

Al verlas, los clientes de la Cabeza de Troll perdieron todo el interés.

—Alguien se ha llevado el sombrero —consiguió murmurar Rincewind entre los labios secos—. Han salido por la puerta trasera.

La chica le miró y se dirigió hacia la puerta. La multitud de clientes se apartó automáticamente de su paso, como tiburones que reconocieran a otro tiburón, y Rincewind se apresuró a correr tras Conina antes de que les diera tiempo a llegar a alguna conclusión sobre él.

Salieron a otro callejón y lo recorrieron hasta llegar a la calle.

Rincewind trató de seguir a su altura. La gente que la seguía solía acabar con objetos afilados incrustados, y no estaba seguro de que Conina recordara que él estaba de su lado, fuera cual fuera ese lado.

Caía una llovizna fina, desganada. Y al final del callejón se divisaba un tenue brillo azulado.

—¡Espera!

El terror que asomaba en la voz de Rincewind bastó para que ella se detuviera.

—¿Qué pasa?

—¿Por qué se ha parado?

—Se lo preguntaré —respondió Conina con firmeza.

—¿Por qué está cubierto de nieve?

La chica se dio media vuelta con las manos en las caderas, dando golpecitos impacientes con el pie sobre el suelo húmedo.

—¡Rincewind, hace una hora que te conozco, y me sorprende que hayas sobrevivido siquiera ese tiempo!

—Pero lo cierto es que he sobrevivido, ¿no? Se me da muy bien, te lo puede decir cualquiera. Soy un adicto.

—¿Adicto a qué?

—A la vida. Me enganché a edad muy temprana y no pienso dejarlo. ¡Así que créeme, aquí falla algo!

Conina volvió la vista hacia la figura rodeada por la brillante aura azul. Parecía sostener algo entre las manos.

La nieve se le posaba sobre los hombros como un caso grave de caspa. Un caso terminal de caspa. Rincewind tenía instinto para estas cosas, y sospechaba que el hombre estaba ahora en un lugar donde el champú ya no servía de nada.

Se deslizaron junto a un muro brillante.

—Desde luego, esto es muy extraño —tuvo que reconocer la chica.

—¿Te refieres al hecho de que ese tipo tiene un temporal de nieve privado?

—Pues no parece que le moleste. Está sonriendo.

—Yo diría que es una sonrisa gélida.

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