Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

Luego, alzó el brazo y la lanzó tan lejos como le fue posible.

—¿Qué…? —empezó Coin.

El bibliotecario lo empujó. El niño cayó de bruces al suelo, con el peso del simio sobre él, protegiéndolo.

La bolita alcanzó la cúspide de su arco y empezó a descender. Su perfecta trayectoria se vio interrumpida por el suelo. Hubo un sonido como el de una cuerda de arpa al romperse, se oyó el balbuceo de voces incomprensibles, una ráfaga de viento, y los dioses del Disco quedaron libres.

Estaban muy, muy furiosos.

* * *

—No podemos hacer nada, ¿verdad? —suspiró Creosoto.

—No —asintió Conina.

—El hielo va a ganar, ¿no?

—Sí —respondió Conina.

—No —respondió Nijel.

El chico temblaba de rabia, o quizá de frío, y estaba casi tan pálido como los glaciares que rugían bajo ellos. Conina suspiró.

—Bueno, ¿y cómo piensas…?

—Déjame en el suelo, a unos minutos por delante de ellos.

—No veo que vaya a servir de nada.

—No te he preguntado tu opinión —replicó Nijel con tranquilidad—. Limítate a hacerlo. Ponme un poco por delante para que tenga tiempo de prepararme.

—¿Qué vas a preparar?

Nijel no respondió.

—Te he preguntado… —insistió Conina.

—¡Cállate!

—No entiendo por qué…

—Mira —la interrumpió Nijel, con la paciencia que yace a pocos instantes del homicidio—. El hielo va a cubrir todo el mundo, ¿verdad? Todo el mundo morirá, ¿no? Excepto nosotros durante un rato más, hasta que los caballos quieran comer, o ir al lavabo o algo así. Y ese rato no nos sirve de nada, sólo a Creosoto, que a lo mejor puede componer un soneto o una cosa por el estilo sobre el frío que hace de repente. La historia de la humanidad se aproxima a su fin, y dadas las circunstancias preferiría dejar perfectamente claro que no quiero que nadie discuta mis decisiones, ¿comprendido?

Hizo una pausa para respirar. Temblaba como una goma tensa.

Conina titubeó. Abrió y cerró la boca varias veces, como si estuviera considerando la posibilidad de argumentar en contra, pero al final se lo pensó mejor.

Encontraron un pequeño claro en un bosque de pinos, a unos dos kilómetros del frente de glaciares, aunque su rugido resultaba perfectamente audible y se divisaba una línea de vapor por encima de los árboles, por no mencionar que el suelo temblaba como un parche de tambor.

Nijel avanzó a zancadas hasta el centro del claro, y lanzó unos mandobles de práctica con la espada. Los demás le miraron, pensativos.

—Si no os importa, me voy —susurró Creosoto a Conina—. En momentos como éste, la sobriedad pierde todos sus atractivos, y estoy seguro de que el fin del mundo tendrá mucho mejor aspecto visto a través del fondo de un vaso. Si os da igual, claro. ¿Crees en el paraíso, oh trasero de naranjo?

—No mucho, no.

—Oh —suspiró Creosoto—. En ese caso, me temo que no volveremos a vernos. Qué pena. Y todo esto por culpa de una gesta. Mmm… oye, si por alguna circunstancia improbable…

—Adiós —le interrumpió Conina.

Creosoto asintió, deprimido. Espoleó a su caballo y desapareció sobre las copas de los árboles.

La nieve temblaba en las ramas en torno al claro. El retumbar de los glaciares que se aproximaban inundó el aire.

Nijel se sobresaltó cuando Conina le dio un toquecito en el hombro, y dejó caer la espada.

—¿Qué haces aquí? —le espetó, buscando desesperadamente la espada entre la nieve.

—Oye, no quiero ser cotilla, ni nada por el estilo —dijo Conina con suavidad—, pero… ¿qué pretendes, concretamente?

Ya divisaba un frente de nieve avanzando por el bosque, y el ensordecedor sonido de los primeros glaciares le llenaba los oídos. Avanzando implacable sobre los árboles llegaban los primeros bloque de hielo, tan altos que se confundían con el azul del cielo.

—Nada —respondió Nijel—. Nada en absoluto. Tenemos que resistir, nada más. Para eso estamos aquí.

—¡Pero no servirá de nada!

—A mí sí que me servirá. Y si vamos a morir de todos modos, yo prefiero morir así. Heroicamente.

—¿Es heroico morir así? —preguntó Conina.

—Para mí, sí. Y cuando se trata de morir, sólo cuenta una opinión.

—Oh.

Un par de ciervos galoparon por el claro, hicieron caso omiso de los humanos en su pánico ciego, y se alejaron a toda velocidad.

—No tienes que quedarte —dijo Nijel—. Es por esto de mi gesta, ya sabes.

Conina se examinó los dorsos de las manos.

—Creo que debo quedarme —dijo al final—. ¿Sabes? Pensaba que, si llegábamos a conocernos mejor…

—¿En qué estabas pensando, en el señor y la señora Liebrecoja?

La chica abrió los ojos de par en par.

—Bueno… —empezó.

—¿Y cuál de los dos pensabas ser?

El primer glaciar irrumpió en el claro, con la cúspide inmersa en una nube de su propia creación.

Exactamente al mismo tiempo, los árboles del otro lado se inclinaron ante un viento cálido que soplaba desde la Periferia. Venía cargado de voces, voces petulantes, engreídas… y desgarró las nubes como una barra de acero al rojo desgarra el agua.

Conina y Nijel se lanzaron de bruces al suelo, y la nieve se transformó bajo ellos en un lodo cálido. Algo semejante a una tormenta estalló sobre ellos, llena de gritos y de lo que al principio les parecieron aullidos, aunque al considerarlos más tarde recordaban más a discusiones furiosas. Duraron largo rato, y luego se alejaron hacia el Eje.

El agua cálida chorreó por el chaleco de Nijel. Se levantó con cautela, y luego dio un codazo a Conina.

Juntos, salieron de entre el fango y ascendieron a la cima de la ladera, treparon sobre los troncos caídos y contemplaron el paisaje.

Los glaciares se retiraban bajo una nube de relámpagos. Tras ellos, todo estaba lleno de lagos y charcas entrelazados.

—¿Hemos sido nosotros? —se asombró Conina.

—Sería bonito pensar que sí, ¿verdad?

—Sí, pero… ¿no…?

—No creo. ¿Quién sabe? Busquemos un caballo —suspiró Nijel.

* * *

—El Apogeo —dijo Guerra—. O algo muy parecido. Estoy seguro.

Habían salido tambaleándose de la taberna, y estaban sentados en un banco bajo el sol de la tarde. Hasta habían convencido a Guerra para que se quitara parte de su armadura.

—No sé —replicó Hambre—. No creo.

Peste cerró los ojos encostrados y se acomodó contra las piedras cálidas.

Creo que era algo relativo al fin del mundo —dijo.

Guerra se incorporó y se rascó la barbilla, pensativo. Lanzó un hipido.

—¿Cómo, de todo el mundo?

Me parece que sí.

Guerra meditó un momento.

—En ese caso, me parece que hemos llegado tarde…

La gente regresaba a Ankh-Morpork, que ya no era una ciudad de mármol desierto, sino que había recuperado su personalidad anterior, y se extendía tan colorida e irregular como un charco de vómito ante la puerta del cabaret de la historia.

Y la Universidad había sido reconstruida, o se había reconstruido, o quizá nunca se había deconstruido. Cada hoja de hiedra, cada viga podrida, volvían a estar en su lugar. El rechicero se había ofrecido a dejarlo todo como nuevo, con la madera sana y las piedras inmaculadas, pero el bibliotecario se mostró firme al respecto. Lo quería todo como viejo.

Los magos regresaron al amanecer, solos o de dos en dos, y se dirigieron a sus antiguas habitaciones tratando de no mirarse unos a otros, intentando recordar un pasado reciente que empezaba a ser tan irreal como un sueño.

Conina y Nijel llegaron a la hora del desayuno, y su buen corazón los impulsó a buscar un establo de alquiler para el caballo de Guerra[25]. Fue Conina la que insistió en que fueran a buscar a Rincewind a la Universidad, y por tanto la primera que vio los libros.

Salían volando de la Torre del Arte, giraban en espiral en torno a los edificios de la Universidad y entraban por el techo de la reconstruida Biblioteca. Algunos de los grimorios más imprudentes perseguían a los cuervos, o planeaban como aguiluchos.

El bibliotecario estaba apoyado contra el marco de la puerta, contemplando a sus pupilos con mirada benévola. Arqueó las cejas en dirección a Conina, lo más parecido a un saludo convencional.

—¿Está Rincewind? —preguntó la chica.

—Oook.

—¿Perdona?

El simio no respondió, sino que los cogió a ambos de las manos, caminó entre ellos como un saco entre dos pértigas, y los llevó junto a la torre.

Había unas pocas velas encendidas, y vieron a Coin sentado en un taburete. El bibliotecario los presentó con un gesto propio de un mayordomo a la antigua, y se retiró.

Coin los saludó.

—Sabe cuándo alguien no le entiende —dijo—. ¿No es increíble?

—¿Quién eres? —preguntó Conina.

—Coin.

—¿Estudias aquí?

—He aprendido muchas cosas, desde luego.

Nijel paseaba junto a las paredes, y de vez en cuando las palpaba. Tenía que haber alguna buena razón para que no se derrumbaran, pero desde luego no entraba dentro de los límites de la ingeniería civil.

—¿Buscáis a Rincewind?

Conina frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabes?

—Me dijo que alguien vendría a buscarlo.

Conina se relajó.

—Perdona, hemos pasado un mal día. Creo que fue cosa de magia. Rincewind está bien, ¿no? O sea, ¿qué ha pasado? ¿Luchó contra el rechicero?

—Oh, sí. Y ganó. Fue muy… interesante. Yo lo vi todo. Pero tuvo que marcharse —respondió Coin, como si recitara una lección.

—¿Cómo, eso es todo? —intervino Nijel.

—Sí.

—No me lo creo —replicó Conina.

Empezaba a flexionar las piernas, sus nudillos estaban cada vez más blancos.

—Es verdad —dijo Coin—, todo lo que digo es verdad. Tiene que ser verdad.

—Quiero… —empezó Conina.

Coin se levantó y extendió una mano.

—Alto.

La chica se detuvo. Nijel se quedó inmóvil mientras empezaba a fruncir el ceño.

—Tenéis que marcharos —dijo Coin con voz agradable, tranquila—. Y no haréis más preguntas. Estaréis completamente satisfechos. Tenéis todas las respuestas que necesitáis. Viviréis felices y comeréis perdices. Olvidaréis que habéis oído estas palabras. Marchaos ya.

Se volvieron lentamente y con movimientos rígidos, como marionetas, chocaron contra la puerta. El bibliotecario se la abrió, les hizo una reverencia y la cerró tras ellos.

Luego miró a Coin, que había vuelto a sentarse en su taburete.

—Vale, vale —se disculpó el chico—, pero no era más que un poquito de magia. Tenía que hacerlo. Tú mismo dijiste que la gente debía olvidar.

—¿Oook?

—¡No puedo evitarlo! ¡Es demasiado fácil cambiar las cosas! —Se llevó las manos a la cabeza—. ¡Sólo tengo que pensar en algo! No puedo evitarlo, todo lo que toco se estropea, ¡es como intentar dormir sobre un montón de huevos! ¡Este mundo es demasiado delicado! ¡Por favor, dime qué debo hacer!

El bibliotecario dio varias vueltas sobre su trasero, señal inequívoca de que estaba meditando.

No ha quedado constancia de lo que dijo con exactitud, pero Coin sonrió, asintió y estrechó la mano del bibliotecario. Abrió los dedos, trazó un círculo en torno a sí mismo y entró en otro mundo. Había un lago, y montañas lejanas, y unos cuantos faisanes lo miraron cautelosos desde debajo de los árboles. Tarde o temprano, todos los rechiceros aprenden esta magia.

Los rechiceros nunca forman parte del mundo. Se limitan a usarlo una temporada.

Volvió la vista hacia atrás e hizo un gesto de despedida en dirección al bibliotecario. Este le dirigió una mueca de aliento.

Y luego la burbuja se cerró sobre sí misma. El rechicero desapareció en su propio mundo.

* * *

Había poca clientela en el Tambor Parcheado. El troll encadenado al poste junto a la puerta estaba sentado, y se hurgaba los dientes con gesto meditabundo.

Creosoto canturreaba suavemente para sus adentros. Había descubierto la cerveza, y ni siquiera tenía que pagarla, porque sus novedosos cumplidos (rara vez utilizados por los habitantes de Ankh) surtían un efecto asombroso sobre la hija del tabernero. Era una muchacha corpulenta, bonachona, que tenía el color y por desgracia también la silueta de un pan antes de hornearlo. Estaba muy intrigada: nadie le había dicho hasta entonces que sus pechos fueran como melones enjoyados.

—Desde luego —insistió el serifa, cayéndose tranquilamente de su asiento—, no cabe duda.

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