El cayado lo sabía. Incluso sabía lo de los geranios rosados.
—No quería que las cosas fueran así —dijo suavemente—. Lo único que pedíamos era un poco de respeto.
—¿Seguro que te encuentras bien?
Cardante asintió vagamente. Mientras sus colegas recuperaban la concentración, los miró de reojo.
Sin saber cómo, todos sus viejos amigos habían desaparecido. Bueno, no eran amigos. Un mago nunca tiene amigos, al menos amigos magos. Necesitaba una palabra diferente. Ah, sí, eso. Enemigos. Pero enemigos de verdad, de los de toda la vida. Caballeros. La crema y nata de su profesión. No como aquellos tipos que le rodeaban, que todos parecían haberse subido al barco después de la llegada del rechicero.
La crema no es lo único que flota hacia arriba, reflexionó con amargura.
Concentró su atención en Al Khali, sondeando mentalmente, con la seguridad de que los magos de allí estarían haciendo lo mismo en busca de algún punto débil.
¿Soy yo un punto débil?, pensó. Peltre intentó decirme algo. Era sobre el cayado. Un hombre debe apoyarse en su cayado, y no al revés…, dirige al chico, lo guía…, ojalá hubiera escuchado a Peltre…, esto está mal, soy un punto débil…
Lo intentó de nuevo, cabalgó sobre las oleadas de poder, permitiendo que llevaran su mente hacia la torre enemiga. Hasta Abrim estaba utilizando rechicería, y Cardante se permitió modular la ola, insinuándose más allá de las defensas erigidas contra él.
La imagen del interior de la torre de Al Khali apareció, se enfocó…
… el Equipaje trotaba por los brillantes pasillos. Ahora estaba furioso de verdad. Lo habían despertado de su hibernación, lo habían despreciado, había sufrido el breve ataque de toda una variedad de seres mitológicos (ahora extintos), tenía una jaqueca terrible y ahora, al entrar en la Sala Principal, detectaba la presencia del sombrero. El horrible sombrero, la causa de todo lo que le estaba pasando. Avanzó, lleno de rabia…
Cardante, que sondeaba la resistencia de la mente de Abrim, sintió que la concentración del visir se tambaleaba. Por un momento, vio a través de los ojos del enemigo, vio el baúl alargado que trotaba hacia él. Abrim intentó cambiar el objetivo de su concentración, y en aquel momento, tan capaz de controlarse como un gato cuando ve algo pequeño y chirriante corriendo por el suelo, Cardante atacó.
No mucho. No hizo falta gran cosa. La mente de Abrim intentaba equilibrarse y canalizar fuerzas terribles, y apenas necesitó una ligera presión para hacerla tambalearse.
Abrim extendió las manos para volar el Equipaje, dejó escapar el inicio de un grito, y su cuerpo implosionó.
Los magos que lo rodeaban lo vieron encogerse hasta límites imposibles en una fracción de segundo, y luego desaparecer, dejando una imagen negra en sus retinas…
Los más inteligentes de ellos echaron a correr…
… y la magia que habían estado controlando se desbordó y fluyó libremente en una ola incontrolada que hizo pedazos el sombrero, invadió los niveles más bajos de la torre y buena parte de lo que quedaba de ciudad.
Había tantos magos de Ankh concentrados en aquella sala que el eco simpático los derribó por toda la habitación. Cardante acabó tendido de espaldas, con el sombrero sobre los ojos.
Lo izaron en volandas, le sacudieron el polvo y lo llevaron ante Coin y su cayado entre hurras y aplausos. Pero él no parecía prestar atención.
Miró al chico sin verlo y, lentamente, se llevó las manos a las orejas.
—¿No los oyes? —dijo.
Los magos se quedaron en silencio. Cardante seguía teniendo poder, y su tono de voz había domesticado a un trueno.
Los ojos de Coin brillaron.
—No oigo nada —dijo.
Cardante se volvió hacia los otros magos.
—¿Vosotros tampoco los oís?
Todos sacudieron la cabeza.
—¿El qué, hermano? —preguntó uno de ellos.
Cardante sonrió. Era una sonrisa amplia, enloquecida. Hasta Coin retrocedió.
—Pronto los oiréis —dijo—. Habéis creado un faro. Todos los oiréis. Pero no los oiréis mucho tiempo.
Apartó a un lado a los magos más jóvenes, que lo sostenían, y avanzó hacia Coin.
—Estás vertiendo rechicería en el mundo, y hay cosas que vienen con ella —dijo—. En el pasado algunos magos les abrieron camino, ¡pero tú les has asfaltado una avenida!
Dio un salto hacia el frente y le quitó el cayado negro de entre las manos. Lo blandió en el aire para destrozarlo contra la pared.
Cardante se quedó rígido cuando el cayado contraatacó. En aquel momento, su piel empezó a llenarse de ampollas…
La mayor parte de los magos consiguieron apartar la vista. Unos pocos (hay gente para todo), observaron con fascinación.
Coin también lo observó. Sus ojos se abrieron de par en par. Se llevó una mano a la boca. Trató de retroceder. No pudo.
* * *
—Son cúmulos.
—Maravilloso —dijo Nijel con voz débil.
* * *
EL PESO NO TIENE NADA QUE VER. MI CORCEL HA TRANSPORTADO EJÉRCITOS. MI CORCEL HA TRANSPORTADO CIUDADES. SÍ, HA TRANSPORTADO TODAS LAS COSAS, CADA UNA EN SU DEBIDO TIEMPO —dijo la Muerte—. PERO NO PIENSO LLEVAROS A LOS TRES.
—¿Por qué no?
ES CUESTIÓN DE IMAGEN.
—Pues sí que vamos a dar una buena imagen si no nos llevas —bufó Guerra—. El Jinete y los Tres Peatones del Apocrilipsis.
—Podrías pedirles que nos esperasen —sugirió Peste, cuya voz sonaba como si goteara por el fondo de un ataúd.
TENGO MUCHO TRABAJO POR DELANTE —dijo la Muerte. Hizo chirriar los dientes—. ESTOY SEGURA DE QUE OS LAS ARREGLARÉIS. COMO SIEMPRE.
Guerra contempló el caballo que se alejaba.
—A veces me pone histérico. ¿Por qué tiene que decir siempre la última palabra?
—La fuerza de la costumbre.
Volvieron a entrar en la taberna. No dijeron nada durante un rato.
—¿Dónde está Hambre? —preguntó Guerra al final.
—Ha ido a buscar la cocina.
—Oh.
Guerra dio pataditas al suelo con la bota blindada, y pensó en la distancia que los separaba de Ankh. Hacía un calor endiablado aquella tarde. El Apocrilipsis podía esperar.
—¿Qué tal si nos tomamos la última? —sugirió.
—¿Tú crees? —dudó Peste—. Me parece que nos esperan. Y a mí no me gusta dejar plantada a la gente.
—Tenemos tiempo para tomarnos una rapidita, seguro —insistió Guerra—. Los relojes de las tabernas nunca van bien. Tenemos tiempo. Todo el tiempo del mundo.
* * *
Cardante se derrumbó de bruces en el brillante suelo blanco. El cayado se le escapó de las manos y se enderezó él solo.
Coin tanteó el cuerpo inerte con un pie.
—Se lo advertí —dijo—. Le advertí de lo que le pasaría si volvía a tocarlo. ¿A quién se refería?
Hubo un momento de tosecillas y una considerable inspección de uñas.
—¿Qué quiso decir? —insistió Coin.
Ovin Casiapenas, licenciado en Sabiduría, volvió a encontrarse con que los magos que lo rodeaban se apartaban como la niebla matutina con el sol. Sin moverse, parecía haber dado un paso al frente. Los ojos le giraron en las órbitas como animales atrapados.
—Eh… —empezó. Movió las manos vagamente—. Bueno, el mundo, o sea, la realidad donde vivimos, de hecho, es, en cierto modo, una hoja de goma.
Titubeó, consciente de que aquella frase no aparecería en ningún libro de citas célebres.
—Por tanto —se apresuró a seguir—, se distorsiona, no, mejor dicho, se da de sí cuando hay magia en cualquier grado, y si pones demasiado potencial mágico en un solo punto, claro, en un punto concreto, empujas a la realidad, ya sabes, hacia abajo, aunque por supuesto no hay que entenderlo de manera literal, porque de ninguna manera trato de sugerir que exista una dimensión física, y algunos afirman que una presión excesiva de magia puede, por poner un ejemplo, romper la realidad en el punto más frágil y ofrecer, quizá, un camino de entrada a los habitantes del plano inferior, que los deslenguados denominan Dimensión Mazmorra, quienes, quizá por la diferencia de niveles de energía, se ven atraídos por el brillo de este mundo. De nuestro mundo.
Hubo la típica pausa larga que solía seguir a los discursos de Casiapenas, mientras todos intentaban insertar comas mentalmente y unificar las frases fragmentadas.
Los labios de Coin se movieron en silencio.
—¿Quieres decir que la magia atrae a esas criaturas? —preguntó al final.
Ahora su voz era diferente. Le faltaba la agresividad anterior. El cayado gravitaba sobre el cuerpo inerte de Cardante, y rotaba muy despacio. Los ojos de todos los magos estaba clavados en él.
—Eso parece —asintió Casiapenas—. Los que se dedican al estudio de tales fenómenos dicen que su presencia viene precedida por unos murmullos continuados en tono grave.
Coin le miró, inseguro.
—Dice que zumban —aportó uno de los magos.
El niño se arrodilló y examinó atentamente a Cardante.
—Está muy quieto —señaló con cautela—. ¿Le sucede algo malo?
—Puede ser —respondió Casiapenas con no menos cautela—. Está muerto.
—Ojalá no lo estuviera.
—Sospecho que él opina lo mismo.
—Pero puedo ayudarle.
Extendió las manos y el cayado voló hacia ellas. Si hubiera tenido un rostro, estaría sonriendo con presunción.
Cuando Coin habló de nuevo, su voz volvía a tener el tono lejano de quien habla desde una cámara de acero.
—Si el fracaso no tuviera castigo, el éxito no sería una recompensa —dijo.
—Lo siento, me he perdido —respondió Casiapenas.
Coin giró sobre sus talones y volvió a su silla.
—No tenemos nada que temer —dijo, aunque casi parecía más una orden—. ¿Qué más dan esas Dimensiones Mazmorra? Si nos molestan, ¡acabamos con ellas! ¡Un auténtico mago no tiene miedo a nada! ¡A nada!
Se puso en pie de nuevo y avanzó a zancadas hacia el pequeño Disco. La imagen era perfecta hasta en el menor detalle, incluso había una sombra de Gran A’Tuin nadando lentamente por las profundidades interestelares, a varios centímetros por encima del suelo.
Coin hizo un gesto desdeñoso con la mano.
—Nuestro mundo viene de la magia —dijo—. Nada en él puede alzarse contra nosotros.
Casiapenas pensó que se esperaba alguna respuesta por su parte.
—Nadie, nadie —asintió—. A excepción de los dioses, claro está.
Se hizo un silencio de muerte.
—¿Los dioses? —preguntó Coin con tranquilidad.
—Sí, claro. Los dioses. Nunca desafiamos a los dioses. Ellos se ocupan de sus asuntos y nosotros de los nuestros. No tendría sentido…
—¿Quién manda en el Disco? ¿Los magos o los dioses?
Casiapenas pensó a toda velocidad.
—Oh, los magos. Claro. Pero bueno, como si dijéramos supeditados a los dioses.
Cuando uno mete la bota en arenas movedizas es bastante desagradable. Pero no tan desagradable como meter también la otra bota y darse cuenta de cómo ambas desaparecen absorbidas por la tierra. Casiapenas se acababa de lanzar con todo su peso.
—La magia es más bien…
—Entonces, ¿no somos tan poderosos como los dioses? —dijo Coin.
Algunos de los magos, al fondo del grupo, empezaron a removerse inquietos.
—Bueno. Sí y no —respondió Casiapenas, metido ya hasta las rodillas.
La verdad era que los magos se ponían bastante nerviosos cuando se trataba de cosas relacionadas con los dioses. Los dioses que moraban en Cori Celesti nunca habían especificado sus opiniones sobre la magia ceremonial, por ejemplo. Lo malo era que, cuando algo no les gustaba, no se limitaban a lanzar una indirecta, así que el sentido común dictaba que era muy poco inteligente obligar a los dioses a tomar una decisión.
—Parece que no estamos muy seguros —siguió Coin.
—Mi consejo es… —empezó Casiapenas.
Coin hizo un movimiento con la mano. Los muros desaparecieron. Los magos estaban en la cima de la torre de rechicería, y todos volvieron la vista a la vez hacia el lejano pináculo de Cori Celesti, hogar de los dioses.
—Cuando ya se ha derrotado a todo el mundo, sólo queda combatir a los dioses —dijo Coin—. ¿Los habéis visto alguna vez?
Hubo un coro de negativas titubeantes.
—Os los mostraré.
* * *
—¿Te cabe otra, muchacho? —preguntó Guerra.
—Deberíamos marcharnos ya —tartamudeó Peste, sin mucha convicción.
—Oh, vamos…
—Bueno, una a medias. Y luego nos vamos, pero en serio.
Guerra le dio una palmada en la espalda y miró a Hambre.
—Y pidamos también otras quince bolsas de cacahuetes —añadió.
* * *
—Oook —concluyó el bibliotecario.
—Ah —asintió Rincewind—. Así que el problema es el cayado.
—Oook.
—¿No ha intentado quitárselo nadie?
—Oook.
—¿Y qué ha pasado?
—Eeek.
Rincewind gimió.
El bibliotecario había apagado su vela porque la mera presencia de la llama ponía nerviosos a los libros, pero ahora que Rincewind se había acostumbrado a la oscuridad se daba cuenta de que al fin y al cabo la torre no estaba tan oscura. El suave brillo octarino procedente de los volúmenes llenaba el interior con algo que, sin ser exactamente luz, era una negrura en la que se podía ver. De cuando en cuando, se oía el crujido de las páginas resecas.