Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Se puso en pie de nuevo y avanzó a zancadas hacia el pequeño Disco. La imagen era perfecta hasta en el menor detalle, incluso había una sombra de Gran A’Tuin nadando lentamente por las profundidades interestelares, a varios centímetros por encima del suelo.

Coin hizo un gesto desdeñoso con la mano.

—Nuestro mundo viene de la magia —dijo—. Nada en él puede alzarse contra nosotros.

Casiapenas pensó que se esperaba alguna respuesta por su parte.

—Nadie, nadie —asintió—. A excepción de los dioses, claro está.

Se hizo un silencio de muerte.

—¿Los dioses? —preguntó Coin con tranquilidad.

—Sí, claro. Los dioses. Nunca desafiamos a los dioses. Ellos se ocupan de sus asuntos y nosotros de los nuestros. No tendría sentido…

—¿Quién manda en el Disco? ¿Los magos o los dioses?

Casiapenas pensó a toda velocidad.

—Oh, los magos. Claro. Pero bueno, como si dijéramos supeditados a los dioses.

Cuando uno mete la bota en arenas movedizas es bastante desagradable. Pero no tan desagradable como meter también la otra bota y darse cuenta de cómo ambas desaparecen absorbidas por la tierra. Casiapenas se acababa de lanzar con todo su peso.

—La magia es más bien…

—Entonces, ¿no somos tan poderosos como los dioses? —dijo Coin.

Algunos de los magos, al fondo del grupo, empezaron a removerse inquietos.

—Bueno. Sí y no —respondió Casiapenas, metido ya hasta las rodillas.

La verdad era que los magos se ponían bastante nerviosos cuando se trataba de cosas relacionadas con los dioses. Los dioses que moraban en Cori Celesti nunca habían especificado sus opiniones sobre la magia ceremonial, por ejemplo. Lo malo era que, cuando algo no les gustaba, no se limitaban a lanzar una indirecta, así que el sentido común dictaba que era muy poco inteligente obligar a los dioses a tomar una decisión.

—Parece que no estamos muy seguros —siguió Coin.

—Mi consejo es… —empezó Casiapenas.

Coin hizo un movimiento con la mano. Los muros desaparecieron. Los magos estaban en la cima de la torre de rechicería, y todos volvieron la vista a la vez hacia el lejano pináculo de Cori Celesti, hogar de los dioses.

—Cuando ya se ha derrotado a todo el mundo, sólo queda combatir a los dioses —dijo Coin—. ¿Los habéis visto alguna vez?

Hubo un coro de negativas titubeantes.

—Os los mostraré.

* * *

—¿Te cabe otra, muchacho? —preguntó Guerra.

Deberíamos marcharnos ya —tartamudeó Peste, sin mucha convicción.

—Oh, vamos…

Bueno, una a medias. Y luego nos vamos, pero en serio.

Guerra le dio una palmada en la espalda y miró a Hambre.

—Y pidamos también otras quince bolsas de cacahuetes —añadió.

* * *

—Oook —concluyó el bibliotecario.

—Ah —asintió Rincewind—. Así que el problema es el cayado.

—Oook.

—¿No ha intentado quitárselo nadie?

—Oook.

—¿Y qué ha pasado?

Eeek.

Rincewind gimió.

El bibliotecario había apagado su vela porque la mera presencia de la llama ponía nerviosos a los libros, pero ahora que Rincewind se había acostumbrado a la oscuridad se daba cuenta de que al fin y al cabo la torre no estaba tan oscura. El suave brillo octarino procedente de los volúmenes llenaba el interior con algo que, sin ser exactamente luz, era una negrura en la que se podía ver. De cuando en cuando, se oía el crujido de las páginas resecas.

—Así que, en resumidas cuentas, nuestra magia no puede derrotarlo, ¿verdad?

El bibliotecario lanzó un oook de asentimiento desconsolado, y siguió girando lentamente sobre su trasero.

—Entonces esto no tiene sentido. No sé si te habrás dado cuenta de que, en cuestiones de magia, no soy lo que se dice un superdotado. O sea, que si entablamos un duelo, la cosa se desarrollará en dos partes: primero diré «Hola, soy Rincewind», y segundo él me volará en pedazos.

—Oook.

—Y ahora tú me dices que no puedo contar más que con mis propios medios.

—Oook.

—Muchas gracias.

Gracias a su propio brillo, Rincewind examinó los libros que se habían amontonado junto a las paredes de la antigua torre.

Suspiró y se dirigió hacia la puerta, aunque aminoró considerablemente la marcha a medida que se acercaba a ella.

—Bueno, ya me voy —dijo.

—Oook.

—A enfrentarme a quién sabe qué peligros espantosos —añadió—. A dar mi vida por la humanidad…

—Eeek.

—Bueno, por los bípedos…

—Guau.

—… y por los cuadrúpedos, de acuerdo. —Lanzó una mirada al tarro del patricio—. Y por los lagartos. ¿Puedo marcharme ya?

* * *

El cielo estaba despejado, pero un vendaval soplaba cuando Rincewind echó a andar hacia la torre de rechicería. Sus altas puertas blancas estaban tan cerradas que casi no se veía el perfil en la lechosa superficie de la piedra.

Las golpeó, pero no sucedió nada. Las puertas parecían absorber el sonido.

—Perfecto —murmuró para sus adentros.

Entonces, se acordó de la alfombra. Estaba donde la había dejado, otro síntoma de que Ankh cambiaba por momentos. En los días de ladrones antes de la llegada del rechicero, nada se quedaba mucho tiempo allí donde lo dejabas. Al menos, nada que se pueda poner por escrito.

La desenrolló sobre los guijarros de manera que los dragones dorados destacaran sobre el fondo azul, a menos, claro, que los dragones azules estuvieran volando sobre un cielo dorado.

Se sentó.

Se levantó.

Se sentó de nuevo, se arremangó la túnica y, con cierto esfuerzo, se quitó un calcetín. Luego volvió a ponerse la bota y recorrió los alrededores hasta dar con medio ladrillo, enterrado entre los cascotes. Lo insertó en el calcetín y lo blandió de manera tentativa.

Rincewind se había criado en Morpork. Cuando un morporkiano pelea, le gusta tener una diferencia numérica de veinte contra uno, pero si no puede contar con eso, un ladrillo en un calcetín y un callejón donde acechar eran mejores que dos espadas mágicas.

Volvió a sentarse.

—Arriba.

La alfombra no respondió. Rincewind examinó el estampado, incluso levantó una esquina de la alfombra para averiguar si se veía mejor por el otro lado.

—Muy bien —suspiró—. Abajo. Muy, muy despacio. Abajo.

* * *

—Mosquitos —tartamudeó Guerra—. Eran mosquitos. —El casco que llevaba golpeó la barra con un golpe retumbante. Volvió a alzar la cabeza—. Mosquitos.

—Nonono —insistió Hambre, alzando un flaco dedo inseguro—. Era otro bisho… billo… animal pequeño. Hormigas. O gusanos. ¿Ciempiés? Algo así. Pero no eran mosquitos.

Cucarashas —aportó Peste al tiempo que se caía suavemente de su asiento.

—Bueeeno —dijo Guerra sin hacerle caso—. Empecemos otra vez. Desde el principio.

Marcó el ritmo golpeando el vaso con los nudillos.

—Estaba… el animalito sin identificar… sentado cantando debajo del agua…

Tatatashán… —murmuró Peste desde el suelo.

Guerra sacudió la cabeza.

—No es lo mismo. Sin ella no es lo mismo. Tiene mejor oído.

Tatatashán —repitió Peste.

—Oh, cállate —replicó Guerra, buscando la botella con mano insegura.

* * *

El vendaval soplaba también en la cima de la torre, era un viento caliente, desagradable, que susurraba con voces extrañas y frotaba la piel como un papel de lija.

En el centro de ella Coin sostenía el cayado por encima de su cabeza. Un polvillo fino flotaba en el aire, y los magos veían las líneas de fuerza mágica que brotaban de él.

Se curvaron para formar una inmensa burbuja que se expandió hasta ser más grande que la ciudad. Y dentro de ella aparecieron formas. Eran formas cambiantes, indistintas, vibrantes, tan horribles como visiones en un espejo distorsionado, sin más sustancia real que los anillos de humo o las imágenes formadas por las nubes, pero a todos les resultaron temiblemente familiares.

Por un momento, apareció el perfil colmilludo de Offler. Durante un instante divisaron con claridad a Io el Ciego, jefe de los dioses, con sus ojos orbitando en torno a él.

Coin murmuró algo entre dientes, y la burbuja empezó a contraerse. Se agitaba mientras las cosas encerradas en ella trataban de salir, pero no podían evitar que su espacio se redujera más y más.

Ahora era más grande que los terrenos de la Universidad.

Ahora era más alto que la torre.

Ahora tenía la altura de dos hombres y un color grisáceo.

Ahora era como una perla iridiscente, del tamaño de… bueno, del tamaño de una perla grande.

El vendaval cesó para ser sustituido por una calma pesada, silenciosa. El aire mismo gemía por la tensión. La mayor parte de los magos estaban tendidos de bruces en el suelo, presionados por las fuerzas que habían invadido el aire y absorbido todo el sonido como un universo de plumas, pero todos oían los latidos de su corazón, tan fuertes como para derribar la torre.

—Miradme —ordenó Coin.

Todos volvieron la vista hacia arriba. No había manera de desobedecer.

Tenía en una mano la brillante esfera. En la otra sostenía el cayado, de cuyos extremos brotaba humo.

—Los dioses —proclamó—, aprisionados en un pensamiento. Y quizá nunca fueron más que un sueño. —Su voz se tornó más antigua, más profunda—. Magos de la Universidad Invisible, ¿no os he dado acaso dominio absoluto?

Tras ellos, la alfombra se elevó lentamente junto a la torre, mientras Rincewind intentaba conservar el equilibrio por todos los medios. En sus ojos se reflejaba el horror natural en cualquiera que se encuentre sobre varias hebras de hilo y muchos cientos de metros de aire.

Coin lo vio reflejado en las miradas atónitas de los magos reunidos. Se volvió cuidadosamente y miró al mago tembloroso.

—¿Quién eres? —preguntó.

—He venido —respondió Rincewind casi sin tartamudear— a desafiar al rechicero. ¿Cuál de ellos es…?

Examinó a los magos postrados, sopesando el ladrillo en una mano.

Casiapenas se arriesgó a alzar la vista, e hizo frenéticos movimientos con las cejas. Ni en sus mejores momentos era Rincewind lo que se dice un experto en interpretar la comunicación no verbal. Aquél no era uno de sus mejores momentos.

—¿Con un calcetín? —dijo Coin—. ¿Para qué sirve un calcetín?

El brazo con el que sostenía el cayado se alzó. Coin se lo miró, no sin cierto asombro.

—No, espera —dijo—. Quiero hablar con este hombre.

Miró a Rincewind, que se tambaleaba bajo los efectos del insomnio, el pavor y la resaca de la sobredosis de adrenalina.

—¿Es mágico? —preguntó con curiosidad el chico—. ¿Es quizá un calcetín de archicanciller? ¿Un calcetín con poderes?

Rincewind lo miró.

—No, me parece que no —respondió—. Lo compré en una tienda, creo recordar. Mmm. Y tengo otro.

—Pero ¿no lleva algo pesado en la punta?

—Mmm. Sí. Medio ladrillo.

—Tiene mucho poder…

—Eh… pues sirve de pisapapeles. Si tuvieras otro y los pegaras, podrías hacer un ladrillo.

Rincewind hablaba lentamente. Estaba asimilando la situación mediante una desagradable ósmosis, y veía cómo el cayado giraba ominosamente en la mano del chico.

—Vaya. Así que es un vulgar ladrillo dentro de un vulgar calcetín. Y en conjunto forman un arma.

—Mmm. Sí.

—¿Cómo funciona?

—Mmm. Lo haces girar. Y luego golpeas algo. Aunque a veces te golpeas tú solo.

—¿Y luego destruye media ciudad? —quiso saber Coin.

Rincewind miró los ojos dorados del chico, y luego clavó la vista en su calcetín. Se lo había quitado y puesto varias veces al año, durante muchos años. Tenía zurcidos que había llegado a conocer y a am… bueno, a conocer. Algunos de los zurcidos incluso tenían allí su propia familia de zurciditos. Había muchas descripciones posibles para el calcetín, pero «destructor de ciudades» no estaba entre ellas.

—La verdad es que no —dijo por fin—. Puede matar a la gente, pero no afecta a los edificios.

La mente de Rincewind estaba funcionando a la velocidad de la deriva continental. Parte de ella le decía que se estaba enfrentando al rechicero, pero estaba en conflicto directo con las otras partes. Rincewind había oído muchas historias sobre el poder del rechicero, sobre el cayado del rechicero, sobre la maldad del rechicero, etcétera. Lo único que nadie le había mencionado era la edad del rechicero.

Miró el cayado.

—¿Y eso, qué hace? —preguntó.

Debes matar a este hombre, dijo el cayado.

Los magos, que se habían puesto en pie cautelosamente, se dejaron caer de bruces otra vez.

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