Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

—No están bailando, ¿verdad? —dijo en un desesperado intento de no dar crédito a lo que le decían sus ojos—. Ni haciendo acrobacias, ¿eh?

Conina alzó la vista y entrecerró los ojos para protegérselos de la luz del sol.

—Me parece que no —respondió pensativa.

Rincewind recordó la actitud lógica.

—Creo que una joven como tú no debería mirar ese tipo de cosas —la amonestó.

Conina le sonrió.

—Creo que los magos lo tienen expresamente prohibido —dijo con dulzura—. Se supone que os deja ciegos.

Rincewind volvió a alzar la cabeza, dispuesto a arriesgar quizá un ojo. Era de esperar, se dijo. Aquí no lo saben hacer mejor. Los países extranjeros son… bueno, países extranjeros. Hacen las cosas de otra manera.

Aunque algunas cosas, decidió, se hacen de manera muy semejante, sólo que con más imaginación y, por lo que parece, mucho más a menudo.

—Los frescos del templo de Al Khali son famosos en todo el Disco —le explicó Conina mientras caminaban entre la multitud de niños que intentaban vender cosas a Rincewind y presentarle a sus deseables parientes.

—Me imagino por qué —asintió él—. Venga, largaos ya. No, no quiero comprar eso, sea lo que sea. No, no quiero conocerla. Ni a él tampoco. O nada, mocoso. Fuera. ¡Bajaos!

El último grito iba dirigido al grupo de niños que cabalgaban tranquilamente sobre el Equipaje, que trotaba con paciencia tras Rincewind y no hacía ningún esfuerzo por sacudírselos. Quizá haya cogido alguna enfermedad, pensó. La idea le animó un poco.

—¿Cuánta gente calculas que hay en este continente? —preguntó.

—No lo sé —respondió Conina sin darse la vuelta—. Supongo que millones.

—Si yo fuera inteligente, no estaría aquí —aseguró él con sinceridad.

Llevaban varias horas en Al Khali, entrada de todo el misterioso continente de Klatch. Rincewind empezaba a pasarlo mal.

Una ciudad decente debería tener un poco de niebla, al menos según su opinión. Y la gente debería vivir dentro de las casas, en vez de pasarse la vida en la calle. Y no debería haber tanta arena, ni tanto calor. En cuanto al viento…

Ankh-Morpork tenía su famoso olor, tan lleno de personalidad que podía arrancar lágrimas a un hombre corpulento. Pero Al Khali tenía su viento, que soplaba desde las extensiones desérticas y los continentes cercanos a la periferia. Era una brisa suave, pero nunca cesaba, y al final surtía sobre los visitantes el mismo efecto que una tostadora sobre un tomate. Tras cierto tiempo, uno tenía la sensación de que le había arrancado la piel y le estaba arañando directamente los nervios.

Para el agudo olfato de Conina, el viento traía aromáticos mensajes procedentes del corazón del continente, compuestos del frío de los desiertos, el sudor de los leones, el lodo de las selvas y las flatulencias de los ñus.

Por supuesto, Rincewind no captaba nada de esto. La adaptación es algo maravilloso, y a la mayoría de los morporkianos les resultaría difícil captar el olor de un colchón de plumas ardiendo a metro y medio.

—¿Adónde vamos ahora? —preguntó—. ¿A algún lugar donde no haya viento?

—Mi padre pasó una temporada en Khali, cuando buscaba la Ciudad Perdida de Aay —dijo Conina—. Creo recordar que hablaba muy bien del zueco. Es una especie de bazar.

—Sería buena idea echar un vistazo a los tenderetes de sombreros de segunda mano —sugirió Rincewind—. Porque la situación en general es de lo más…

—Yo tenía la esperanza de que nos atacaran. Me parece la idea más sensata. Mi padre me dijo que pocos de los extranjeros que entran en el zueco salen con vida. Por aquí hay tipos de lo más peligroso, según él.

Rincewind meditó un instante.

—¿Te importa repetir lo que has dicho? —pidió—. Después de oír que tenías la esperanza de que nos atacaran, no he oído más que un zumbido.

—Bueno, queremos trabar conocimiento con la clase criminal, ¿verdad?

—La palabra «querer» no me parece correcta —señaló Rincewind.

—¿Cómo lo dirías tú?

—Eh… creo que «no querer» define mucho mejor la situación.

—¡Si estuviste de acuerdo en que debíamos recuperar el sombrero!

—Pero sin morir en el intento —replicó Rincewind—. Eso no le haría ningún bien a nadie. Y mucho menos a mí.

—Mi padre siempre decía que la muerte no es más que un sueño —dijo Conina.

—Sí, lo mismo me dijo el sombrero —asintió él mientras entraban en una calle estrecha, atestada, entre muros blancos de adobe—. Pero tengo la sensación de que resulta muy difícil despertar por la mañana.

—Oye, tampoco hay tanto peligro. Vas conmigo.

—Y tú te metes en los peligros en cuanto los ves —la acusó Rincewind mientras la chica le guiaba por un sombrío callejón, y su cohorte de seguidores infantiles les pisaba los talones—. Es por esa cuestión de hierrodietario.

—¿Quieres callarte y dejar de hacerte la víctima?

—Es que se me da muy bien, tengo mucha práctica —replicó al tiempo que daba una patada a un miembro particularmente tozudo de la Cámara de Comercio Júnior—. ¡Por última vez, no quiero comprar nada, maldito mocoso!

Contempló sombrío las paredes. Al menos no estaban decoradas con aquellos turbadores frescos, pero la brisa ardiente aún levantaba el polvo a su alrededor, y ya empezaba a estar harto de ver arena. Lo de verdad quería era una cerveza fría, un baño caliente y ropa. Quizá con eso no se sintiera mejor, pero al menos le resultaría menos incómodo sentirse fatal. Aunque probablemente allí no habría cerveza. Cosa rara, en las ciudades frías como Ankh-Morpork, la principal bebida era la cerveza fresca, pero en lugares como aquél, con cielos como hornos con la puerta abierta, la gente bebía en vasitos pequeños licores que hacían arder la garganta. Y la arquitectura no era apropiada. Y en los templos tenían estatuas poco… bueno, poco adecuadas. No era un lugar adecuado para los magos. Sin duda tendrían alguna alternativa local, encantadores y cosas así, pero no magia decente.

Conina se le adelantó, canturreando entre dientes.

«Te gusta la chica, ¿eh? Seguro que sí», dijo una voz en su mente.

«Oh, rayos», pensó Rincewind. «No serás mi conciencia otra vez, ¿verdad?»

«No, soy tu libido. Aquí dentro estamos un poco apretados. No has puesto orden desde la última vez que vine».

«¿Quieres largarte? ¡Soy un mago! ¡Los magos se rigen por la cabeza, no por el corazón!»

«Pues yo estoy recibiendo votos de tus glándulas, y me dicen que, por lo que respecta a tu cuerpo, tu cerebro está en minoría».

«¿Sí? Pues lo siento, porque tiene voto de decisión».

«¡Ja! Eso es lo que tú te crees. Por cierto, tu corazón no tiene nada que ver con esto. No es más que un músculo que se encarga de la circulación de la sangre. A ver si nos entendemos…, te gusta la chica, ¿no?»

«Bueno…», titubeó Rincewind. «Sí», pensó, «es…»

«Es una buena compañera, ¿eh? Tiene una voz preciosa, ¿verdad?»

«Bueno, claro…»

«¿Te gustaría verla más?»

«Bueno…»

Sorprendido, Rincewind se dio cuenta de que sí, de que le gustaría. No era por completo ajeno a la compañía de las mujeres, pero siempre había pensado que causaban problemas. Y claro, todo el mundo sabía que resultaba mala para las habilidades mágicas, aunque tenía que admitir que sus habilidades mágicas, que eran aproximadamente las de un martillo de goma, no eran gran cosa.

«Entonces no tienes nada que perder, ¿no crees?», insistió su libido en un convincente tono de pensamiento.

En aquel momento, Rincewind se dio cuenta de que le faltaba algo importante. Tardó un instante en darse cuenta de lo que era.

Hacía varios minutos que nadie intentaba venderle nada. En Al Khali, eso significaba probablemente que estabas muerto.

Conina, el Equipaje y él se encontraban a solas en un largo callejón sombrío. Alcanzaba a oír los sonidos ajetreados de la ciudad, a cierta distancia, pero en las proximidades no había nada más que un silencio expectante.

—Han huido —le informó Conina.

—¿Estamos a punto de ser atacados?

—Puede ser. Hay tres hombres que nos siguen por los tejados.

Rincewind miró hacia arriba casi en el momento exacto en que tres hombres, vestidos con amplias túnicas negras, se dejaban caer ágilmente en el callejón ante ellos. Cuando miró a su alrededor, otros dos doblaron una esquina. Los cinco esgrimían largas espadas curvas y, aunque llevaban la parte inferior del rostro cubierta, casi con toda seguridad sonreían malignamente.

Rincewind dio unos toquecitos en la tapa del Equipaje.

—Mata —sugirió.

El Equipaje se quedó inmóvil un momento, y luego trotó junto a Conina. Parecía un poco presuntuoso y, como vio Rincewind con celos y horror, algo avergonzado.

—Eres… eres… —rugió mientras le daba una patada—. ¡Eres una mochila!

Se acercó a la chica, en cuyo rostro se dibujaba una sonrisa pensativa.

—¿Y ahora qué? —le preguntó—. ¿Les vas a ofrecer una permanente rápida?

Los hombres se acercaron un poquito más. Rincewind advirtió que sólo parecían interesados en Conina.

—No estoy armada —dijo la chica.

—¿Qué ha pasado con tu legendario peine?

—Me lo dejé en el barco.

—¿No llevas nada?

Conina varió su postura ligeramente, para tener a tantos hombres como pudiera en su campo de visión.

—Tengo un par de horquillas —dijo entre dientes.

—¿Sirven de algo?

—No lo sé, nunca he probado.

—¡Tú nos has metido en esto!

—Tranquilo, creo que se limitarán a cogernos prisioneros.

—Ah, eso está muy bien para ti. Tú no llevas el cartel de oferta especial de la semana.

El Equipaje chasqueó la tapa un par de veces, algo inseguro. Uno de los hombres extendió la espada y sondeó la rabadilla de Rincewind.

—Quieren llevarnos a algún lugar, ¿ves? —señaló Conina. De pronto, apretó los dientes—. Oh, no —murmuró.

—¿Qué pasa ahora?

—¡No puedo hacerlo!

—¿Qué?

Conina se llevó las manos en la cabeza.

—¡No puedo permitir que me hagan prisionera sin pelear! ¡Un millar de antepasados bárbaros me acusan de traición! —siseó, ansiosa.

—Tú, ni caso.

—No, tranquilo. No tardaré ni un momento.

Hubo un repentino borrón de movimiento, y el hombre más cercano se derrumbó en un arrugado montón de dolor. Luego, los codos de Conina retrocedieron y se clavaron en los estómagos de los dos que tenía detrás. Su mano izquierda pasó como un rayo junto a la oreja de Rincewind, como un sonido como el de la seda al desgarrarse, y derribó al hombre que había junto a él. El quinto intentó huir y fue alcanzado por una patada voladora que le estrelló la cabeza contra la pared.

Conina se sentó, jadeando, con los ojos brillantes.

—No me gusta reconocerlo, pero ahora me encuentro mejor —dijo—. Aunque claro, es terrible saber que he traicionado la tradición de las peluqueras. Oh.

—Sí —asintió Rincewind, sombrío—. Me preguntaba si los habrías visto.

Los ojos de Conina examinaron la hilera de arqueros que acababan de alinearse junto a la pared opuesta. Tenían ese aspecto impasible de la gente a la que se ha pagado para hacer un trabajo, y a la que no le importa mucho si el trabajo consiste en matar a alguien.

—Es hora de usar esas horquillas —sugirió Rincewind.

Conina no se movió.

—Mi padre siempre decía que es inútil emprender un ataque directo contra un enemigo armado con proyectiles de gran eficacia —respondió.

Rincewind, que conocía la manera habitual de hablar de Cohen, la miró incrédulo.

—Bueno —añadió ella— en realidad, lo que dijo exactamente fue «nunca pelees a patadas con un puercoespín».

* * *

Peltre no pudo hacer frente al desayuno.

Se preguntó si debería hablar con Cardante, pero tenía la escalofriante sensación de que el viejo mago no le haría caso, y desde luego no le creería. La verdad es que ni él mismo se lo creía…

Sí que se lo creía. Nunca lo olvidaría, aunque pensaba intentarlo por todos los medios.

Uno de los problemas de vivir en la Universidad durante aquellos últimos días era que el edificio en el que uno se acostaba probablemente no tenía nada que ver con el edificio en el que despertaba. Las habitaciones tenían la costumbre de cambiar y moverse, como consecuencia de los derroches de magia. Ésta crecía, de hecho empezaba a desbordarse. Si no se ponía remedio pronto, hasta la gente corriente podría empezar a usarla… Una idea escalofriante, pero dado que la mente de Peltre ya estaba tan llena de pensamientos escalofriantes que se la podría usar como bandeja para los cubitos de hielo, no tenía intención de dedicar mucho tiempo a ésa en concreto.

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