Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—Buena idea, ¿le quitamos el cayado?

—¡Sígueme!

Peltre se levantó y salió a un horrible nuevo mundo, lleno de luz.

Las recias paredes de piedra habían desaparecido. Ya no existían las oscuras vigas donde anidaban los búhos. Por ningún lado se veía el suelo de baldosas, con su dibujo de ajedrez que hacía llorar los ojos.

También habían desaparecido las diminutas ventanas, con su pátina de grasa milenaria. La luz del sol entraba a ráfagas en la sala por primera vez en su historia.

Los magos se miraron entre ellos boquiabiertos, y lo que vieron no fue lo que siempre habían pensado que verían. La despiadada luz transformaba los ricos brocados de oro en barnices polvorientos, mostraba las manchas y jirones del terciopelo, convertía las hermosas barbas en marañas sucias de nicotina, transmutaba las valiosas gemas en vulgares nochemantes… El sol recién llegado hurgaba por todas partes, acabando con las confortables sombras.

Y Peltre hubo de admitir que lo que quedaba no inspiraba confianza. De pronto, tuvo conciencia de que bajo su túnica (descolorida y llena de remiendo, como comprendió con cierta culpabilidad; su túnica con rastros del trabajo de los ratones), aún llevaba las alpargatas.

Ahora la mayor parte de la superficie de la sala era de cristal. Y lo que no era de cristal, era de mármol. Todo resultaba tan espléndido que Peltre se sintió acomplejado.

Se volvió hacia Cardante, y vio que su camarada mago miraba a Coin con ojos brillantes.

Casi todos los demás magos tenían la misma expresión. Si a los magos no les atrajera el poder, no serían magos, y allí había poder del de verdad. El cayado los había hechizado como una cobra.

Cardante extendió la mano para tocar al niño en el hombro, pero luego se lo pensó mejor.

—Magnífico —se limitó a decir.

Se volvió hacia los magos reunidos y alzó los brazos.

—¡Hermanos míos! —entonó—. ¡Tenemos entre nosotros a un hechicero de inmenso poder!

Peltre le dio un tironcito de la túnica.

—Estuvo a punto de matarte —siseó.

Cardante hizo caso omiso.

—Y propongo… —Cardante tragó saliva—. ¡Propongo que lo nombremos archicanciller!

Hubo un momento de silencio. Luego, resonó una ráfaga de aclamaciones y gritos de desacuerdo. Al final de la multitud de magos se iniciaron algunas disputas. Los magos más cercanos a la parte delantera no se sentían tan inclinados a discutir, ellos veían la sonrisa en el rostro de Coin. Era brillante y fría, como una sonrisa en la faz de la luna.

Hubo una conmoción, y un mago anciano se abrió paso hacia el frente.

Peltre reconoció a Ovin Casiapenas, mago de séptimo nivel con licenciatura en Sabiduría. Estaba rojo de ira excepto en aquellos puntos en los que estaba blanco de rabia. Cuando habló, sus palabras surcaron el aire como otros tantos cuchillos, afiladas como agujas, crujientes como galletas.

—¿Estáis locos? —gritó—. ¡Sólo un mago de octavo nivel puede ser archicanciller! ¡Y lo tienen que elegir el resto de los magos de octavo en convocatoria solemne (debidamente guiados por los dioses, claro)! ¡Eso es la Sabiduría (la Idea Misma)!

Casiapenas llevaba años estudiando magia, y como la magia siempre es un cuchillo de doble filo, había dejado su marca en él: parecía tan frágil como una viruta de queso seco, y por alguna razón su misma sequedad le daba la habilidad de pronunciar los signos de puntuación.

Vibraba de indignación, y pronto se dio cuenta de que estaba muy solo. De hecho, era el centro de un círculo de vacío que se expandía rápidamente, cuya periferia estaba compuesta por magos repentinamente dispuestos a jurar que no lo conocían de nada.

Coin había alzado su cayado.

Casiapenas blandió un dedo admonitorio.

—No me asustas, jovencito —le espetó—. Puede que tengas talento, pero el talento mágico a solas no basta. Para ser un buen mago se requieren otras muchas capacidades: habilidad administrativa, por ejemplo, y conocimientos, y el…

Coin bajó su cayado.

—Un mago necesita Sabiduría, ¿no?

—¡Por supuesto! Es básica…

—Pero yo no soy un mago, Lord Casiapenas.

Éste titubeó.

—Ah —dijo—. Claro, es cierto.

—En cualquier caso, me doy perfecta cuenta de la necesidad de experiencia, sabiduría y buenos consejos, y me sentiré muy honrado si te encargas de proporcionarme todas estas cosas. Por ejemplo… ¿por qué los magos no gobiernan el mundo?

—¿Qué?

—Es una pregunta sencilla. En esta habitación hay… —Los labios de Coin se movieron durante una fracción de segundo— cuatrocientos setenta y dos magos, expertos en la más sutil de las artes. Pero todo lo que gobernáis son estos pocos acres de mala arquitectura. ¿Por qué?

Los magos más viejos intercambiaron miradas.

—Eso puede parecer —dijo al final Casiapenas—, pero nuestros dominios están más allá del reino del poder temporal, hijo. —Sus ojos brillaban—. La magia traslada la mente al entorno interior de lo arcano…

—Sí, sí —interrumpió Coin—. Pero fuera de esta Universidad hay paredes de lo más sólido. ¿Por qué?

Cardante se pasó la lengua por los labios. Aquello era extraordinario. El niño estaba formulando precisamente lo que él pensaba.

—Vais locos por el poder —siguió Coin con dulzura—, pero, más allá de estos muros, para el hombre que tira de la carreta de estiércol, para un comerciante cualquiera, ¿hay mucha diferencia entre un mago de alto nivel y un simple conjurador?

Casiapenas le miró sin disimular su asombro.

—Eso resulta obvio hasta para el ciudadano más idiota, chico —dijo—. Las túnicas y los bordados…

—Ah —asintió Coin—. Las túnicas y los bordados. Claro, claro.

Un silencio breve, pesado, meditabundo, llenó la sala. Fue Coin quien lo rompió.

—Me parece que los magos sólo gobiernan a los magos. ¿Quién gobierna en la realidad del exterior?

—Si te refieres a la ciudad, es Lord Vetinari, el patricio —respondió cautelosamente Cardante.

—¿Y es un gobernante bueno y justo?

Cardante meditó la respuesta. La red de espionaje del patricio era sensacional.

—Yo diría —respondió midiendo las palabras—, que es malvado e injusto, pero con todos por igual, sin perjudicar ni favorecer a nadie.

—¿Y estáis satisfechos con eso? —preguntó Coin.

Cardante trató de esquivar la mirada de Casiapenas.

—No se trata de si estamos satisfechos o no —dijo—. Supongo que nunca hemos meditado sobre el tema. Verás, la auténtica vocación de un mago…

—¿No es cierto que los sabios sufren al verse dirigidos de esa manera?

—¡Claro que no! —gruñó Cardante—. ¡No digas tonterías! Nos limitamos a tolerarlo. En eso consiste la sabiduría, ya lo descubrirás cuando seas mayor. Todo es cuestión de aguardar el momento adecuado…

—¿Dónde está ese patricio? Me gustaría verlo.

—Sin duda lo podremos arreglar —aseguró Cardante—. El patricio siempre concede entrevistas a los magos y…

—Ahora seré yo quien le conceda una entrevista —dijo Coin—. Tiene que aprender que los magos ya han perdido demasiado tiempo aguardando el momento adecuado. Retroceded, por favor.

Hizo un gesto con el cayado.

* * *

El gobernante temporal de la gran ciudad de Ankh-Morpork estaba sentado en su sillón, al pie de los peldaños que llevaban al trono, buscando algún rastro de inteligencia en los informes de inteligencia. El trono llevaba vacío más de dos mil años, desde que muriera el último representante de la dinastía de reyes de Ankh. Según las leyendas, algún día la ciudad volvería a tener un rey. Las mismas leyendas hablaban también de espadas mágicas, marcas de nacimiento en forma de fresa y todas las tonterías que cuentan las leyendas en estas circunstancias.

En realidad, la única cualificación de realeza imprescindible era la habilidad para seguir vivo más de cinco minutos después de revelar la existencia de cualquier espada mágica o marca de nacimiento, porque las grandes familias comerciantes de Ankh llevaban veinte siglos gobernando la ciudad, y se sentían tan dispuestas a dejar el poder como una lapa a dejar su roca.

El actual patricio, cabeza de la riquísima y poderosísima familia Vetinari, era delgado, alto y al parecer tenía la sangre tan fría como un pingüino muerto. Sólo con mirarlo se notaba que era ese tipo de hombre que sostiene entre sus brazos a un gato blanco y lo acaricia perezosamente mientras sentencia a alguien a muerte en un foso de pirañas; se podría aventurar que coleccionaba delicadas porcelanas y les daba vueltas entre sus dedos blanquecinos al tiempo que escuchaba los gritos lejanos procedentes de las profundas mazmorras. Casi se podría jurar que utilizaba a menudo la palabra «exquisito» y tenía los labios delgados. En definitiva, parecía una de esas personas que, cuando sonríen, hay que declarar fiesta nacional.

En realidad, casi todo esto es falso, aunque tenía un terrier diminuto y viejísimo, con pelambre encrespada, que se llamaba Galletas y gruñía a la gente. Se decía que era el único ser al que apreciaba. Por supuesto, a veces hacía torturar a alguien de manera espantosa, pero era un comportamiento que se consideraba perfectamente aceptable en un gobernador civil, y la inmensa mayoría de los ciudadanos lo aprobaban[10]. El pueblo de Ankh es más bien pragmático, y pensaba que el edicto del patricio prohibiendo el teatro callejero compensaba muchas cosas. El suyo no era un reinado de terror, sólo alguna que otra ráfaga.

El patricio suspiró y puso el último informe sobre el gran montón que tenía junto al sillón.

De pequeño había visto a un artista hacer juegos malabares con una docena de platos, que mantenía girando en el aire a la vez. En opinión de Lord Vetinari, si aquel hombre hubiera sido capaz de llevar a cabo el mismo truco con cien platos, habría estado preparado para empezar a entrenarse en el arte de gobernar Ankh-Morpork, una ciudad que alguien había descrito como «un hormiguero de termitas vuelto del revés, sólo que en feo».

Miró por la ventana, en dirección a la lejana columna que era la Torre del Arte, el centro de la Universidad Invisible, y se preguntó vagamente si a alguno de aquellos vejestorios pesados que la poblaban se le ocurriría alguna vez una manera de librarle del papeleo. No, claro que no… Nadie podía esperar que un mago comprendiera algo tan básico como el espionaje cívico elemental.

Suspiró de nuevo, y cogió la transcripción de lo que había dicho el presidente del Gremio de Ladrones a su ayudante la medianoche anterior en una habitación a prueba de ruidos oculta tras su despacho en el cuartel del Gremio, y…

Se encontró en la Sala Prin…

No se encontró en la Sala Principal de la Universidad Invisible, donde había sufrido algunas cenas interminables, pero allí había muchos magos, y eran…

… diferentes.

Al igual que la Muerte, a la que se parecía mucho (según algunos de los ciudadanos menos afortunados), el patricio nunca se enfadaba hasta que no tenía tiempo de meditar sobre el asunto. Pero a veces meditaba muy deprisa.

Miró a los magos reunidos en torno a él… y algo hizo que las palabras de dignidad ultrajada se le ahogaran en la garganta. Parecían borregos que de repente hubieran descubierto a un lobo en una trampa, justo en el momento en que concebían la idea de que la unión hace la fuerza.

Era una expresión extraña en sus ojos.

—¿Qué significa este ultr…? —titubeó y cambió la frase—. ¿Qué significa esto? Una broma del día de los Dioses Menores, ¿eh?

Volvió la cabeza y vio a un niño que tenía entre las manos un largo cayado de metal. El niño sonreía con la sonrisa más vieja que el patricio había visto en su vida.

Cardante carraspeó.

—Mi señor… —empezó.

—Escupe ya, hombre —le espetó Lord Vetinari.

Cardante había iniciado la conversación con tono deferente, pero la voz del patricio fue un poco demasiado dominante, el poco justo para colmar el vaso. Al mago se le pusieron blancos los nudillos.

—Soy un mago de octavo nivel —dijo con tranquilidad—. Haz el favor de no hablarme en ese tono.

—Bien dicho —aprobó Coin.

—¡Llevadlo a las mazmorras! —ordenó Cardante.

—No tenemos mazmorras —señaló Peltre—. Esto es una Universidad.

—Pues entonces, llevadlo a las bodegas —rugió Cardante—. Y ya que vais para abajo, construid unas cuantas mazmorras.

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