Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Tenemos que salir de aquí —dijo Nijel para no perder su reputación de observador perspicaz.

—Agarraos —ordenó Rincewind—. Diré…

—Ni hablar —le interrumpió Conina, de rodillas junto a él—. Yo diré lo que haya que decir. No me fío de ti.

—Pero si…

—Silencio. —Conina dio unas palmaditas a la alfombra—. Alfombra… elévate —ordenó.

Hubo una pausa.

—Arriba.

—Quizá no comprenda el idioma —señaló Nijel.

—Asciende. Levita. Vuela.

—O a lo mejor sólo responde a una voz concreta…

—Cállate.

—No me parece una palabra adecuada para hacerla volar. Prueba con «funciona».

—O con «Remóntate» —sugirió Creosoto.

Varias toneladas de piedras pasaron a pocos centímetros de su cabeza.

—¡Arranca, maldita! —gritó Conina—. ¡Arrrgh!

Un trozo de muro le arañó el hombro. Se frotó la zona dolorida con irritación, y se volvió hacia Rincewind, quien se había sentado con las rodillas bajo la barbilla y tenía el sombrero calado hasta los ojos.

—¿Por qué no funciona? —preguntó la chica.

—Porque no dices las palabras adecuadas —replicó.

—¿Es que no comprende el idioma?

—El idioma no tiene nada que ver con esto. Te estás olvidando de algo fundamental.

—¿El qué? ¡Habla!

—¿Qué más? —indicó Rincewind, alzando la nariz.

—¡Oye, no es momento para pensar en tu dignidad!

—Sigue intentándolo, por mí…

—¡Hazla volar!

Rincewind se caló aún más el sombrero.

—¿Por favor? —suspiró Conina.

El sombrero se alzó un poco.

—Vamos a morir aplastados —dijo Nijel.

—Anda, por favor —aportó Creosoto.

El sombrero se alzó aún más.

—¿Estáis seguros? —preguntó Rincewind.

—¡Sí!

El mago se aclaró la garganta.

—Abajo —ordenó.

La alfombra se elevó y quedó suspendida, expectante, a un metro por encima del suelo.

—¿Cómo has…? —se asombró Conina.

—Los magos poseen conocimientos arcanos —la interrumpió Nijel—. Seguramente ha sido eso. La alfombra debe de tener una gesta o algo así, para hacer exactamente lo contrario de lo que le dicen. ¿Puedes hacer que suba más?

—Sí, pero no pienso intentarlo.

La alfombra se deslizó lentamente hacia adelante y, como suele suceder en estas ocasiones, un trozo de muro se desplomó exactamente en el lugar donde había estado.

Un momento más tarde se encontraban al aire libre, y la tormenta de piedra quedaba tras ellos.

El palacio se estaba derrumbando, y los pedazos ascendían por el aire como una erupción volcánica pero al revés. La torre rechicera había desaparecido por completo, pero las piedras se deslizaban hacia el lugar donde se había erguido y…

—¡Están construyendo otra torre! —exclamó Nijel.

—Y con mi palacio —dijo Creosoto.

—El sombrero ha ganado —explicó Rincewind—. Por eso construye su propia torre. Es una especie de reacción. Los magos siempre se construyen torres, como esos… ¿cómo se llaman esas cosas que hay en el fondo de los ríos?

—Ranas.

—Piedras.

—Gángsters fracasados.

—Me refería a los fríganos. Cuando un mago empieza una pelea, lo primero que hace es construirse una torre.

—Es muy grande —señaló Nijel.

Rincewind asintió, sombrío.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Conina.

Rincewind se encogió de hombros.

—Lejos.

El muro exterior del palacio acababa de pasar bajo ellos. Mientras lo sobrevolaban, empezó a temblar, y los ladrillos volaron hacia la tormenta de rocas flotantes que flotaba en torno a la nueva torre.

—Muy bien —suspiró Conina al final—, me rindo, ¿cómo conseguiste que la alfombra volara? ¿De verdad hace lo contrario de lo que le ordenas?

—No. Sencillamente, centré mi atención en ciertos detalles fundamentales de su ubicación espacial.

—Me he perdido —admitió la chica.

—¿Quieres que te lo explique sin jerga de mago?

—Sí.

—La habías extendido del revés.

Conina se quedó callada un rato.

—Tengo que reconocer que es muy cómoda —dijo eventualmente—. Es la primera vez que vuelo en una alfombra.

—Es la primera vez que manejo una —señaló Rincewind.

—Lo haces muy bien.

—Gracias.

—Dijiste que te daban miedo las alturas.

—Me aterrorizan.

—Pues no se te nota.

—Porque no estoy pensando en ello.

Rincewind volvió la cabeza y contempló la torre que quedaba tras ellos. Había crecido bastante durante el último minuto, en su cúspide florecía un ramo de torreones y parapetos. Sobre ella planeaba una nube de baldosas, que iban encajando entre ellas. Era imposiblemente alta… Las piedras de la base habrían quedado aplastadas de no ser por la magia que crepitaba por ellas.

Bien, allí acababa la hechicería organizada. Dos mil años de magia tranquila acababan de irse a hacer gárgaras, las torres se alzaban de nuevo y, con toda la nueva magia pura que flotaba al azar, algo iba a resultar gravemente dañado. El universo, probablemente. El exceso de magia podía retorcer el tiempo y el espacio y eso no era una buena noticia para las personas acostumbradas a ciertas comodidades, como por ejemplo el que los efectos vayan precedidos de las causas.

Y, por supuesto, Rincewind no podía explicárselo a sus compañeros. No se daban cuenta de lo que sucedía. Concretamente, no se daban cuenta de que estaban perdidos. Se encontraban bajo la engañosa sensación de que era posible hacer algo. Estaban decididos a hacer que el mundo funcionara a su gusto o a morir en el intento, y lo malo de morir en un intento es que mueres en el intento.

Lo principal de la organización de la antigua Universidad era que mantenía una especie de paz entre los magos, que por lo general se llevan tan bien entre ellos como gatos en un saco. Ahora se habían acabado los guantes de seda, y cualquiera que intentara intervenir se llevaría buenos arañazos. Aquella magia no era la magia antigua, suave, bastante idiota, a la que estaba acostumbrado el Disco. Era una guerra mágica, al rojo blanco y cada vez más cruel.

A Rincewind no se le daba muy bien la precognición. La verdad es que apenas veía el presente. Pero sabía con una certeza terrible que, en algún momento del futuro próximo (unos treinta segundos o algo así), alguien diría: «Seguro que podemos hacer algo, ¿no?».

—Parece que no hay muchas estrellas —señaló Nijel—. Quizá les dé miedo salir.

Rincewind alzó la vista. Había un brillo plateado en el aire.

—Es la magia que llena la atmósfera —dijo—. Está saturada.

Veintisiete, veintiocho, vein…

—Seguro que podemos… —empezó Conina.

—No —replicó simplemente Rincewind, con una cierta satisfacción—. Los magos seguirán luchando hasta que uno resulte vencedor. Y nadie puede hacer nada.

—Me vendría bien beber algo —dijo Creosoto—. ¿No podemos parar en algún sitio donde haya un bar para que lo compre?

—¿Con qué? —preguntó Nijel—. ¿No te acuerdas de que ahora eres pobre?

—No me importa ser pobre —suspiró el serifa—. Lo que me preocupa es la sobriedad.

Conina dio un suave codazo a Rincewind en las costillas.

—¿Estás dirigiendo este trasto? —preguntó.

—No.

—Entonces, ¿adónde va?

Nijel miró hacia abajo.

—Parece que en dirección eje, rumbo al Mar Circular.

—Alguien tiene que dirigir la alfombra.

Hola, dijo una voz amistosa en la cabeza de Rincewind.

No serás mi conciencia otra vez, ¿verdad?, pensó Rincewind.

Me encuentro muy mal.

Vaya, cuánto lo siento, pero no es culpa mía. Soy una víctima de las circunstancias. No tengo por qué cargar con la responsabilidad.

No, pero podrías hacer algo.

¿Por ejemplo?

Por ejemplo, destruir al rechicero. Todo esto se derrumbaría.

Es absolutamente imposible.

Pero al menos podrías morir en el intento. Eso sería mejor que dejar que estallara una guerra mágica.

—¿Te quieres callar de una vez? —dijo Rincewind.

—¿Qué? —respondió Conina.

—¿Eh?

Miró hacia abajo, contemplando el estampado azul y amarillo sobre el que iba sentado.

—¡Tú estás guiando esto a través de mí! ¿Verdad? ¡Es trampa!

—¿De qué hablas?

—Perdona, me lo decía a mí mismo.

—Creo que será mejor que aterricemos.

Planearon hacia una zona de la playa donde el desierto llegaba hasta el mar. Bajo una luz normal, habría sido de un blanco deslumbrante, con una arena compuesta por billones de fragmentos de concha, pero en aquel momento presentaba un color rojo sangre. Los restos de naufragios, tallados por las olas y decolorados por el sol, se amontonaban en el rompeolas como los esqueletos de gigantescos peces, o como el arreglo floral más grande del universo. Nada se movía, aparte de las olas. Había unas cuantas rocas, pero estaban calientes como ladrillos refractarios, y no daban cobijo a ningún molusco o alga.

Hasta el mar parecía árido. Si algún protoanfibio había llegado a una playa como aquélla, se había rendido para volver al agua y contar a sus parientes que se olvidaran de las patas, que no valía la pena. El aire parecía apropiado para cocer patatas al vapor.

Pese a eso, Nijel insistió en que encendieran una hoguera.

—Es más acogedor —dijo—. Además, puede que haya monstruos.

Conina echó un vistazo a las olas aceitosas que llegaban a la playa en lo que parecían intentos desganados por abandonar el mar.

—¿Ahí?

—Nunca se sabe.

Rincewind paseó por la orilla, cogiendo guijarros y arrojándolos al mar. Un par de ellos le fueron devueltos.

Tras un rato, Conina encendió una hoguera, y la madera reseca y saturada de sal se cubrió de llamas azules y verdes que lanzaban al aire una lluvia de chispas. El mago se sentó entre las sombras agitadas, apoyó la espalda contra un montón de madera blanqueada, envuelto en una nube de oscuridad tan impenetrable que hasta Creosoto dejó de quejarse de sed.

Conina despertó después de medianoche. La luna creciente se elevaba sobre el horizonte, y una neblina fría, gélida, cubría la arena. Creosoto roncaba. Nijel, que estaba teóricamente de guardia, dormía como un leño.

Conina se quedó tendida, completamente quieta, mientras todos sus sentidos buscaban lo que la había despertado.

Por fin lo oyó de nuevo. Era un tintineo ligero, apenas audible por encima del murmullo ahogado del mar.

Se levantó, o mejor dicho se deslizó hasta adquirir una posición vertical como si tuviera menos huesos que una medusa, y cogió la espada de Nijel de entre los dedos del chico, que ni se enteró. Luego, se movió por la niebla sin apenas perturbarla.

El fuego se hundió aún más en su lecho de cenizas. Tras un rato, Conina regresó y despertó a los otros dos.

—¿Qué pasa?

—Creo que deberíais ver esto —siseó—. Puede que sea importante.

—No he cerrado los ojos ni un momento —protestó Nijel.

—No importa. Vamos.

Creosoto recorrió el improvisado campamento con la mirada.

—¿Dónde está el mago?

—Ahora verás. Y no hagáis ningún ruido. Puede ser peligroso.

La siguieron, metidos hasta las rodillas en vapores marinos.

—¿Por qué es peligroso…? —preguntó Nijel.

—¡Shhh! ¿Lo habéis oído?

Nijel prestó atención.

—¿Como un zumbido…?

—Mirad…

Rincewind caminaba torpemente playa arriba, transportando una gran piedra redonda entre ambas manos. Pasó junto a ellos sin decirles palabra, con la vista clavada en algún punto a lo lejos.

Lo siguieron por la fría playa hasta llegar a una zona desnuda entre las dunas. Allí se detuvo y, todavía moviéndose con la elegancia de un jamelgo, dejó caer la piedra.

Había un amplio círculo de piedras. Pocas de ellas se mantenían encima de sus compañeras.

Los tres se acuclillaron y miraron.

—¿Está dormido? —preguntó Creosoto.

Conina asintió.

—¿Qué intenta hacer?

—Creo que está tratando de construir una torre.

Rincewind regresó junto al anillo de piedras y, con sumo cuidado, colocó otra roca en el aire. Cayó al suelo.

—No se le da muy bien —señaló Nijel.

—Es muy triste —suspiró Creosoto.

—Quizá deberíamos despertarle —dijo Conina—. Pero he oído que, si despiertas a un sonámbulo, se le caen las piernas o algo así. ¿Qué opináis?

—En el caso de un mago, es arriesgado —dijo Nijel.

Trataron de acomodarse sobre la fría arena.

—Es patético, ¿no? —señaló Creosoto—. No parece un mago de verdad.

Conina y Nijel trataron de no mirarse. Por fin, el chico carraspeó.

—Quizá no te hayas dado cuenta, pero no soy exactamente un héroe bárbaro.

Contemplaron un rato la ajetreada figura de Rincewind. Le tocó el turno a Conina.

—En realidad, la peluquería tampoco es mi ocupación principal.

Los dos contemplaron fijamente al sonámbulo, inmersos en sus propios pensamientos, sonrojados por la vergüenza mutua.

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