Rechicero (Mundodisco, #5) – Terry Pratchett

El cayado pendía del aire, a pocos metros de él. Estaba rodeado por un tenue brillo octarino.

Se levantó cautelosamente y, sin apartar la espalda del muro de piedra, con los ojos clavados en aquella cosa, se deslizó a toda velocidad hasta llegar al final del pasillo. En la esquina, advirtió que el cayado, aunque sin moverse, había girado sobre su eje para seguirle.

Dejó escapar un gritito, se arremangó los faldones de la túnica y echó a correr.

El cayado estaba ante él. Frenó de golpe y trató de recuperar el aliento.

—No me asustas —mintió al tiempo que giraba sobre sus talones y emprendía la huida en dirección contraria.

Chasqueó los dedos para crear una antorcha que ardía con una hermosa llama blanca. Sólo la penumbra octarina delataba su origen mágico.

Una vez más, el cayado estaba ante él. La luz de su antorcha se vio absorbida por un fino vapor, y se desvaneció con un «pop».

Aguardó, aún cegado y con los ojos llorosos, pero el cayado seguía allí y no parecía tener intención de aprovechar su ventaja.

Cuando recuperó la vista, divisó una sombra aún más oscura a su izquierda. La escalera que llevaba a las cocinas.

Se precipitó hacia ella y bajó de tres en tres los peldaños invisibles, aterrizando en unas baldosas inesperadamente desiguales. Un rayo de luz de luna entraba por una rejilla a lo lejos, y Peltre sabía que en la parte superior había una puerta hacia el mundo exterior.

Tambaleándose, con los tobillos doloridos y el ruido de su propia respiración retumbándole en las orejas como si tuviera la cabeza metida en una concha marina, Peltre se deslizó por el interminable desierto oscuro que era el suelo.

Había algo a sus pies. Ya no quedaban ratas, claro, pero la cocina había quedado en desuso: los cocineros de la Universidad habían sido los mejores del mundo, pero ahora cualquier mago podía conjurar comidas por encima de toda habilidad culinaria. Las grandes sartenes de cobre colgaban de la pared, olvidadas, ennegreciéndose ya, y en las alacenas situadas bajo la gigantesca chimenea en forma de arco sólo quedaban cenizas frías…

El cayado estaba cruzado a través de la puerta, bloqueando la salida. Giró cuando Peltre se acercó a él, y quedó suspendido en el aire a pocos metros, irradiando silenciosa malevolencia. Luego, con suavidad, empezó a deslizarse hacia él.

Retrocedió y resbaló sobre las piedras grasientas. Un golpe en la parte trasera de los muslos le hizo gritar, pero descubrió que había tropezado con una de las mesas de madera.

Pasó desesperadamente la mano por la arañada superficie y, contra toda probabilidad, encontró un cuchillo clavado en la madera. Con un gesto instintivo, antiguo como la humanidad, los dedos de Peltre se cerraron en torno al mango.

Se había quedado sin aliento, sin paciencia, sin espacio, sin tiempo, y estaba a punto de quedarse sin cordura.

De manera que, cuando el cayado flotó ante él, blandió el cuchillo con todas las fuerzas que pudo reunir…

Y titubeó. Todo lo que había de mago en él clamaba contra la destrucción de tanto poder, de un poder que quizá fuera utilizable, de un poder que quizá él pudiera utilizar.

Y el cayado giró de manera que su eje le apuntó directamente.

A muchos pasillos de distancia, el bibliotecario apoyaba la espalda contra la puerta, contemplando los relámpagos azules y blancos que chisporroteaban tras la cerradura. Oyó el chasquido lejano de la energía pura, y un sonido que empezaba en las zonas más bajas de la escala y se elevaba hasta convertirse en un silbido que ni siquiera Galletas, con las patas tras las orejas, alcanzaba a oír.

Entonces, se oyó un leve tintineo de lo más vulgar, como el que haría un cuchillo metálico fundido y retorcido al caer sobre las losas de la cocina.

Era de esa clase de ruidos que hacen que el silencio que los sigue sea como una avalancha cálida.

El bibliotecario se envolvió en el silencio que lo rodeaba como una capa, y contempló las hileras e hileras de libros, todos los cuales palpitaban suavemente con el brillo de su propia magia. Las estanterías lo miraron desde arriba[14]. Lo habían oído. Él captaba su miedo.

El orangután se quedó quieto como una estatua durante largos minutos, y luego pareció tomar una decisión. Arrastrando los nudillos, caminó sobre su escritorio y, tras mucho buscar, localizó un pesado aro cargado de llaves.

—Oook —dijo deliberadamente.

Los libros se asomaron en sus estantes. Había captado su atención.

* * *

—¿Qué lugar es éste? —preguntó Conina.

Rincewind miró a su alrededor y aventuró una suposición.

Seguían en el centro del Al Khali. Oía el murmullo de la ciudad más allá de los muros. Pero, en el centro de la atestada ciudad, alguien había despejado una vasta zona, la había amurallado y después plantó en ella un jardín romántico y natural.

—Parece que alguien ha cogido veinte kilómetros cuadrados de ciudad y los ha despejado —sugirió.

—Qué idea tan extraña —dijo Conina.

—Bueno, según algunas religiones… cuando mueres, dicen que vienes a este tipo de jardín, donde siempre hay música y… bueno, y sorbetes, y… mujeres guapas.

Conina admiró la esplendorosa vegetación del jardín amurallado, con sus pavos reales, arcos intrincados y fuentes rumorosas. Una docena de mujeres reclinadas la miraban, impasibles. Una orquesta de cuerda situada fuera de la vista tocaba la complicada música klatchiana.

—No estoy muerta —dijo—. Estoy segura de que lo recordaría. Además, mi idea del paraíso no coincide con esto. —Contempló las figuras reclinadas con gesto crítico—. ¿Quién las peinará? —se preguntó.

La punta de una espada le rozó la rabadilla, y los dos echaron a andar por el ornado sendero hacia el pequeño pabellón en forma de cúpula rodeado de olivos. La chica bufó.

—De todos modos, no me gusta el sorbete.

Rincewind no hizo ningún comentario. Estaba muy ocupado examinando su propio estado mental, y lo que encontró no le hizo ninguna gracia. Tenía la horrible sensación de que se estaba enamorando. Tenía bien claros todos los síntomas: las manos sudorosas, la sensación de calidez en el estómago, la sensación generalizada de que la piel de su pecho era de goma elástica, y estaba muy tensa. Además, cada vez que Conina hablaba notaba como si alguien le pasara un acero al rojo por la columna vertebral.

Bajó la vista hacia el Equipaje, que trotaba estoico a su lado, y reconoció los mismos síntomas.

—¡Tú también!

Quizá fuera sólo el juego de luces sobre la gastada tapa, pero también era posible que estuviera más roja que de costumbre.

Es cierto que la madera de peral sabio tiene cierto enlace mental con su propietario… Rincewind sacudió la cabeza. Eso explicaría por qué el trasto no era tan salvaje como de costumbre.

—Es imposible —dijo—. Ella es una hembra, y tú eres… eres… bueno… —Hizo una pausa—. Bien, seas lo que seas, eres de madera. Imposible. La gente haría comentarios.

Se volvió y miró a los guardias vestidos de negro que los seguían.

—No sé qué miráis —les espetó con severidad.

El Equipaje se arrimó a Conina, siguiéndola tan de cerca que la chica tropezó con él.

—Lárgate —le ordenó al tiempo que le daba otra patada, esta vez adrede.

Si alguna vez una maleta había tenido expresión dolida, fue entonces.

El pabellón adonde se dirigían era una ornada cúpula en forma de cebolla, tachonada de piedras preciosas y sostenida por cuatro columnas. En el interior había toda una masa de almohadones en los cuales yacía un hombre de mediana edad, bastante gordo, rodeado por tres jovencitas. Llevaba una túnica color púrpura con bordados de oro.

El hombre parecía estar escribiendo. Alzó la vista cuando los vio llegar.

—Supongo que no sabréis ninguna palabra que rime con «tú» —dijo, quisquilloso.

Rincewind y Conina se miraron.

—¿Tisú? —aportó él—. ¿Canesú?

—¿Mildiú? —sugirió Conina, con forzada alegría.

El hombre titubeó.

—Mildiú. Me gusta, me gusta —asintió—. Tiene posibilidades. Sí, creo que usaré mildiú. Sentaos en un cojín, muchachos. Tomad un sorbete. ¿Por qué os quedáis ahí de pie?

—Es por estas cuerdas —explicó Conina.

—Yo además tengo alergia al acero frío —añadió Rincewind.

—Qué cosa tan molesta —suspiró el gordo.

Dio una palmada con las manos tan cargadas de anillos que sonó casi como una campanada. Dos de los guardias se adelantaron rápidamente y cortaron las ligaduras. Luego, el batallón entero se disolvió, aunque Rincewind era claramente consciente de que docenas de ojos los vigilaban desde el follaje circundante. Cierto instinto animal le dijo que, aunque ahora parecía estar a solas con el hombre y con Conina, cualquier movimiento agresivo por su parte convertiría el mundo en un lugar muy afilado y doloroso. Trató de irradiar tranquilidad y simpatía. Trató de encontrar algo que decir.

—Bueno —aventuró contemplando los cortinajes de brocado, las columnas con incrustaciones de rubíes y los cojines con bordados de oro—, has decorado esto con muy buen gusto.

—Me gusta la sencillez —suspiró el hombre, todavía garabateando a toda prisa—. ¿Qué hacéis aquí? No me entendáis mal, me encanta encontrar a compañeros estudiantes de la musa poética.

—Nos han traído aquí —señaló Conina.

—Unos hombres con espadas —añadió Rincewind.

—Mis queridos amigos, eso lo hacen para no perder la costumbre. ¿Te apetece una de éstas?

Chasqueó los dedos en dirección a una de las chicas.

—Ahora mismo no, gracias —empezó Rincewind.

Pero vio que la chica cogía un platito de galletas doradas, y se lo tendía gentilmente. Probó una. Estaba deliciosa, era dulce y crujiente, con un sutil aroma de miel. Cogió dos más.

—Disculpa, pero… ¿quién eres? —preguntó Conina—. ¿Y dónde estamos?

—Me llamo Creosoto, serifa de Al Khali —respondió el hombre obeso—. Y esto es mi Espesura. Se hace lo que se puede.

Rincewind se atragantó con la galleta.

—No serás el Creosoto de «Tan rico como Creosoto», ¿verdad?

—Ése fue mi querido padre. La verdad es que yo soy bastante más rico. Me temo que, cuando uno tiene tanto dinero, cuesta vivir con sencillez. Pero se hace lo que se puede —suspiró.

—Podrías regalarlo —sugirió Conina.

El hombre suspiró de nuevo.

—No es tan fácil, de verdad. No, uno tiene que tratar de hacer poco con mucho.

—No, no, de verdad —insistió Rincewind, lanzando una lluvia de miguitas de galleta—. Se dice que todo lo que tocas se transforma en oro.

—Eso pondría las cosas un tanto difíciles a la hora de ir al cuarto de baño —rió Conina—. Lo siento.

—¡Las historias que oye uno sobre sí mismo! —dijo Creosoto, fingiendo no haberla oído—. Es agotador. Como si la riqueza fuera lo más importante. La verdadera riqueza yace en las bellezas de la literatura.

—El Creosoto del que yo oí hablar —dijo Conina con voz pausada—, era jefe de una banda de… bueno, de asesinos locos. Los primeros Asesinos, temidos en toda la zona eje de Klatch. Sin ánimo de ofender.

—Ah, sí, mi querido padre —suspiró Creosoto júnior—. El hachisismo. Una idea tan novedosa…[15]. Pero no funcionaba muy bien, así que contratamos a thugs en su lugar.

—Claro, les disteis ese nombre por su semejanza con cierta secta religiosa —asintió Conina con seguridad.

Creosoto le lanzó una larga mirada.

—Pues no —dijo con voz pausada—. Me parece que no. Les dimos ese nombre por el ruido que hacen las cabezas de sus víctimas cuando se las arrancan de cuajo. Es una costumbre muy desagradable.

Alzó el pergamino en el que había estado escribiendo, y lo examinó.

—Yo busco una vida más cerebral —siguió—. Y por eso hice que convirtieran el centro de la ciudad en la Espesura. Va mucho mejor para el flujo mental. Se hace lo que se puede. ¿Queréis el último canapé de caviar?

—Caberme, lo que se dice caberme, sí me cabe —asintió Rincewind, que no se enteraba muy bien.

Creosoto alzó una mano regordeta y declamó así:

Un palacio veraniego bajo el sol,
donde se sirve carnero y pan sin colesterol,
entrantes, sorbetes, caviar y lubina,
todo recién traído de la cocina.
Pasa al final con los postres el carrito
para que elijas lo que sacie tu apetito,
porque aquí, en la Espesura, tú…

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