Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Cardante se pasó la lengua por los labios. Aquello era extraordinario. El niño estaba formulando precisamente lo que él pensaba.

—Vais locos por el poder —siguió Coin con dulzura—, pero, más allá de estos muros, para el hombre que tira de la carreta de estiércol, para un comerciante cualquiera, ¿hay mucha diferencia entre un mago de alto nivel y un simple conjurador?

Casiapenas le miró sin disimular su asombro.

—Eso resulta obvio hasta para el ciudadano más idiota, chico —dijo—. Las túnicas y los bordados…

—Ah —asintió Coin—. Las túnicas y los bordados. Claro, claro.

Un silencio breve, pesado, meditabundo, llenó la sala. Fue Coin quien lo rompió.

—Me parece que los magos sólo gobiernan a los magos. ¿Quién gobierna en la realidad del exterior?

—Si te refieres a la ciudad, es Lord Vetinari, el patricio —respondió cautelosamente Cardante.

—¿Y es un gobernante bueno y justo?

Cardante meditó la respuesta. La red de espionaje del patricio era sensacional.

—Yo diría —respondió midiendo las palabras—, que es malvado e injusto, pero con todos por igual, sin perjudicar ni favorecer a nadie.

—¿Y estáis satisfechos con eso? —preguntó Coin.

Cardante trató de esquivar la mirada de Casiapenas.

—No se trata de si estamos satisfechos o no —dijo—. Supongo que nunca hemos meditado sobre el tema. Verás, la auténtica vocación de un mago…

—¿No es cierto que los sabios sufren al verse dirigidos de esa manera?

—¡Claro que no! —gruñó Cardante—. ¡No digas tonterías! Nos limitamos a tolerarlo. En eso consiste la sabiduría, ya lo descubrirás cuando seas mayor. Todo es cuestión de aguardar el momento adecuado…

—¿Dónde está ese patricio? Me gustaría verlo.

—Sin duda lo podremos arreglar —aseguró Cardante—. El patricio siempre concede entrevistas a los magos y…

—Ahora seré yo quien le conceda una entrevista —dijo Coin—. Tiene que aprender que los magos ya han perdido demasiado tiempo aguardando el momento adecuado. Retroceded, por favor.

Hizo un gesto con el cayado.

* * *

El gobernante temporal de la gran ciudad de Ankh-Morpork estaba sentado en su sillón, al pie de los peldaños que llevaban al trono, buscando algún rastro de inteligencia en los informes de inteligencia. El trono llevaba vacío más de dos mil años, desde que muriera el último representante de la dinastía de reyes de Ankh. Según las leyendas, algún día la ciudad volvería a tener un rey. Las mismas leyendas hablaban también de espadas mágicas, marcas de nacimiento en forma de fresa y todas las tonterías que cuentan las leyendas en estas circunstancias.

En realidad, la única cualificación de realeza imprescindible era la habilidad para seguir vivo más de cinco minutos después de revelar la existencia de cualquier espada mágica o marca de nacimiento, porque las grandes familias comerciantes de Ankh llevaban veinte siglos gobernando la ciudad, y se sentían tan dispuestas a dejar el poder como una lapa a dejar su roca.

El actual patricio, cabeza de la riquísima y poderosísima familia Vetinari, era delgado, alto y al parecer tenía la sangre tan fría como un pingüino muerto. Sólo con mirarlo se notaba que era ese tipo de hombre que sostiene entre sus brazos a un gato blanco y lo acaricia perezosamente mientras sentencia a alguien a muerte en un foso de pirañas; se podría aventurar que coleccionaba delicadas porcelanas y les daba vueltas entre sus dedos blanquecinos al tiempo que escuchaba los gritos lejanos procedentes de las profundas mazmorras. Casi se podría jurar que utilizaba a menudo la palabra «exquisito» y tenía los labios delgados. En definitiva, parecía una de esas personas que, cuando sonríen, hay que declarar fiesta nacional.

En realidad, casi todo esto es falso, aunque tenía un terrier diminuto y viejísimo, con pelambre encrespada, que se llamaba Galletas y gruñía a la gente. Se decía que era el único ser al que apreciaba. Por supuesto, a veces hacía torturar a alguien de manera espantosa, pero era un comportamiento que se consideraba perfectamente aceptable en un gobernador civil, y la inmensa mayoría de los ciudadanos lo aprobaban[10]. El pueblo de Ankh es más bien pragmático, y pensaba que el edicto del patricio prohibiendo el teatro callejero compensaba muchas cosas. El suyo no era un reinado de terror, sólo alguna que otra ráfaga.

El patricio suspiró y puso el último informe sobre el gran montón que tenía junto al sillón.

De pequeño había visto a un artista hacer juegos malabares con una docena de platos, que mantenía girando en el aire a la vez. En opinión de Lord Vetinari, si aquel hombre hubiera sido capaz de llevar a cabo el mismo truco con cien platos, habría estado preparado para empezar a entrenarse en el arte de gobernar Ankh-Morpork, una ciudad que alguien había descrito como «un hormiguero de termitas vuelto del revés, sólo que en feo».

Miró por la ventana, en dirección a la lejana columna que era la Torre del Arte, el centro de la Universidad Invisible, y se preguntó vagamente si a alguno de aquellos vejestorios pesados que la poblaban se le ocurriría alguna vez una manera de librarle del papeleo. No, claro que no… Nadie podía esperar que un mago comprendiera algo tan básico como el espionaje cívico elemental.

Suspiró de nuevo, y cogió la transcripción de lo que había dicho el presidente del Gremio de Ladrones a su ayudante la medianoche anterior en una habitación a prueba de ruidos oculta tras su despacho en el cuartel del Gremio, y…

Se encontró en la Sala Prin…

No se encontró en la Sala Principal de la Universidad Invisible, donde había sufrido algunas cenas interminables, pero allí había muchos magos, y eran…

… diferentes.

Al igual que la Muerte, a la que se parecía mucho (según algunos de los ciudadanos menos afortunados), el patricio nunca se enfadaba hasta que no tenía tiempo de meditar sobre el asunto. Pero a veces meditaba muy deprisa.

Miró a los magos reunidos en torno a él… y algo hizo que las palabras de dignidad ultrajada se le ahogaran en la garganta. Parecían borregos que de repente hubieran descubierto a un lobo en una trampa, justo en el momento en que concebían la idea de que la unión hace la fuerza.

Era una expresión extraña en sus ojos.

—¿Qué significa este ultr…? —titubeó y cambió la frase—. ¿Qué significa esto? Una broma del día de los Dioses Menores, ¿eh?

Volvió la cabeza y vio a un niño que tenía entre las manos un largo cayado de metal. El niño sonreía con la sonrisa más vieja que el patricio había visto en su vida.

Cardante carraspeó.

—Mi señor… —empezó.

—Escupe ya, hombre —le espetó Lord Vetinari.

Cardante había iniciado la conversación con tono deferente, pero la voz del patricio fue un poco demasiado dominante, el poco justo para colmar el vaso. Al mago se le pusieron blancos los nudillos.

—Soy un mago de octavo nivel —dijo con tranquilidad—. Haz el favor de no hablarme en ese tono.

—Bien dicho —aprobó Coin.

—¡Llevadlo a las mazmorras! —ordenó Cardante.

—No tenemos mazmorras —señaló Peltre—. Esto es una Universidad.

—Pues entonces, llevadlo a las bodegas —rugió Cardante—. Y ya que vais para abajo, construid unas cuantas mazmorras.

—¿Tienes la más ligera idea de lo que estás haciendo? —preguntó el patricio—. Exijo saber de inmediato qué significa este…

—Tú no exiges nada —le interrumpió el mago—. Y esto significa que, de ahora en adelante, los magos gobernarán, como debe ser. Venga, llevadlo…

—¿Vosotros? ¿Vosotros gobernaréis Ankh-Morpork? ¿Unos magos que ni siquiera saben gobernarse a ellos mismos?

—¡Sí!

Cardante era consciente de que no estaba diciendo la última palabra, y aún más consciente del hecho de que el perro, Galletas, que había sido teleportado junto con su amo, andaba trabajosamente por el suelo y examinaba con sus ojillos miopes las botas del mago.

—En ese caso, todos los hombres con dos dedos de frente preferirán la seguridad de una bonita mazmorra, cuanto más profunda mejor —dijo el patricio—. Y ahora, acabad con esta tontería y devolvedme a mi palacio; hasta es posible que no vuelva a hablar del tema. O al menos que vosotros no tengáis oportunidad de hacerlo.

Galletas dejó de investigar las botas de Cardante y trotó hacia Coin, perdiendo unos cuantos pelos por el camino.

—¡Esta payasada está durando demasiado! —se airó el patricio—. Pienso ir…

Galletas ladró. Fue un ladrido profundo, primario, que despertó recuerdos en la memoria racial de todos los presentes y les infundió el deseo de trepar a un árbol. Un ladrido que sugería grandes formas grises en el amanecer de los tiempos. Era increíble que un animal tan pequeño pudiera contener tanta amenaza junta, y toda ella iba dirigida al cayado que Coin tenía en la mano.

El patricio se inclinó para recoger al animal, y Cardante alzó una mano: envió un rayo de fuego azul y anaranjado que cruzó la habitación.

El patricio desapareció. En su lugar había un pequeño lagarto amarillo que parpadeaba y los miraba con malévola estupidez reptil.

Cardante se miró los dedos, atónito, como si se los viera por primera vez.

—Muy bien —susurró con voz ronca.

Los magos contemplaron el lagarto, y luego, en el exterior, la ciudad que centelleaba con las primeras luces de la mañana. Allí fuera estaba el consejo de regidores, y la guardia de la ciudad, y el Gremio de Ladrones, y el Gremio de Mercaderes, y los sacerdotes… y ninguno de ellos sabía lo que se les venía encima.

* * *

Ha comenzado —dijo la voz desde su caja en la cubierta.

—¿El qué? —quiso saber Rincewind.

El reinado de la rechicería.

Rincewind se quedó inexpresivo.

—¿Y eso es bueno o malo?

¿Alguna vez comprendes lo que te dicen?

El mago se encontraba ahora en terreno más seguro.

—No —respondió—. Siempre, no. Últimamente, no. A menudo, no.

—¿Estás seguro de que eres un mago? —preguntó Conina.

—Es la única cosa de la que he estado seguro en mi vida —respondió convencido.

—Qué extraño.

Rincewind se sentó sobre el Equipaje, caldeándose al sol de la cubierta de proa del Bailarín Oceánico mientras éste se deslizaba tranquilamente por las aguas verdes del Mar Circular. En torno a ellos, los marineros hacían algo que sin duda eran importantes maniobras náuticas, y tenía la esperanza de que las realizaran correctamente, porque lo que más detestaba después de las alturas eran las profundidades.

—Pareces preocupado —señaló Conina, que le estaba cortando el pelo.

Rincewind trataba de hacer que su cabeza fuera lo más pequeña posible mientras las tijeras pasaban como un relámpago junto a ella.

—Debe de ser porque lo estoy.

—¿Qué es exactamente el Apocrilipsis?

Rincewind titubeó.

—Bueno —dijo—, es el fin del mundo. Más o menos.

—¿Más o menos? ¿Más o menos el fin del mundo? ¿Quieres decir que la cosa no quedará muy clara? ¿Que miraremos alrededor y no sabremos si el mundo ha acabado o no?

—Lo que pasa es que no ha habido dos videntes que se pusieran de acuerdo sobre el tema. Existen todo tipo de predicciones vagas. Algunas bastante enloquecidas. Por eso lo llaman Apocrilipsis. —Pareció algo avergonzado—. Porque es una especie de Apocalipsis apócrifo. Se trata de un juego de palabras, ¿sabes?

—Pues no es muy bueno.

—No, creo que no[11].

Las tijeras de Conina se abrían y cerraban ajetreadamente.

—La verdad es que el capitán parece encantado de tenernos a bordo —observó.

—Es porque creen que trae buena suerte llevar un mago en el barco —replicó Rincewind—. Y no es verdad, claro.

—Pues hay mucha gente que lo piensa.

—Oh, trae buena suerte a otras personas, pero a mí no. No sé nadar.

—¿Cómo, ni un poquito?

Rincewind titubeó, jugueteó con la estrella de su sombrero puntiagudo.

—¿Qué profundidad crees que tiene el mar en este punto, aproximadamente? —preguntó.

—No sé, unas doce brazas, supongo.

—En ese caso, podré nadar unas doce brazas, sean lo que sean.

—Deja de temblar, casi te corto una oreja —ordenó Conina. Miró a uno de los marineros y blandió las tijeras—. ¿Qué pasa, nunca has visto a un hombre cortándose el pelo?

Entre los aparejos, alguien hizo un comentario que arrancó una carcajada de risas obscenas de los hombres que había junto a las jarcias, a no ser que fueran castillos de proa.

—Haré como si no hubiera oído nada —replicó Conina al tiempo que imprimía un movimiento salvaje al peine, desalojando a numerosas criaturitas inofensivas.

—¡Ay!

—¡Para que aprendas a estarte quieto!

—¡Es difícil estarse quieto cuando sabes quién maneja unas hojas de acero junto a tu cabeza!

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