Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

El simio puso la vela en manos de Rincewind, cogió un escalpelo y unas pinzas, y se inclinó sobre el tembloroso libro. Rincewind palideció.

—Oye, ¿te importa si me marcho? —dijo—. Me marea la visión del pegamento.

El bibliotecario sacudió la cabeza y señaló la bandeja de instrumentos con un pulgar preocupado.

—Oook —ordenó.

Rincewind asintió de mala gana y, obediente, le tendió unas tijeras largas. Apretó los dientes cuando un par de páginas rotas cayeron al suelo.

—¿Qué le haces? —se atrevió a preguntar.

—Oook.

—¿Una apendicectomía? Oh.

El simio volvió a señalar con el pulgar, sin alzar la vista. Rincewind buscó la aguja y el hilo en la bandeja y se los alcanzó. Se hizo un silencio roto sólo por el escalofriante sonido del hilo al atravesar el papel. Por último, el bibliotecario se irguió.

—Oook.

Rincewind cogió su pañuelo y secó la frente del simio.

—Oook.

—De nada. ¿Se… se pondrá bien?

El bibliotecario asintió. Hubo un ligero suspiro de alivio, casi inaudible, por parte de los libros que los rodeaban.

Rincewind se sentó. Los libros estaban asustados. En realidad, estaban aterrados. La presencia del rechicero hacía que sintieran escalofríos en los lomos, y su atención le pesaba como una prensa.

—Claro, claro —murmuró—. Pero ¿qué puedo hacer yo?

—Oook.

El bibliotecario dirigió a Rincewind una mirada que habría sido una de esas miradas inquisitivas por encima de las gafas de media luna si hubiera llevado gafas de media luna. Cogió otro libro roto.

—Ya sabes que no se me da bien la magia.

—Oook.

—La rechicería que hay ahora es una cosa terrible. De verdad, es la versión original, procedente del amanecer de los tiempos. O de la hora del desayuno como mucho.

—Oook.

—Tarde o temprano lo destruirá todo, ¿no?

—Oook.

—Es hora de que alguien ponga fin a esta rechicería, ¿verdad?

—Oook.

—Lo malo es que no puedo ser yo, claro. Vine aquí pensando que podía hacer algo, pero esa torre… ¡es tan grande…! ¡Debe de estar a prueba de toda magia! Si los magos realmente poderosos no pueden hacer nada, ¿de qué sirvo yo?

—Oook —asintió el bibliotecario, cosiendo un lomo desgarrado.

—Así que esta vez otro tendrá que salvar el mundo. No es lo mío.

El simio asintió, extendió la mano y cogió el sombrero de Rincewind.

—¡Oye!

El bibliotecario hizo caso omiso de sus protestas y sacó unas tenazas.

—Oye, si no te importa, es mi sombrero ¡noteatrevasahacerle…!

Dio un salto hacia adelante y fue recompensado con un golpe en la sien que le habría dejado atónito si hubiera tenido tiempo para pensar en ello. El bibliotecario andaba por ahí con su cara de globo bonachón, pero bajo su piel dos tallas más grande de lo necesario había una estructura de huesos y músculos capaces de propulsar unos nudillos encallecidos a través de un grueso tablón de roble. Chocar con un brazo del bibliotecario era como tropezar con un lingote de hierro peludo.

Galletas empezó a saltar, lanzando ladridos excitados.

Rincewind dejó escapar un ronco aullido intraducible de ira, tropezó contra una pared, cogió una piedra caída, la blandió como si fuera un mazo y se detuvo en seco.

El bibliotecario estaba acuclillado en el centro del suelo, con las tenazas rozando (pero sin cortar) el sombrero.

Y sonreía a Rincewind.

Durante algunos segundos, permanecieron quietos como un cuadro vivo. Luego el simio dejó caer las tenazas, sacudió unas imaginarias motas de polvo del sombrero, enderezó la punta y lo colocó sobre la cabeza de Rincewind.

Unos momentos de asombro más tarde, Rincewind se dio cuenta de que tenía en la mano, con el brazo extendido, una piedra muy grande y pesada. Consiguió dejarla caer a un lado, aunque la piedra tardó un poco en recuperarse de la sorpresa y tuvo buen cuidado de caer sobre su pie.

—Muy bien —asintió al tiempo que se apoyaba contra la pared y se frotaba los codos—. Y se supone que todo eso me dice algo, ¿no? Una lección moral, que Rincewind se enfrente a su verdadero yo, que averigüe por qué está dispuesto a luchar, ¿eh? Bueno, pues ha sido un truco barato. Y te diré algo, si crees que ha funcionado… —Se agarró el ala del sombrero—. Si crees que ha funcionado. Si crees que he. Pues no. Para que te enteres. Mira. Si crees.

Su voz se fue perdiendo. Al final, se encogió de hombros.

—De acuerdo. Ya que estamos en ello, ¿qué puedo hacer de verdad?

El bibliotecario respondió con un amplio gesto que indicaba, con tanta claridad como si hubiera dicho «oook», que Rincewind era un mago con un sombrero, una biblioteca de libros de magia y una torre. Era el instrumental básico necesario para cualquier practicante de la magia. Un simio, un terrier enano con halitosis y un lagarto en un tarro de cristal eran añadidos opcionales.

Rincewind sintió una ligera presión en el pie. Galletas, con su acostumbrada lentitud, había cerrado sus encías desdentadas en la punta de la bota y la estaba chupando con todas sus fuerzas.

Agarró al perrito por el pellejo del cuello y por el muñón peludo que a falta de una palabra mejor había que llamar cola, y lo levantó con suavidad.

—Muy bien —suspiró—. Será mejor que me cuentes lo que ha estado pasando.

* * *

Desde las Montañas Carraca, que dominaban la helada Llanura Sto en el centro de la cual Ankh-Morpork se extendía como un montón de ultramarinos dispersos, la vista era impresionante. Los disparos errados y rebotes de la batalla mágica se extendían en todas direcciones, formando una nube en forma de cuenco de aire atormentado, en el centro del cual extrañas luces brillaban y chisporroteaban.

Los caminos que salían de allí estaban atestados de gente que huía, y todas las tabernas y posadas se encontraban abarrotadas. Bueno, casi todas.

Al parecer, nadie tenía intención de detenerse en un agradable bar entre los árboles, junto a la carretera de Quirm. No era que diera miedo entrar. Sencillamente, por el momento, nadie lo veía.

Hubo un estremecimiento en el aire a cosa de un kilómetro, y tres figuras surgieron de la nada en un matorral de espliego.

Se quedaron tendidos en posición supina, entre las aromáticas ramas rotas, hasta que recuperaron la cordura. Creosoto fue el primero en hablar.

—¿Dónde creéis que estamos?

—Huele como un cajón de ropa interior —dijo Conina.

—No como el mío —replicó Nijel con firmeza. Se incorporó lentamente y añadió—: ¿Ha visto alguien la lámpara?

—Olvídala. Lo más probable es que la haya vendido para ampliar su cadena de bares —respondió Conina.

Nijel rebuscó entre las ramas de espliego hasta que sus manos dieron con algo pequeño y metálico.

—¡La tengo! —declaró.

—¡No la frotes! —exclamaron los otros dos al unísono.

Aun así, llegaron demasiado tarde, pero tampoco importó demasiado, porque lo único que sucedió cuando Nijel le hizo una caricia cautelosa fue que unas letras rojas de humo aparecieron en el aire.

—«Hola —leyó Nijel en voz alta—. No cuelgue la lámpara, queremos contarle entre nuestros clientes. Por favor, deje su deseo cuando suene la señal y, en breve plazo, será una orden para nosotros. Entretanto, le deseamos una agradable eternidad.» La verdad, creo que se dedica demasiado al negocio.

Conina no dijo nada. Estaba mirando hacia el otro lado de las llanuras, en dirección a la hirviente tormenta de magia. De cuando en cuando, parte de ella se desprendía y se remontaba en dirección a alguna torre lejana. Pese al creciente calor del día, la chica se estremeció.

—Tenemos que bajar allí lo antes posible —dijo—, es muy importante.

—¿Por qué? —quiso saber Creosoto.

Un vaso de vino no había bastado para devolverle su habitual naturaleza tranquila.

Conina abrió la boca y, por raro que resultara en ella, volvió a cerrarla. No había manera de explicar que hasta el último gen de su cuerpo tiraba de ella hacia el centro del caos. Las imágenes de espadas y bolas de acero pegadas a cadenas seguían invadiendo los salones de peluquería de su consciencia.

Nijel, por el contrario, no sentía tal tendencia. Todo lo que le impulsaba era la imaginación, y ya había tenido suficiente como para poner a flote una fragata de guerra de tamaño medio. Miró en dirección a la ciudad con lo que habría sido una expresión decidida, de no ser por su carencia de barbilla.

Creosoto comprendió que lo superaban en número.

—¿Tendrán algo para beber ahí abajo? —preguntó.

—Seguro —respondió Nijel.

—No está mal para empezar —concedió el serifa—. De acuerdo, guíanos, oh bella de pechos como peras, hija de…

—Y sin poesía.

Consiguieron desenmarañarse del arbusto y descendieron por la colina hasta llegar al camino que, no muy lejos, pasaba por la taberna antes mencionada, que Creosoto se empeñaba en denominar «caravanera».

Titubearon antes de entrar. No parecía un lugar muy acogedor. Pero Conina, que por naturaleza y educación tenía tendencia a rondar por la parte trasera de los edificios, encontró cuatro caballos en el patio.

Los examinaron.

—Pero eso es robar —dijo Nijel lentamente.

Conina abrió la boca para asentir.

—¿Por qué no? —fueron las palabras que se le escaparon.

Se encogió de hombros, resignada.

—Quizá deberíamos dejar algo de dinero —sugirió el chico.

—A mí no me mires —respondió Creosoto.

—O escribir una nota y dejarla por debajo de la puerta, o algo así, ¿no crees?

A modo de respuesta, Conina montó en el caballo más grande, que por su aspecto había pertenecido a un soldado. Tenía armas colgando por todas partes.

Creosoto, intranquilo, se montó en el segundo, un bayo algo escuálido. Dejó escapar un suspiro.

—Tiene esa cara de buzón —dijo—. Yo que tú le haría caso.

Nijel contempló los otros dos caballos con gesto de sospecha. Uno de ellos era muy grande y extremadamente blanco, no de ese blanco que logran muchos caballos, sino de un blanco translúcido, marfileño, que el subconsciente del chico intentaba describir como «de mortaja». Además, daba la impresión de ser mucho más inteligente que él.

Eligió el otro. Era un poco flaco, pero dócil, y consiguió subir tras sólo dos intentos.

Se pusieron en marcha.

El sonido de los cascos apenas logró penetrar la penumbra interior de la taberna. El posadero se movía como en sueños. Sabía que tenía clientes, incluso había hablado con ellos, los veía sentados en torno a una mesa junto a la chimenea, pero si alguien le pedía que describiera con quién había hablado o qué había visto, no lo conseguiría. La razón es que al cerebro humano se le da muy bien cerrar la puerta a todo lo que no quiere saber. En aquel momento, su cerebro habría podido cerrar la caja fuerte de un banco.

¡Y las bebidas…! De la mayor parte de ellas no había oído hablar en su vida, pero no dejaban de aparecer en los estantes, sobre los barriles de cerveza. Lo malo era que, cada vez que intentaba pensar sobre ellas, se distraía al instante…

En torno a la mesa, las figuras alzaron la vista de sus cartas.

Una de ellas levantó la mano. Estaba al final de un brazo y tenía cinco dedos, indicó la mente del posadero. Tenía que ser una mano.

Otra de las cosas que su cerebro no podía pasar por alto eran las voces. Aquella en concreto resonaba como si alguien golpeara una roca con una lámina de plomo enrollada.

CAMARERO.

El hombre dejó escapar un gemido. Las lanzas térmicas de espanto estaban fundiendo la puerta de acero de su mente.

OTRA RONDA DE LO MISMO, A VER QUÉ TENÍAMOS…

—Yo, un bloody mary.

Aquella voz hacía que una sencilla petición de una bebida pareciera una declaración de hostilidades.

AH, SÍ, Y…

Yo tenía un ponche de huevo —pidió Peste.

UN PONCHE DE HUEVO.

Con una cereza.

BIEN —mintió la pesada voz—. Y PARA MÍ UNA COPITA DE OPORTO. —Miró hacia el otro lado de la mesa, en dirección al cuarto miembro del grupo, y suspiró—. MÁS VALE QUE PIDAMOS TAMBIÉN OTRA RACIÓN DE CACAHUETES.

Autore(a)s: