Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Rincewind no se habría desconcertado más si Nijel le hubiera atacado.

—¿Qué?

—¡Idiota! ¡Lo único que tienes que hacer es quitarte esa estúpida túnica, librarte de ese sombrero, y nadie se dará cuenta de que eres un mago!

Rincewind abrió y cerró la boca unas cuantas veces, imitando con toda exactitud a un pez de acuario que intentara aprehender el concepto del claqué.

—¿Quitarme la túnica? —dijo.

—Claro. Con todas esas lentejuelas deslucidas y lo demás, es bastante delatora —replicó Nijel mientras se ponía en pie.

—¿Librarme del sombrero?

—Reconocerás que ir por ahí con la palabra «Echicero» escrita en el gorro es dar demasiadas pistas.

Rincewind le dedicó una sonrisa preocupada.

—Lo siento, no te entiendo muy bien…

—Que te libres de ambas cosas. Es fácil, ¿no? Limítate a tirarlas en algún lugar, y así serás un… bueno, un lo que sea. Algo que no sea un mago.

Hubo una pausa, rota solo por los lejanos sonidos de la batalla.

—¡Rayos, pero si es de lo más sencillo!

—…la verdad es que no acabo de comprender… —murmuró Rincewind, con el rostro sudoroso.

—Puedes dejar de ser mago.

Rincewind movió los labios sin emitir sonido alguno, luego repitió las palabras, primero de una en una, luego todas seguidas.

—¿Qué? —dijo—. Oh —añadió un momento después.

—¿Lo entiendes ya? ¿Quieres intentarlo otra vez?

Rincewind negó con la cabeza, sombrío.

—Me parece que no lo comprendes. Un mago no es lo que haces, sino lo que eres. Si no fuera mago, no sería nada.

Se quitó el sombrero, nervioso, y retorció la estrella de la punta, provocando que unas cuantas lentejuelas baratas se despidieran de ella para siempre.

—Quiero decir, lo llevo escrito en el sombrero —dijo—. Es muy importante…

Se interrumpió mientras contemplaba la prenda.

—Sombrero —repitió vagamente, consciente de que un recuerdo inoportuno estaba apretando la nariz contra los cristales de su mente.

—Es un bonito sombrero —dijo Nijel, que sentía que se esperaba algo de él.

—Sombrero —repitió Rincewind—. ¡El sombrero! —añadió de pronto—. ¡Tenemos que recuperar el sombrero!

—Ya lo tienes.

Nijel se lo señaló por si quedaba alguna duda.

—Este sombrero no, el otro. ¡Y a Conina!

Dio unos pasos por el corredor, y luego retrocedió.

—¿Dónde crees que los tendrán? —preguntó.

—¿A quiénes?

—Tengo que encontrar un sombrero mágico. Y a una chica.

—¿Por qué?

—Quizá sea un poco difícil de explicar.

Nijel no tenía una mandíbula digna de tal nombre, pero la que tenía se endureció.

—¿Hay una chica que necesita que la rescaten?

Rincewind titubeó.

—Es probable que alguien necesite un rescate —admitió—. Y puede que sea ella. O al menos alguien que esté cerca de ella.

—¿Por qué no lo dijiste antes? Esto es lo que estaba esperando. En esto consiste el heroísmo. ¡Vamos!

Resonó otro golpe, y oyeron gritos.

—¿Adónde? —quiso saber Rincewind.

—¡A donde sea!

Por lo general, los héroes tienen la habilidad de correr enloquecidos por lugares a punto de derrumbarse que apenas conocen, salvar a quien haga falta y salir antes de que todo vuele o se hunda en un pantano. Pero Nijel y Rincewind visitaron las cocinas, una serie de salones del trono, los establos (dos veces) y lo que al mago le pareció un pasillo de varios kilómetros de largo. De cuando en cuando, grupos de guardias vestidos de negro pasaban junto a ellos, pero nunca les dedicaban una segunda mirada.

—Esto es ridículo —protestó Nijel—. ¿Por qué no preguntamos a alguien? ¿Te encuentras bien?

Rincewind se apoyó contra una columna decorada con esculturas no aptas para menores, y trató de recuperar el aliento.

—Puedes coger a un guardia y torturarlo hasta que te dé la información —jadeó.

Nijel le dirigió una mirada extraña.

—Espera ahí —dijo.

Echó a andar hasta que encontró a un criado muy ocupado en desvalijar una vitrina.

—Disculpa —dijo—, ¿por dónde se va al harem?

—El primer pasillo a la izquierda, tercera puerta —replicó el hombre sin mirarle.

—Vale.

Volvió sobre sus pasos y se lo dijo a Rincewind.

—Sí, pero… ¿lo torturaste?

—No.

—No ha sido muy bárbaro por tu parte, ¿verdad?

—Bueno, es que estoy aprendiendo —se defendió Nijel—. Y no le di las gracias.

Treinta segundos más tarde, apartaron una pesada cortina de cuentas y entraron en el serrallo del serifa de Al Khali.

Había maravillosas aves cantoras en jaulas de filigrana de oro. Había fuentes rumorosas. Había macetas con hermosas orquídeas, entre las cuales cantaban pajarillos multicolores. Había unas veinte jóvenes que llevaban ropas con las que apenas se habrían podido vestir seis. Estaban acurrucadas, juntas, silenciosas.

Rincewind no tenía ojos para nada de todo esto. No es que la visión de muchos metros cuadrados de cadera y muslo, en todos los tonos que van del rosa al negro, no activara ciertos mecanismos en los abismos de su libido, pero su actividad quedó ahogada por un mecanismo de potencia muy superior, el del pánico ante la visión de cuatro guardias que se volvían hacia él con las cimitarras en las manos y la luz asesina en sus ojos.

Sin dudar un instante, Rincewind retrocedió un paso.

—Todos tuyos, amigo —dijo.

—¡Bien!

Nijel desenfundó su espada y la blandió ante él. Los brazos le temblaban por el esfuerzo.

Hubo un silencio de largos segundos, mientras todos esperaban a ver qué sucedía. Y entonces, Nijel lanzó un grito de batalla que Rincewind no olvidaría mientras viviera.

—Ejem… —dijo el chico—. Si me disculpáis…

* * *

—Me parece una vergüenza —dijo un menudo mago.

Los demás no dijeron nada. Era una vergüenza, y ni uno sólo entre ellos había dejado de escuchar el ronco aullido de la culpabilidad en lo más profundo de sus huesos. Pero, como sucede a menudo por esa extraña alquimia del alma, la culpabilidad los hacía arrogantes y despiadados.

—¿Quieres callarte? —dijo el jefe temporal.

Se llamaba Benado Panicillo, pero esta noche hay algo en el aire que sugiere que no vale la pena esforzarse en recordar su nombre. El aire está oscuro, pesado y lleno de fantasmas.

La Universidad Invisible no está vacía, lo que pasa es que en ella no hay ninguna persona.

Pero, por supuesto, los seis magos enviados a quemar la biblioteca no tienen miedo de los fantasmas, porque están tan cargados de magia que casi zumban al andar, visten túnicas más espléndidas que las de cualquier archicanciller, sus sombreros puntiagudos son más puntiagudos que cualquier otro sombrero hasta la fecha, y si están tan juntos es pura coincidencia.

—Esto está muy oscuro, ¿no? —señaló el más menudo de los magos.

—Es medianoche —señaló bruscamente Panicillo—, y los únicos seres peligrosos que hay aquí somos nosotros. ¿No es cierto, muchachos?

Se oyó un coro de vagos murmullos. Todos estaban asombrados ante la serenidad de Panicillo, de quien se decía que hacía ejercicios de pensamiento positivo.

—Y no nos asustan unos cuantos libros viejos, ¿verdad, amigos? —sonrió al más pequeño de los magos—. No te dan miedo, ¿verdad? —añadió con algo más de brusquedad.

—¿Yo? Oh. No. Claro que no. No son más que papel, como él dijo —respondió el mago rápidamente.

—Perfecto.

—Es que hay noventa mil —señaló otro mago.

—Siempre me pareció que eran infinitos —añadió un tercero—, es cuestión de dimensiones. Dicen que lo que vemos no es más que la punta de no sé qué, ya sabéis, de eso que tiene la mayor parte de su superficie bajo el agua…

—¿Un hipopótamo?

—¿Un cocodrilo?

—¿Un océano?

—¿Qué tal si os calláis todos? —gritó Panicillo.

Titubeó un momento. La oscuridad parecía absorber el sonido de su voz. Llenaba el aire como un colchón de plumas.

Trató de recuperar la compostura.

—Muy bien —dijo.

Y se volvió hacia las imponentes puertas de la biblioteca.

Alzó las manos, hizo unos cuantos gestos complicados que arrancaban lágrimas de los ojos, porque los dedos parecían atravesarse unos a otros, y convirtió la puerta en serrín.

Las oleadas de silencio regresaron, estrangulando el sonido de las virutas al caer.

No cabía duda de que las puertas estaban destrozadas. Cuatro bisagras desoladas colgaban del marco, y un caos de bancos y estanterías destrozadas yacía tras los restos. Hasta Panicillo parecía un poco sorprendido.

—¿Veis? —dijo—. Así de fácil, ¿no? No me ha pasado nada, ¿verdad?

Se oyó el ruido de unas botas al arrastrarse. La oscuridad al otro lado de la puerta estaba teñida de dolorosa radiación taumatúrgica mientras las partículas de posibilidad superaban la posibilidad de la realidad en un fuerte campo mágico.

—Venga —dijo Panicillo, animado—, ¿quién quiere tener el honor de encender el fuego?

Pasaron diez silenciosos segundos.

—En ese caso, lo haré yo mismo —dijo al final—. La verdad, me siento como si estuviera hablando con una pared.

Cruzó la puerta a largas zancadas y se dirigió hacia la pequeña zona iluminada por la luz de las estrellas que entraba por la cúpula de cristal, en el centro de la biblioteca (aunque, obviamente, siempre ha habido muchas discusiones sobre la geografía exacta del lugar; las grandes concentraciones de magia distorsionan el espacio y el tiempo, y es posible que la biblioteca no tenga algo digno de ser llamado «centro»).

Estiró los brazos.

—Así. ¿Veis? No me ha pasado absolutamente nada. Ahora, entrad.

Los otros magos lo hicieron, no de muy buena gana y con cierta tendencia a agacharse cuando cruzaron la destrozada arcada.

—Muy bien —asintió Panicillo con cierta satisfacción—. ¿Todo el mundo trae sus cerillas, como nos dijeron? El fuego mágico no funciona con estos libros, así que quiero que todos…

—Ahí arriba se ha movido algo —dijo el más menudo de los magos.

Panicillo parpadeó.

—¿Qué?

—Que ahí arriba, en la cúpula, se ha movido algo —repitió el mago—. Yo lo he visto —añadió a guisa de explicación.

Panicillo entrecerró los ojos y miró hacia arriba, hacia las densas sombras, y decidió ejercer un poco de autoridad.

—Tonterías —dijo bruscamente.

Se sacó del bolsillo un puñado de cerillas malolientes.

—Venga, quiero que todos amontonéis…

—Que lo he visto, de verdad —insistió el mago.

—De acuerdo, ¿qué has visto?

—Es que no estoy muy…

—No tienes ni idea, ¿verdad? —le espetó Panicillo.

—Vi alg…

—¡No tienes ni idea! —repitió Panicillo—. Lo que pasa es que estás viendo sombras y tratas de minar mi autoridad, ¿eh? ¿A que es eso? —Titubeó, sus ojos brillaron un instante—. Estoy tranquilo —entonó—. Estoy muy calmado. No permitiré…

—Era…

—Mira, enano, haz el favor de callarte o te tragas la lengua, ¿te enteras?

Uno de los otros magos, que había estado mirando hacia arriba para ocultar la incomodidad, dejó escapar una tosecilla estrangulada.

—Oye, Panicillo…

—¡Y a ti te digo lo mismo! —Panicillo se irguió en toda su colérica estatura, y blandió las cerillas—. Como iba diciendo, quiero que encendáis estas cerillas…, supongo que tendré que enseñaros cómo se encienden las cerillas, al menos al enano éste… ¡No estoy fuera de la ventana, mírame cuando hablo! Rayos. Bueno, se coge una cerilla…

Encendió una, y la oscuridad floreció en una bola de luz blanca sulfurosa. En aquel momento, el bibliotecario se dejó caer sobre él.

Todos conocían al bibliotecario, de la misma manera obvia pero difusa que la gente conoce las paredes, los suelos y todos los otros detalles menores pero necesarios que aparecen en la vida. Si se apercibían de su presencia, era para verlo como una suave forma móvil, sentada bajo su escritorio arreglando libros, o arrastrando los nudillos entre los estantes, a la caza de aquellos que fumaban a escondidas. Cualquier mago tan estúpido como para encender un pitillo no se enteraría de nada hasta que una suave mano velluda le quitase de entre los labios el ilegal cigarrillo recién liado, pero el bibliotecario nunca montaba un escándalo al respecto, simplemente parecía herido y apenado por el asunto y luego se lo comía.

Por tanto, lo que en aquel momento dedicaba sus considerables energías a desenroscar la cabeza de Panicillo por las orejas era una pesadilla aullante con unos labios entreabiertos que dejaban al descubierto largos colmillos amarillos.

Los aterrados magos se dieron media vuelta para huir, y se encontraron chocando contra las estanterías que bloqueaban los pasillos. El más menudo de ellos gritó y se lanzó rodando bajo una mesa cargada de atlas. Allí se quedó, con las manos en las orejas para tratar de escudarse de los temibles sonidos mientras el resto de sus compañeros intentaban escapar.

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